The Objective
Contraluz

Hitler o la democracia suicida

El autogolpe por las buenas o por las malas es hoy casi tan posible en España como lo fue en Alemania en 1933

Hitler o la democracia suicida

Ilustración de Alejandra Svriz

Hace cien años, más dos meses y pico (en una fecha ominosa, el 18 de Julio), salió a la venta uno de los peores libros que se han escrito nunca: Mein Kampf, de Adolf Hitler. Aparte de ser un batiburrillo de falsedades disparatadas, de resentimiento, odio y maldad, el contenido de este libro ha servido de justificación para el desencadenamiento de la guerra mayor y más mortífera que registra la historia. Nada que celebrar, por tanto, sino todo lo contrario; pero nada que olvidar tampoco, porque la historia del nazismo y del llamado III Reich alemán debe estar siempre presente en el recuerdo y debe ser objeto constante de estudio porque, aunque se hayan escrito millares de libros sobre estos temas, a la historia del nazismo, aunque sea un limón cien veces exprimido, como decía el historiador británico John Clapham de la Revolución Industrial, aún le queda mucho jugo.

El asalto al poder llevado a cabo por un excabo austríaco del ejército alemán en la Primera Guerra Mundial, asalto que convirtió a un pintor fracasado de aspecto charlotesco (el susodicho cabo) en uno de los hombres más poderosos del mundo y en uno de los criminales con más muertes sobre su conciencia, es un episodio obsesionante para historiadores y otros estudiosos, para novelistas y cineastas, y para el público en general, que consume ficción y ciencia sobre el tema sin cansarse. El mal fascina tanto a sádicos como a personas sensatas, que quieren conocerlo para mejor prevenirlo y evitarlo.

Este artículo quiere dar cuenta de dos libros recientes sobre el tema, uno del español José Lázaro (El éxito de Hitler. La seducción de las masas, Triacastela. 2025) y el otro del norteamericano Timothy W. Ryback (Takeover. Hitler’s Final Rise to Power, Headline Press, 2024). Lázaro es un médico humanista de la escuela de Marañón y Laín, historiador, editor y ensayista; Ryback, exprofesor de Harvard, es actual director del Instituto de Justicia y Reconciliación Históricas de La Haya. Ambos autores tienen sólidos acervos de publicaciones en su haber. Y ambos se preguntan, desde ángulos y con métodos diferentes, cómo pudo llegar al poder un fracasado tan estrafalario, y tan mortífero, a quien Fernando Navarro (Cuatro cosas, Amazon, 2025) ha encasillado ingeniosamente entre los «asesinos ridículos» de la cultura germánica.

Ridículo por su pensamiento y por sus teorías, pero ciertamente no ineficaz: en la Segunda Guerra Mundial, iniciada por Hitler de modo casi unipersonal, en 1939, y ya vaticinada en Mein Kampf, murieron unos 80 millones de personas, la mayor parte de ellos civiles y víctimas de combates, bombardeos, hambre y enfermedades. Una parte menor, unos 15 millones, fueron combatientes de ambos bandos, pero la mayor parte de los muertos fueron civiles. Pero estos 80 millones incluyen también a 12 millones asesinados a sangre fría; la mitad, unos seis millones, por el simple hecho de ser, o haber sido, judíos; la otra mitad de los «enemigos» no combatientes, por pertenecer a otras minorías, ser ciudadanos de países invadidos, o alemanes opuestos al nazismo.

Incluso seguidores y amigos de Hitler fueron masacrados en la llamada «noche de los cuchillos largos», en el verano de 1934, año y medio de después de ser investido el dictador, por simples disidencias internas del partido, sin dar lugar a ninguna investigación. Un arreglo de cuentas flagrantemente mafioso, llevado a cabo por el partido en el poder, con decenas de asesinatos de políticos muy conocidos, durante todo un fin de semana, pasó casi inadvertido por la prensa y el público. Hasta tal punto estaba degradada, embrutecida, y corrompida la Alemania de Hitler. A explicar cómo se llegó a este punto en el país de Kant, Goethe, y Beethoven se aplican Lázaro y Ryback, el primero con un ensayo de psicología social, el segundo con una minuciosa narrativa de lo ocurrido en la esfera política alemana durante 1932, el año anterior a la investidura de Hitler.

«Sus conocidos le recordaban siempre malhumorado, resentido contra el mundo, a la busca de culpables de sus desdichas»

Lázaro concede mucha importancia al resentimiento como factor explicativo de la extraña sintonía entre el despectivamente apodado «cabo bohemio” y el pueblo alemán. La Guerra del 14 había terminado de manera repentina al venirse abajo el ejército alemán tras fracasar su intento de romper el frente aliado en el verano de 1918 y quedarse los teutones sin munición ni víveres. No fue una derrota estrepitosa y pronto empezó a circular en círculos reaccionarios la teoría absurda de que Alemania había perdido la guerra a causa de una «puñalada en la espalda” de traidores y judíos. Las subsiguientes penalidades económicas (exigencia de reparaciones de guerra por parte de los aliados en el tratado de paz de Versalles, invasión del Rühr por franceses y belgas, inflación galopante) fomentaron el resentimiento y desprestigiaron internamente a la joven democracia alemana, nacida en Weimar en 1919.

Todo ello resultó terreno abonado para el tal cabo, Hitler, joven austriaco inadaptado, maltratado en la infancia por su padre, con pretensiones artísticas frustradas por la Academia de Arte de Viena, sin apenas estudios, que se sentía incomprendido y que culpaba a los demás de sus fracasos. Sus conocidos le recordaban siempre malhumorado, resentido contra el mundo, a la busca de culpables de sus desdichas, y que pronto los encontró en los judíos, según él seres infrahumanos y malévolos, que apuñalaron por la espalda al pueblo alemán, tras haber éste cometido el error de aceptarlos en su seno.

Hitler se había alistado voluntariamente en el ejército alemán y tras la guerra se encontró sin empleo, sin amigos y con claros síntomas de paranoia. Se hizo nacionalista alemán sin ser alemán, halló extraños compañeros en la franja lunática de la extrema izquierda-derecha, que él reorganizó en el Partido Nacional-Socialista, dio un golpe de Estado ridículo pero sangriento en una cervecería de Múnich, y se encontró con que las autoridades le trataban con sorprendente benevolencia tras su detención: pasó menos de un año en la cárcel en relativo confort.

Allí dictó gran parte de Mein Kampf y decidió cambiar de táctica, adoptando la lucha electoral en lugar del golpismo como medio para alcanzar la dictadura: es decir, optó abiertamente por el autogolpe, cultivado con éxito por Mussolini en Italia años antes. Se encontró así centrado y con una misión en la vida, una misión maligna y criminal, que a él le satisfacía. A pesar de todo, su partido, confuso y truculento, seguía siendo muy minoritario. Y así hubiera seguido de no haberse producido un cataclismo social de primera magnitud: la Gran Depresión Mundial (1929-1939), que agravó severamente los problemas económicos de Alemania, en especial causando un gran aumento del desempleo.

«Los nazis nunca tuvieron la mayoría absoluta en el Reichstag y la clase política seguía desconfiando del ‘cabo bohemio’»

Los desatinos racistas de Hitler empezaron a sonar bien en los oídos teutónicos, que también se sentían oprimidos y victimizados por fuerzas exteriores, y abandonados por los republicanos de Weimar. A partir de 1930, los votos nazis subieron como la espuma, y sus promesas parecieron creíbles. Alemania iba a rebelarse y resarcirse del maltrato recibido de las democracias; la dictadura parecía el clavo ardiendo que iba a permitir la recuperación de Alemania. En dos años, el partido nazi llegó a ser mayoritario en el Reichstag (Parlamento) y Hitler hipnotizaba a las masas con su retórica tremebunda. Reaccionario hasta las cachas, Hitler prometía, entre muchas otras cosas, devolver a las mujeres alemanas a sus puestos naturales: la iglesia, la cocina y el kindergarten; seguidamente, el voto femenino, conquista de los republicanos de Weimar, se volcó en favor del machismo nazi.

Pese a todo, los nazis nunca tuvieron la mayoría absoluta en el Reichstag y la clase política seguía desconfiando del «cabo bohemio» al que muchos consideraban un «payaso». La oratoria rencorosa del Führer atraía a las masas, pero repugnaba a muchas personas reflexivas o experimentadas en política. En particular, el presidente de la república, el decoradísimo mariscal Hindenburg, sentía hondo desprecio y rechazo por el cabo trepador, el advenedizo de nacionalidad incierta, al que en más de una ocasión se lo manifestó a la cara.

Pero Hitler era tenaz. El primer Manual de Resistencia no es el que le han escrito a Pedro Sánchez, sino el que escribió Hitler con la ayuda de Rudolf Hess: Mein Kampf. Ambos personajes, Hitler y Sánchez, tienen puntos en común. Los dos eran unos fracasados hasta que encontraron su vocación en la política, donde alcanzaron trabajosamente el poder a base de tozudez, resiliencia y su buena dosis de trampas. Afortunadamente, estamos en otro siglo y en otras circunstancias, pero el autogolpe por las buenas o por las malas es hoy casi tan posible en España como lo fue en Alemania en 1933.

En la Alemania de entonces fueron los confusos tejemanejes de la clase política los que, tratando de evitar, el ascenso de Hitler, terminaron por agotar la paciencia del anciano Hindenburg que, ya algo mermado en sus facultades, a la postre se dejó embaucar por el ambicioso y vacuo aristócrata Franz von Papen, que no vio otro modo de seguir figurando en política que aliándose con Hitler y concediéndole el puesto de canciller (primer ministro) pensando que podría controlarlo. Fue el suicidio de la democracia en Alemania y el primer paso hacia los horrores del Holocausto y la Segunda Guerra Mundial.

«Si hay ciertos paralelos entre Hitler y Sánchez, son mayores los que existen entre aquél y Putin, otro líder resentido de un gran país resentido»

Pero si hay ciertos paralelos entre Hitler y Sánchez, son mayores los que existen entre aquél y Putin, otro líder resentido de un gran país resentido por haber perdido otra guerra, la Fría, y deseoso de resarcirse a costa de sus vecinos: Ucrania es hoy la Checoslovaquia y la Polonia de entonces. Hitler llegó a conquistar casi toda Europa y a Putin no le importaría intentarlo. Pero entonces hubo un Churchill en Inglaterra y un Roosevelt en América que plantaron cara a Hitler y al Eje (que incluía a Japón e Italia). ¿Estarán hoy Von der Leyen y Starmer a la altura? Pero lo más alarmante es que, en lugar de Roosevelt, hoy sea Trump el presidente de Estados Unidos. ¿Podemos imaginar a Roosevelt simpatizando con Hitler como Trump simpatiza con Putin? Neville Chamberlain ya lo intentó con Hitler en 1938 y los historiadores conocen las desastrosas consecuencias de aquel «apaciguamiento».

El único consuelo en el deprimente panorama actual es que, por grande y brutal que sea Rusia, su ejército (sin contar el arsenal nuclear) no es comparable a la Wehrmacht alemana. Se ha demostrado en Ucrania. Ojalá Trump no consume su traición imitando a Chamberlain en pos de un Nobel de la Paz que sería tan absurdo como el de Obama y que, más que prestigiar a Trump, desprestigiaría a la Comisión Nobel.

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