Por el honor de Íñigo Montoya, aquí se defiende el legado de Rob Reiner
«Cuando releo el repugnante mensaje de Donald Trump, me hierve la sangre como a Íñigo Montoya»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Lo que nos deja Rob Reiner es un legado de amor a un cine que ya no existe, un cine en el que, incluso cuando lo más personal, doloroso y hasta cómico aparecía en la pantalla, quedaba claro que no solo importaba la historia, importaba la verdad. No la verdad de las ideologías o las agendas políticas que van emponzoñando poco a poco nuestras vidas desde hace un tiempo, sino la cruda verdad que habita en los seres humanos, con sus luchas, sus pasiones, y sus imperfecciones.
En Cuenta conmigo logró una proeza; que Stephen King, poco dado a las demostraciones emocionales, le abrazara al salir del pase privado en la sala de un hotel, devastado tras reconocerse en aquellos muchachos que jugaban en las vías del tren. Más que un relato sobre la adolescencia, se mantiene como una oda a la amistad, a los momentos que te marcan para siempre, mostrando la frontera invisible que atraviesas cuando, de golpe, te enfrentas a la vida. Nadie puede ver esa película sin sentir el peso de la ausencia. Es imposible. Y en ese ejercicio de nostalgia y tragedia no hay lugar para el azúcar: crecer es vivir, pero también perderse.
El escritor, que se había atrevido en abrirse en canal en su único relato autobiográfico, se lo agradeció años después al darle los derechos para adaptar una de sus novelas de más éxito: Misery. En realidad, el favor se lo hizo el director al exprimir las majestuosas interpretaciones de James Caan y, sobre todo, de Kathy Bates, en una cinta que no solo era un ejercicio de tensión psicológica, sino una reflexión despiadada sobre la obsesión, el control y la manipulación.
Pero en medio de la angustia, siempre aparecía la humanidad, esa vulnerabilidad que Reiner sabía mostrar con destreza. En lugar de seguir las convenciones del cine de terror, su mirada era un examen a todo lo que nos hace a los seres humanos entrar en pánico, obsesionarnos, ceder. Los personajes, tan rotos como completos, mantenían en todo momento su dignidad, algo tan raro hoy en día como honesto por su parte.
Incluso en sus obras más ligeras jugó con las grietas que se abren en cualquier relación. Y lo hacía de manera feroz. Para la posteridad queda el orgasmo fingido más famoso de la historia del cine, resultado de su talento para hacer brillar el de los demás: la idea fue de la guionista, Nora Ephron, pero solo planteaba el tema de que los hombres no distinguen los orgasmos; fue la actriz Meg Ryan quien insistió en recrear uno en pantalla, y Billy Crystal escribió la frase que servía como remate final: «Quiero tomar lo mismo que ella», pronunciada por una clienta solitaria interpretada por la madre de Rob Reiner.
La película definió el cine romántico para generaciones y el famoso gag es una broma, pero también un recordatorio de que las relaciones no son perfectas, siempre podemos encontrar alguna mentira. En su cine siempre había espacio para la imperfección, para la verdad incómoda. Quizás porque él mismo, como persona, vivió y conoció la oscuridad, la lucha contra la depresión, la soledad, las crisis personales. De hecho, el final que conocemos de Cuando Harry encontró a Sally no era el original, amargo y triste: lo cambió porque conoció y se enamoró durante el rodaje de quien sería su mujer hasta el fin de sus días.
Pero si hay un título que se nos viene irremediablemente a la cabeza es La princesa prometida, un delicioso cuento de amor y aventuras, de conquistas y duelos de espada, una película tan sencilla como mágica y encantadora. En ella destaca uno de los personajes más icónicos del cine, uno que además pronuncia, a modo de presentación, un breve pero inolvidable monólogo: «Hola, me llamo Íñigo Montoya. Tú mataste a mi padre. Prepárate a morir». Ese caballero español era todo un símbolo, pues llevaba el peso del honor de la palabra dada, el sentido de la justicia y la lucha por lo verdaderamente importante. Y sí, este homenaje va más allá de la nostalgia. Es un grito de indignación.
La que me despertó saber de su violenta muerte a manos de su hijo. Asesinado a cuchillazos junto a su esposa. Un horror.
La misma que ha brotado en todo Hollywood, en todo el mundo, al leer el mensaje con el que el presidente de los Estados Unidos ha mostrado su falta de humanidad (al tiempo que da signos de un narcisismo patológico moralmente incompatible con el cargo que ocupa) al burlarse y justificar el crimen. La insinuación de que un ciudadano merece la muerte por atreverse a ejercer su derecho a criticar la política de su administración es un paso hacia un abismo que hasta los republicanos han criticado duramente. El actor James Woods, una de las voces más conservadoras de las redes sociales norteamericanas, ha mostrado su espanto, saliendo a defender la memoria de alguien que, situado en el polo opuesto de su ideología, siempre respetó como persona, como patriota y, sobre todo, como amigo.
Reiner no era un tipo que se guardara las opiniones ni las ideas. Nacido en el seno de una familia judía de artistas de éxito, creció en un entorno privilegiado que no le impidió ver la vida era mucho más que dinero y fama. El arte era una herramienta de transformación, no solo un negocio. Y que los artistas pueden usar su voz para apoyar toda causa que consideren justa. Están en su derecho. Ese es el gran milagro de la libertad.
Y cuando releo el repugnante mensaje de Donald Trump, me hierve la sangre como a Íñigo Montoya.
