The Objective
Cuadernos FAES

Crimen organizado: una amenaza para la libertad

«La vida, la libertad y la propiedad son derechos inalienables, anteriores y superiores a la existencia del Estado»

Crimen organizado: una amenaza para la libertad

Cuadernos FAES

Los autores examinan cómo la violencia promovida por el crimen organizado se ha convertido en una de las principales amenazas hacia la vida, la propiedad privada y la libertad en las sociedades occidentales. Y resaltan la urgencia en promover medidas concretas para combatir eficazmente esta profunda crisis de seguridad que afecta especialmente a la región latinoamericana y que incluso pone en riesgo la democracia y sus instituciones.

La vida, la libertad y la propiedad son derechos inalienables, anteriores y superiores a la existencia del Estado. Representan manifestaciones esenciales de la dignidad humana, entendida como el valor intrínseco, igual y universal de toda persona. No obstante, la historia ha demostrado que estos derechos no siempre han sido respetados ni garantizados. Desde los inicios de la humanidad, las personas han debido enfrentarse a una amenaza constante: la violencia. 

Sin embargo, para preservar sus derechos y protegerse, las personas decidieron ceder parte de su soberanía a una autoridad común la cual, detentando el monopolio legítimo del uso de la fuerza, sería la responsable de garantizar la seguridad de todos y el resguardo de sus libertades fundamentales: el Estado.

Así, el Estado nace como una construcción política destinada a preservar la seguridad y el orden social. Su rol fundamental radica en generar condiciones mínimas de convivencia y proteger los derechos fundamentales de las personas ante amenazas, tanto internas como externas. Esta visión, arraigada en la teoría del contrato social, continúa vigente bajo la forma del Estado de derecho, pilar esencial de las democracias liberales.

A partir del siglo XX, el mundo vivió tiempos convulsos y de inestabilidad, marcados por profundos cambios: guerras mundiales; las guerras civiles, como la española; revoluciones, como la mexicana y la cubana; regímenes militares, como el chileno y el argentino; y luchas contra movimientos armados, como las FARC, el Frente Patriótico Manuel Rodríguez y Sendero Luminoso.

Cercanos al inicio del siglo XXI parecía que las amenazas habían acabado. Se decía que la historia había llegado a su fin. En esos términos, Francis Fukuyama asumía que la consolidación de la democracia liberal traería consigo estabilidad y paz duradera, pero esta visión resultó ser demasiado optimista y, como el tiempo comprobó, lejana a la realidad. 

Al centrarse en el triunfo ideológico sobre los totalitarismos, se descuidaron amenazas emergentes que ya no provenían necesariamente de otros Estados, sino de actores irregulares con poder cada vez mayor. En ese vacío de atención y vigilancia, la delincuencia se consolidó, adquirió mayor sofisticación y se diversificó. De este modo, el crimen organizado transnacional encontró condiciones favorables para su reproducción, aprovechando instituciones débiles y gobiernos corrompibles, especialmente en América Latina.

Si bien en la región, desde finales del siglo XX, ya existían manifestaciones de aquello, como el caso de los carteles de Guadalajara y Tijuana en México y los de Medellín y Cali en Colombia, estos eran perseguidos principalmente por agencias norteamericanas, y no constituían una prioridad para los gobiernos nacionales, quienes focalizaban sus esfuerzos en recuperar económicamente a una región empobrecida tras las políticas económicas cepalianas implementadas en los setenta.

A mayor abundamiento, dada la consolidación de las propias transiciones políticas y democráticas, los países latinoamericanos concentraron sus esfuerzos «puertas adentro», más que en las incipientes amenazas que, en ese entonces, muchas veces eran indetectables por sus órganos de seguridad. 

Pero tras la caída de la cortina de hierro y una vez diluida la Unión Soviética, con el comienzo del proceso de globalización, las organizaciones criminales comenzaron una notoria expansión nutriéndose de la creciente internacionalización, lo que si bien levantó alertas en algunos países, no fueron percibidas como una prioridad por muchos de estos.

Así, en la actualidad, las organizaciones criminales no solo han aumentado en cantidad y complejizado sus estructuras y sus operaciones, sino que también han sabido adaptarse a las distintas realidades en la región. Paulatinamente, estas han sido capaces de adoptar diversas formas y apariencias, lo que les ha permitido ampliar su negocio más allá de las fronteras donde se formaron. 

«Cercanos al inicio del siglo XXI parecía que las amenazas habían acabado, que la historia había llegado a su fin»

Actualmente existen más de doscientas definiciones de crimen organizado; sin embargo, entre los múltiples intentos por determinar su alcance se ha llegado a un consenso sobre ciertas características que este ostenta para calificar dentro de este grupo. Entre estas características se encuentran: (i) grupo compuesto por tres o más personas, (ii) con cierta permanencia en el tiempo, (iii) con potencial transnacional, (iv) cuyo objetivo es el beneficio económico a través de mercados ilegales.

Entonces es posible advertir que la principal amenaza para la humanidad, la misma que dio origen al Estado, sigue plenamente vigente: la violencia. A su vez, el miedo y la coacción continúan representando el riesgo más inmediato y persistente para nuestra sociedad. Esta situación se agrava al considerar que el crimen organizado tiene manifestaciones cada vez más violentas, sofisticadas, diversas, dinámicas, e influyentes.

«Ya no se trata solo de un problema de seguridad, sino que afecta a nuestra democracia y a nuestra libertad»

A diferencia de tiempos pasados, ya no se trata solo de un problema de seguridad, sino de un problema que afecta a nuestra democracia, y especialmente a nuestra libertad, lo que finalmente termina por socavar la dignidad humana y las manifestaciones del libre albedrío. La criminalidad destruye las bases de la institucionalidad, el desarrollo humano y el tejido social. 

Impactos de la inseguridad en la sociedad

Los efectos de la inseguridad se reflejan en diversas áreas que afectan directamente a la calidad de vida de las personas. El más notorio es en la percepción de inseguridad que acecha a gran parte de la población de América Latina. De acuerdo con el Latinobarómetro1, la percepción de miedo de ser asaltado «todo el tiempo o casi todo el tiempo» alcanzó un 62% en 2024. Esto no es una sorpresa cuando vemos que el crimen organizado transnacional se ha convertido en la principal amenaza para la democracia en América Latina y el Caribe. 

Esta región, cuya población representa tan solo el 8% de la comunidad mundial, registra un tercio de los homicidios, con una tasa de 18 por cada 100.000 habitantes, en comparación con una de 5,6 en el promedio global2. La mitad de esas muertes fueron en incidentes relacionados con el crimen organizado.

Según el último informe de Iniciativa Global contra el Crimen Organizado Transnacional (GI-TOC, por sus siglas en inglés), publicado el año 2023, América Central obtuvo 6,28 puntos en criminalidad (0,12 puntos más que en 2021) y América del Sur obtuvo 5,94 puntos (0,43 puntos más que en 2021)3. Ambos se encuentran sobre el promedio mundial de 5,03 puntos.

Según la aludida ONG, una característica clave del crimen organizado son sus vínculos con el Estado, habilitados por la corrupción. Dondequiera que exista el crimen organizado, buscará protección contra la interferencia del sistema de justicia penal. A mayor abundamiento, los grupos organizados gastan grandes sumas para obtener influencia política a nivel de gobierno local y nacional. Que el propio Estado sea el actor criminal en algunos contextos es una de las razones por las que ha sido difícil contrarrestar el crimen organizado de manera efectiva. Así, nos enfrentamos a un problema político. 

«América Latina y el Caribe, cuya población representa el 8% de la comunidad mundial, registra un tercio de los homicidios»

La corrupción, propia de la presencia de las organizaciones criminales, es una de las formas más efectivas de deteriorar la institucionalidad. De acuerdo con el Índice de Percepción de la Corrupción de Transparency International del año 2024, cuya medición contempla puntajes desde el 0 al 100, equivaliendo 0 a un país muy corrupto y 100 a un país «limpio», Venezuela contaba con un puntaje de 10; Nicaragua, 14; Haití, 16; Paraguay, 24; México, 26; Bolivia, 28; Argentina, 37; y Chile, 63. Por su parte, países europeos como Alemania contaban con un puntaje de 75; Noruega y Luxemburgo, 81; Finlandia, 88; y Dinamarca, 90, ocupando así la primera posición a nivel mundial4.

La corrupción tiene severas repercusiones. Primero, en la confianza que tienen los ciudadanos hacia su gobierno. De acuerdo con Latinobarómetro, en América Latina, los encuestados de todos los países –a excepción de El Salvador– que declaran tener ninguna o poca confianza en el gobierno, equivalen entre un 50% y un 80%, respectivamente. Asimismo, la confianza interpersonal se ha ido deteriorando, llegando a un 15% en el año 2024 en la región. Esta desconfianza va provocando poco a poco un desgarro del tejido social, debilitando así la vida en comunidad y destruyendo los cimientos de la sociedad civil.

El problema expuesto se profundiza cuando las redes criminales reemplazan al Estado, y los comerciantes que requieren seguridad para sus negocios comienzan a pactar con asociaciones criminales; o la madre que necesita operar a su hijo en un sistema de salud colapsado busca al narcotraficante para asistir a una clínica privada. Adicionalmente, las personas, en la mayoría de los casos, dejan de actuar de acuerdo con su voluntad y comienzan a hacerlo impulsados por miedo, como ocurre en el caso de la amenaza o la extorsión. 

Esta lógica de comportamiento basada en el miedo genera una sociedad cautiva, en la que las decisiones personales ya no responden a la ley o a valores compartidos, sino a la necesidad de sobrevivir en un entorno lleno de riesgos. Según Latinobarómetro, en Latinoamérica, casi la mitad de los encuestados señala que el tipo de violencia más frecuente en el lugar donde vive es la violencia callejera. A su vez, una proporción similar cree que su respectivo país está perdiendo la batalla contra el narcotráfico y el crimen organizado, y casi un tercio cree que esta lucha está perdida. 

Dichas percepciones, eventualmente, generan un cambio conductual en las personas. La percepción de riesgo provoca que las personas adopten conductas o modifiquen hábitos tradicionales para no enfrentar peligros; lo que abarca desde adquirir elementos de defensa personal, modificar horarios de desplazamiento, evitar salidas nocturnas, equipar sus hogares con elementos de seguridad, hasta allanarse a pagar sumas de dinero a los criminales para ser objeto de protección frente a otros delincuentes. Así, el miedo se convierte en un sustituto de la autoridad institucionalizada a través de la Constitución y las leyes.

Por otra parte, la criminalidad trae consigo consecuencias negativas para el desarrollo. De acuerdo con el Banco Interamericano de Desarrollo, los costos directos del crimen y la violencia en América Latina llegan a un promedio de 3,44 puntos del producto interno bruto de los países que lo componen5. Esto, sumado a los costos indirectos en la economía, tales como la caída en la predisposición a invertir o expandir las empresas, el comercio ilícito, el empleo informal y las distorsiones del mercado que provoca el dinero ilegal, generan un impacto directo sobre  la productividad y desarrollo de los países.

Cuando la institucionalidad, la cohesión social y la economía se ven afectadas, se constata mayor inestabilidad política, las normas dejan de tener sentido para los ciudadanos, las instituciones funcionan parcial o defectuosamente y, en consecuencia, la confianza en la democracia también decrece. 

Así, los ciudadanos comienzan a buscar alternativas para salvaguardar su bienestar. De acuerdo con una encuesta de la Universidad Diego Portales y Feedback en Chile, frente a la pregunta «¿Quién lo haría mejor para enfrentar la delincuencia?», un 52,8% de las personas eligió un gobierno autoritario por sobre el 34,7% que seleccionó un gobierno democrático6.

«Los grupos organizados gastan grandes sumas para obtener influencia política a nivel de gobierno local y nacional»

Más preocupante aún es la disposición de la población a ceder un mayor grado de soberanía al Estado, pese a que este ha demostrado una persistente incapacidad para ofrecer soluciones eficaces a los problemas que, por su propia naturaleza, está llamado a resolver. Según la encuesta Chile Nos Habla, elaborada por la Universidad San Sebastián de Chile en octubre de 2024, frente a la pregunta «¿Estaría Ud. dispuesto a limitar su libertad a cambio de mayor seguridad?», la mitad de los encuestados respondió que sí7.

Esta situación no solo impacta profundamente en la calidad de vida de las personas, sino que además se transforma en un terreno fértil para la expansión del populismo punitivo e ideas creativas que pueden atentar aún más contra nuestra democracia y/o libertad.

«En Latinoamérica, casi la mitad de los encuestados señala que el tipo de violencia más frecuente en el lugar donde vive es la violencia callejera»

Propuestas

En este contexto, resulta crucial advertir que la evidencia es clara y contundente al demostrar qué medidas funcionan y cuáles no en materia de seguridad. Por ende, los populismos en lugar de aportar en esta tarea en el largo plazo, pueden profundizar el problema al enfocarlo exclusivamente desde una mirada política y electoral. Así, la literatura y la experiencia nos enseña que para construir sociedades más seguras los esfuerzos deben apuntar, en primera instancia, a la prevención. Está comprobado que es la opción con mejor coste-beneficio en el largo plazo, especialmente si esta se focaliza en quienes poseen o están expuestos a mayor cantidad de factores de riesgo (prevención secundaria) o en quienes ya han tenido contacto con la justicia (prevención terciaria).

Existen varios programas basados en evidencia que apuntan a la prevención en diferentes niveles. Entre ellos se encuentran el Communities that Care (Comunidades que se Preocupan), cuyo objetivo es reducir conductas problemáticas en niños, niñas y adolescentes como manera de evitar delitos en el futuro; la terapia multisistémica, dirigido a jóvenes entre 12 y 17 años con alto riesgo delictual mediante una intervención integral al entorno global del adolescente; o el Operation Ceasefire, cuyo objetivo es reducir homicidios con armas de fuego entre jóvenes afiliados a pandillas, para lo que utiliza como estrategia de intervención la disuasión focalizada, lo que requiere de un esfuerzo de colaboración entre las policías, líderes comunitarios y organizaciones sociales.

Sin embargo, para abordar la crisis actual en la región, se deben pensar en propuestas concretas y cuyos resultados tengan impacto directo en el corto plazo, pero que sean sostenibles en el tiempo.  Una de las políticas más exitosas en ese sentido ha sido el diseño de una arquitectura de seguridad nacional, entendida como una estructura institucional permanente encargada de recopilar información de diversos agentes de la administración pública y que tenga capacidad de procesamiento y análisis. En esta dinámica deben interactuar esencialmente organismos políticos, policiales, fuerzas armadas y servicios de inteligencia. 

Para que la arquitectura de seguridad tenga capacidad operativa real, es necesario que cuente con recursos técnicos, económicos, logísticos y de infraestructura adecuados. Resulta fundamental que su personal sea capacitado en inteligencia, contrainteligencia y otras materias atingentes.  No basta, sin embargo, con disponer de capacidades individuales. Debe existir un esfuerzo sostenido de coordinación entre los distintos órganos que la integran, de modo que operen de manera conjunta, coherente y sistemática.  En otras palabras, una vez procesada la información, esta estructura debe ser capaz de advertir, anticipar y detectar la presencia de amenazas que pongan en riesgo el orden público y la seguridad nacional. Lo anterior permite asesorar adecuadamente a las autoridades políticas encargadas de seguridad, potenciando así la toma de decisiones basadas en evidencia y con criterios técnicos. 

Un ejemplo concreto de esta política pública basada en evidencia es el Centro de Inteligencia contra el Terrorismo y el Crimen Organizado (CITCO) de España, el cual opera como un nodo de inteligencia que recibe, procesa y distribuye a agentes tomadores de decisiones –nivel político y operativo–, lo que permite advertir amenazas, articular respuestas con diversos agentes y, así, neutralizar dichos peligros. El CITCO, además, se relaciona activamente con organizaciones europeas e internacionales, como la Europol, demostrando así la forma en la que los Estados pueden coordinar esfuerzos para gestionar las amenazas externas, como es el caso de organizaciones criminales transnacionales. La capacidad de generar inteligencia resulta crucial para advertir y neutralizar amenazas, por lo que no puede observarse de manera aislada. 

Otra área fundamental que abordar si se quiere hacer frente a la criminalidad organizada es los sistemas penitenciarios. En América Latina, las cárceles no han logrado cumplir con los objetivos para los cuales fueron creadas: incapacitación, es decir, restringir la libertad física de una persona para evitar la comisión de nuevos delitos; disuasión, que significa la capacidad que tiene el castigo de ir a la cárcel de desincentivar a las personas de cometer un delito; rehabilitación, mediante la modificación de conductas antisociales a través del tratamiento de sus causas; y reinserción, con el objetivo que la persona, una vez cumplida su condena y, tras su egreso del sistema penitenciario, pueda reintegrarse en la sociedad.

Para cerrar el círculo del delito y la violencia, se requieren sistemas penitenciarios robustos, capaces de anular la capacidad operativa e influencia de los delincuentes una vez que sean condenados por las instituciones correspondientes, y con funcionarios con la formación y herramientas necesarias para apoyar en los procesos de reinserción y rehabilitación. Así, existen ciertas variables indispensables que considerar en la infraestructura de los recintos, en la institucionalidad de quien está a cargo del sistema y en las áreas de la reinserción y rehabilitación para que las cárceles sean realmente lugares que aporten a la seguridad de los países. 

En ese contexto, es fundamental considerar una adecuada segmentación, la cual no solo debe focalizarse de acuerdo con el compromiso delictual, entre reos de menor o mayor peligrosidad, sino que también conforme a evaluaciones que permitan advertir sus posibilidades de reinserción social o de rehabilitación. La segmentación bien ejecutada disminuye el riesgo de contagio criminógeno, propicia la reinserción y permite incapacitar a los líderes criminales de continuar con sus operaciones dentro de las cárceles.

Igualmente juega un rol fundamental el uso de tecnologías asociadas; es decir, herramientas digitales operativas que permitan fortalecer la seguridad física, mejorar la eficacia de los procedimientos internos y optimizar la gestión institucional. El uso de tecnología no solo contribuye al proceso de segmentación, sino que también debe considerarse como un mecanismo que permite anticiparse a situaciones de riesgo y de ese modo mantener el debido resguardo y la integridad, tanto de la población penitenciaria como del propio personal. 

Por último, la consolidación de mecanismos de control, internos y externos, orientados a prevenir actos de corrupción puede tener un impacto sustancial. Debemos tener presente que las bandas criminales se nutren de instituciones estatales débiles. Es en esa brecha donde puede iniciar el contrabando, las extorsiones, el contacto con el exterior, entre otras acciones que terminan por causar muchos de los problemas que hoy se observan en las cárceles de la región.  Sin embargo, en América Latina, los avances en esta dirección han sido insuficientes. La región atraviesa una profunda crisis de seguridad, por lo que se vuelve urgente adoptar medidas concretas y bien pensadas para combatir eficazmente al crimen organizado, considerando que hoy está en riesgo la subsistencia de la democracia y de sus instituciones. 

«Para que la arquitectura de seguridad tenga capacidad operativa real, es necesario que cuente con recursos»

No basta con alzar líderes carismáticos que prometan soluciones mágicas, las que cuentan con poco desarrollo técnico o están basadas en suposiciones. Muchas de las medidas propuestas, en su argumentación, adolecen de la falacia de causa falsa: «si aumentamos las penas para los delitos, estos decaerán en cantidad»; «si ponemos mano dura, lograremos combatir la delincuencia». 

Está en juego la dignidad humana. Se trata de proteger la libertad de las personas, permitiéndoles vivir de forma pacífica y desarrollar su máximo potencial, ejecutando así sus propios proyectos de vida, de acuerdo con sus creencias y convicciones, no mediante la coacción de grupos criminales. De eso trata la libertad. De eso trata vivir en un Estado democrático de derecho, el cual, hoy más que nunca, debemos defender y cuidar.  

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