Fernando Arrabal, el niño eterno cumple 93 años
«Ojalá al maestro le queden otros 93 años por delante para que ese niño interior nunca se haga hombre»

El dramaturgo, poeta, novelista, cineasta y artista plástico Fernando Arrabal en enero de 2025. | A. Pérez Meca (Europa Press)
Ayer, 11 de agosto de 2025, Fernando Arrabal soplaba 93 velas en su particular tarta de la vida, esa que él mismo ha horneado con ingredientes de surrealismo, pánico y una buena dosis de embriagadora genialidad. Nacido en Melilla en 1932, este dramaturgo, poeta, novelista y cineasta, sigue siendo el afrancesado más español de todos los tiempos. Exiliado en Francia desde los años 50, donde ha forjado gran parte de su obra, Arrabal es como un Quijote que en vez de molinos ve torres eiffelianas, pero con el alma clavada en las raíces españolas que lo nutren. Vive en París, pero su espíritu vaga por los escenarios del mundo, construyendo realidades alternativas con la inocencia de un niño grande que juega a ser Dios.
Hablar de Arrabal es inevitablemente rememorar aquel momento antológico de la televisión española, allá por 1989, en el programa El mundo por montera presentado por Fernando Sánchez Dragó. Fue una noche en la que el milenarismo no solo llegó, sino que se desparramó por la pantalla como una copa de vino rebosante e incapaz de llevarse más tiempo encima. Arrabal, visiblemente achispado, o más bien ebrio de inspiración, se subió a la mesa, tambaleante como un funambulista sin red, y proclamó a voz en grito: «¡El milenarismo va a llegar!» Casi se cae, pero en ese equilibrio entre la borrachera y la genialidad, el partido quedó en empate. Dragó intentaba reconducir la tertulia sobre literatura y apocalipsis, pero Arrabal, con su verborrea imparable, convirtió el plató en un teatro del absurdo. «¡Déjame hablar!», exigía, mientras el público reía y el país entero se preguntaba si aquello era un performance o un desvarío. Fue puro Arrabal: la embriaguez como catalizador de la verdad poética, donde lo ridículo roza lo sublime.
Más recientemente, en mayo de este mismo año, Arrabal demostró que su vitalidad no ha menguado un ápice. Invitó a David Broncano a su casa en París para que La Revuelta grabase las interioridades de su sanctasanctórum. Broncano, ese cómico con pinta de eterno adolescente, se adentró en el hogar del maestro, un museo vivo repleto de joyas literarias y artísticas: manuscritos amarillentos, cuadros de amigos como Dalí o Picasso, con quien compartió exilio y locuras, y una biblioteca que parece un laberinto borgiano. Arrabal, con su habitual desparpajo, divagaba sobre el surrealismo, dejando claro que su casa no es sólo un refugio, sino una extensión de su mente caótica y brillante. Fue un encuentro generacional: el viejo sabio abriendo las puertas al joven irreverente, recordándonos que el genio no envejece, sólo se reinventa.
Y es que Arrabal ha acumulado premios como quien colecciona sellos, pero con la grandeza de un titán. Entre ellos, el Gran Premio de Teatro de la Academia Francesa, el Premio Nadal en 1982 por La torre herida por el rayo, la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes en 1987, los Premios Max de las Artes Escénicas en 2007, el Premio Mariano de Cavia, y más recientemente, el Premio Zenda de Honor 2024 y el Premio Internacional de Literatura Ánfora Nova. Estos galardones no son mero oropel; son el reconocimiento a una obra que ha revolucionado el teatro del absurdo, el «teatro pánico» que él mismo inventó junto a Jodorowsky y Topor, y una prosa que desborda imaginación.
Pero lo que hace eterno a Arrabal no son los trofeos, sino esa aparente locura que esconde una lucidez afilada. Sigue siendo un niño grande, que juega a construir el mundo a su imagen y semejanza, intentándolo entender a su manera y amoldándolo a su vasto conocimiento y desbordante imaginación. Lleva muchas gafas de colores, literales y metafóricas, para ver la vida con la estética y el cromatismo que en la realidad gris no encuentra. El mundo, desdibujado y prosaico, él lo pinta con sus ideas y frases ingeniosas, convirtiendo sus libros en cuadros vivientes y su mente en un museo ambulante. Obras como Picnic en campaña o Carta de amor no son sólo textos; son lienzos donde el caos se ordena en belleza.
Ojalá al maestro le queden otros 93 años por delante para que ese niño interior nunca se haga hombre. Porque en un mundo que se toma demasiado en serio, Arrabal nos recuerda que la verdadera sabiduría está en el juego, en el milenarismo que siempre está por llegar, y en la genialidad que empata con la locura. ¡Felicidades, Fernando! Que el pánico siga siendo tu musa.