El placer (o no) de viajar en tren
«El tren alta velocidad, entre nosotros, parece ir directo a un pasado que no era el suyo. Pena»

Decenas de personas en un andén de la estación de Atocha. | Europa Press
El tren fue uno de los grandes adelantos técnicos del siglo XIX. El primer tren que circuló en España —otro gesto del interés que se tenía con nuestra América— lo hizo en la España ultramarina, en la ya entonces provincia de Cuba (provincia al mismo título que Sevilla, por ejemplo) en 1837, entre La Habana y Güines. Fue el primer tren que circuló en toda Iberoamérica. Años después, 1848, ya en la Península, se inaugura el tren Barcelona-Mataró y poco después —en 1851— el luego llamado Tren de la Fresa, entre Madrid y Aranjuez.
Por mi año de nacimiento y fechas vitales he tenido la suerte, digamos, de haber visto el enorme desarrollo de los trenes, su puntualidad o (durante muchísimos años) su falta de ella. Cuando yo era niño —pasados los años 50— los trenes eran todavía acá —la Guerra Civil también los afectó para mal— antiguos y lentos. Recuerdo vagones de tercera con asientos de pura madera, con aspecto de total incomodidad y, por supuesto, el convoy llegaba tarde siempre. Era proverbial el chiste sobre los retrasos de la ya entonces Renfe. Tiempo después y como el colmo de la modernidad, recuerdo un viaje a Alicante en Talgo, con variación en el diseño de los vagones y en la velocidad. Pero viajar en automóvil y desde luego en avión (que era caro) se consideraba mejor que hacerlo en ferrocarril. Tuve todas las experiencias y solo prefería el tren si era en coche-cama.
La tantos años famosa Compagnie Internationale de Wagons-Lits, fundada en 1872 y convertida apenas una década después en la Compañía de Coches-cama y de Grandes Expresos Europeos (cuando inauguraría el célebre Orient Express entre París y Estambul), era un portento —no para todos, desde luego— de comodidad y lujo, aunque probablemente no de velocidad. Estaban los vagones propiamente con cama en los compartimentos de cada vagón, los coches-salón (un vagón como salón de estar donde se fumaba y charlaba) y el vagón-restaurante con sus mesas y lamparitas, todo perfectamente montado con cierto lujo y estilo, donde se comía a la carta y se podía hacer sobremesa. Confieso que —durante mucho tiempo— ese fue mi viaje favorito, aunque el avión era mucho más rápido, pero no más cómodo. Ya en los años 60 y 70 había vagones más nuevos y con diseño más austero dentro del buen tono, pero aún estaban en uso, y de cuando en cuando te tocaban, vagones en puro y sofisticado art decó con dibujos en madera taraceada y —por ejemplo— un pequeño ventilador con aspas de goma, muy cerca de la cabecera de la cama.
Una línea directa Madrid-París se inauguró con el nombre de Puerta del Sol a finales de los años 60. Tuve la fortuna de usar muchas veces esa línea. Salía a las nueve de la noche en la recién inaugurada estación de Chamartín y te dejaba en París, en Austerlitz, a las ocho de la mañana, después de cena y desayuno. El personal del coche-cama te pedía el pasaporte para (salvo revisiones particulares, en especial de la policía franquista, ahí muy educada) no tener que molestarte al pasar la frontera. Como se habrá comprobado, el viaje en sí no era rápido —once horas, seguro— pero idealmente ibas durmiendo y muy cómodo. Tanto el lujoso ámbito del coche-cama (creo que la Compañía cerró en 2009, avejentada) como los proverbiales retrasos de la Renfe, acabaron con la inauguración de la alta velocidad (AVE) en abril de 1992, con la línea Madrid-Sevilla. Debo decir que recuerdo, hoy con mucha nostalgia, los primeros viajes en alta velocidad que llegaba a los 300 kilómetros por hora. Las primeras veces notabas perfectamente por la ventanilla que el paisaje cruzaba ante tus ojos, mucho más aprisa que de costumbre, y por supuesto la exacta puntualidad —exacta— de salidas y llegadas. El pasajero sabía que si el tren llegaba más de cinco minutos tarde, tenía derecho a la devolución del coste del pasaje…
O tempora, o mores. Sabemos (aunque es difícil aceptarlo) que la Historia no siempre avanza adelante, no pocas veces retrocede e incluso mucho. En la política, en la cultura y, por supuesto, en los servicios. Desde hace unos años la alta velocidad española, eso sí, con muchos más destinos y trayectos que en 1992, ha sufrido un flagrante retroceso. La calidad general ha bajado, se ha hecho más vulgar como casi todo, pero singularmente la tan cacareada y real puntualidad se ha desvanecido. Hay gente que ha vuelto al avión, al que —curioso— el primitivo AVE dejó obsoleto. Hace unas semanas viajé a Granada, ciudad aún mal comunicada por tren. En AVE hay que cambiar antes en Antequera y ahora en Córdoba de convoy, y si vas directo, es en Avant, bastante más lento que el AVE. Un amigo andaluz me informó por esos días que, no hacía mucho, su AVE desde Jerez a Madrid había llegado —tras paradas no explicadas— con cuatro horas de retraso. Como excusa, la cafetería fue gratis. Me temía lo peor, pero no fue tanto. Madrid-Granada (incluido el transbordo) se saldó con solo diez minutos de retraso. Pero el retorno en Avant, tras nuevamente dos inexplicadas paradas mudas, antes de Antequera y Córdoba, alcanzó al llegar a la capital una hora tarde sobre el horario previsto. Los parones o averías en los trenes hasta no hace mucho, modernos, se han vuelto pan cotidiano y el AVE (que fue genial) ha ido marcha atrás en todo. Lo curioso es que el ínclito ministro del ramo, Óscar Puente, bajo cuyo mando se ha intensificado el desastre, ni dimite —estamos acostumbrados— ni da buenas explicaciones. El tren de alta velocidad, entre nosotros, parece ir directo a un pasado que no era el suyo. Pena.
