The Objective
Hastío y estío

Dog House, más perros y menos hijos de perra

«No es un sermón animalista, sino un relato humano que toca fibras sensibles sin caer en el melodrama barato»

Dog House, más perros y menos hijos de perra

Chenoa presentando el programa 'Dog House'. | RTVE

En este verano, donde las parrillas televisivas se llenan de refritos insípidos o realities que destilan más toxicidad que un vertedero industrial, emerge un programa que, contra todo pronóstico, se ha convertido en la revelación absoluta: Dog House. Presentado por la pizpireta Chenoa en La 1 de RTVE, este formato de adopción de perros no sólo ha robado corazones, sino que ha demostrado que, en tiempos de un cinismo rampante, aún hay espacio para la ternura genuina. ¿Por qué este show sobre peludos de cuatro patas ha eclipsado a las habituales batallas de egos humanos? Permítanme desgranarlo como se merece un fenómeno tan perrunamente encantador.

Dog House es la adaptación española de un formato británico que, en esencia, transforma un albergue de animales en un escenario de encuentros emocionales. Familias, solteros o parejas acuden en busca de un compañero canino que llene el vacío de sus vidas, mientras un equipo de expertos evalúa si «surge la chispa». No hay dramas prefabricados, ni confesionarios lacrimógenos con iluminación dramática; sólo perros abandonados que, con una mirada ladeada y un meneo de cola, conquistan a sus potenciales adoptantes. Estrenado el 15 de julio, el programa ha escalado rápidamente en audiencias, liderando su franja horaria los martes por la noche y convirtiéndose en tema de conversación en redes sociales. En un panorama donde algunos espectadores huyen de la telebasura como de un hueso envenenado, Dog House ofrece frescura: es blanco, apto para toda la familia, y donde, aunque parezca contradictorio, no hay malas pulgas. Aquí, los únicos que ladran son los protagonistas de cuatro patas, y lo hacen con una honestidad que avergüenza a muchos de nuestros bipolares tertulianos televisivos.

Este programa irrumpe con una propuesta que combina el entretenimiento ligero con un mensaje social: la adopción responsable. No es un sermón animalista, sino un relato humano que toca fibras sensibles sin caer en el melodrama barato. Las historias de perros rescatados de abandonos crueles, como ese cachorro mestizo que encuentra hogar en una familia monoparental, o el veterano labrador que consuela a un viudo, generan empatía inmediata. En datos: el primer programa superó el millón de espectadores, y episodios posteriores han mantenido cuotas por encima del 12%, cifras envidiables para un prime time estival. Es el antídoto perfecto al hastío televisivo, un soplo de aire fresco en un desierto de contenidos reciclados. Mientras otros canales apuestan por escándalos prefabricados, RTVE ha acertado al importar este formato, demostrando que la televisión pública aún puede programar sin vender su alma al diablo.

En el centro de este idilio perruno está Chenoa, la presentadora que, con su carisma natural y su voz inconfundible, guía el show con una mezcla de calidez y profesionalidad. Chenoa, que ha transitado de cantante a presentadora televisiva con la gracia de una border collie en un agility, encaja perfectamente en Dog House. No es la típica famosa que finge pasión por los animales para ganar puntos; su genuino amor por los perros se nota en cada interacción, desde acariciar a un tímido galgo hasta narrar con entusiasmo las «citas» entre humanos y canes. Chenoa humaniza el formato, convirtiéndolo en una extensión de su personalidad: cercana, divertida y sin pretensiones. En un medio donde las presentadoras a menudo son reducidas a floreros, ella brilla como una auténtica alfa de la manada televisiva.

Pero vayamos al meollo: ¿por qué nos interesan más estos perros que los seres humanos, cuando la vida de muchas personas es más perra que la de algunos de estos animales? Ahí radica la ironía suprema. En una sociedad donde el telediario nos bombardea con parásitos sociales, políticos corruptos, especuladores inmobiliarios, y otros bichos igual de desagradables, que merecerían collares antiparasitarios y bozales obligatorios, Dog House nos recuerda la pureza de lo instintivo. Un perro abandonado evoca compasión inmediata: sus ojos suplicantes, su lealtad incondicional, contrastan con la hipocresía humana. ¿Cuántas veces hemos visto en informativos a «perros» de dos patas, esos que muerden la mano que les da de comer, salpicados por sus perrerías? Ellos sí que ladran y muerden, propagando pulgas ideológicas o financieras. Mientras, en Dog House, los canes reales nos enseñan resiliencia: un chucho maltratado perdona y ama de nuevo, algo que muchos humanos, con vidas perras marcadas por precariedad laboral o desahucios, envidiarían. Es paradójico: preferimos emocionarnos con un perro que encuentra hogar antes, qué con un drama humano, quizá porque los perros no decepcionan. En un mundo donde la empatía escasea, estos animales nos reconectan con lo básico, recordándonos que, a veces, la humanidad reside más en un ladrido que en un discurso grandilocuente.

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