Cuando Albares humilló a España
«Es un caso de acomplejamiento que usted y que los que piensan de la misma manera se tienen que hacer mirar»

El ministro de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación. | Alberto Ortega (EP)
El pasado 31 de octubre, en un acto que pareció más una ceremonia de autoflagelación que un acto diplomático digno, el ministro de Exteriores, José Manuel Albares, irrumpió en el Instituto Cervantes de Ciudad de México con un discurso que rezumó complejos históricos y sumisión ideológica. Ante un auditorio expectante, el responsable de la diplomacia española ha pedido perdón a México por el «dolor e injusticia» infligido a los pueblos originarios durante la Conquista. Según Albares, la relación histórica entre España y México está «llena de claroscuros». Un eufemismo elegante para admitir culpas sin matices, como si la historia fuera un lienzo impresionista donde las sombras devoran la luz. El colmo de la humillación llegó con la respuesta de la presidenta mexicana, Claudia Sheinbaum, quien no tardó en felicitar a Albares por este «primer paso». «El perdón engrandece a los pueblos, y más reconocer los agravios», proclamó la mandataria, elevando el mea culpa de un representante de España a categoría de virtud moral.
Para entender el sinsentido de esta genuflexión, hay que retroceder al epicentro de la controversia, la Conquista de México en 1519, liderada por Hernán Cortés. Aquel extremeño de 34 años, con una tropa de apenas 500 hombres, unos pocos caballos y una determinación forjada en el Nuevo Mundo, desembarcó en las costas de Veracruz el 21 de abril de 1519. No era un invasor sádico, como lo pinta la leyenda negra, sino un explorador al servicio de la Corona, impulsado por el afán de evangelizar y expandir el imperio de los Reyes Católicos. Tras una serie de alianzas pragmáticas con pueblos indígenas hastiados del yugo azteca, como los tlaxcaltecas, que aportaron miles de guerreros, Cortés avanzó hacia Tenochtitlán. La caída del Imperio Azteca se consumó el 13 de agosto de 1521, tras sitiar la capital y la legendaria Noche Triste, donde los españoles perdieron a la mitad de sus hombres en una emboscada.
Pero vayamos a la realidad histórica, esa que Albares y su séquito posmoderno prefieren ignorar para no manchar su aura de redención. El Imperio Azteca, bajo Moctezuma II, no era un paraíso multicultural de danzas y maíz, sino un coloso expansionista y sanguinario que aterrorizaba por donde iba. Fundado en el siglo XIV sobre las ruinas de Tenochtitlán, una ciudad de 200.000 habitantes, construida con el sudor y la sangre de esclavos. Los aztecas practicaban un imperialismo voraz. Sus guerras no eran poéticas escaramuzas, sino rituales calculados para capturar prisioneros vivos destinados al sacrificio humano. Estimaciones historiográficas, basadas en códices como el Florentino y crónicas de Bernal Díaz del Castillo, hablan de hasta 20.000 víctimas anuales en el Templo Mayor, corazones arrancados en vivo, cuerpos descuartizados y cabezas exhibidas en un muro de cráneos que albergaba decenas de miles. La agresividad azteca no era un detalle folclórico. Era sistémica. El pueblo común, campesinos, artesanos, etc., vivía en la penuria, con hambrunas cíclicas agravadas por las demandas imperiales. ¿Se mejoró con la llegada española? Absolutamente. Los conquistadores, lejos del genocidio caricaturesco, trajeron un orden que erradicó las prácticas más atroces.
Con la Conquista, España impuso el catolicismo, que no solo prohibió los holocaustos humanos, salvando innumerables vidas, sino que introdujo la noción de dignidad individual, ajena al panteón azteca de deidades caprichosas. La Nueva España, como se bautizó el territorio, floreció bajo las Leyes de Indias de 1542, que protegían a los indígenas de la encomienda abusiva y promovían su evangelización pacífica. Universidades como la de México (1551), la más antigua de América, educaron a criollos e indígenas en teología y derecho. Hospitales franciscanos curaron enfermedades endémicas, y el mestizaje, fruto de uniones voluntarias en su mayoría, creó una sociedad híbrida que la presidenta Sheinbaum encarna hoy.
¿Por qué esta rendición? Porque a la izquierda posmoderna le fascina demoler la civilización occidental, la más importante de la historia moderna. España fue el artífice del imperio donde no se ponía el sol. Forjó el mundo global, donde el idioma español une a 500 millones de personas. El Derecho Indiano inspiró la Declaración de Derechos Humanos, y la evangelización plantó semillas de libertad que florecieron años después en las repúblicas americanas. Tirar por tierra todo esto no nos engrandece, ministro Albares. Es un caso de acomplejamiento que usted y que los que piensan de la misma manera se tienen que hacer mirar. Si usted, el gobierno que representa, y toda la izquierda posmoderna querían denigrar la historia de España, no tenían que hacer nada. Solo seguir gobernando como hasta ahora y defender cada uno de sus postulados absurdos y dañinos. La historia ya se encargará de hacer su trabajo y avergonzarnos en un futuro que ojalá llegue cuanto antes.
