¿Por qué España es un país sin niños?
Nuestro país se encuentra inmerso en una trampa de baja fecundidad, inhibida por múltiples factores económicos, culturales, sociales e institucionales. El promedio de hijos por mujer ha pasado de 2,8 en 1975 a 1,2 en la actualidad
La baja fecundidad es uno de los correlatos de la transición demográfica, el gran cambio en el sistema de regulación del tamaño de la población de las sociedades modernas, que redujeron la natalidad en respuesta al control cada vez mayor que iban ejerciendo sobre la mortalidad. Los nacimientos comenzaron a disminuir porque, entre otras cosas, se morían menos niños. La transición se inició en los países desarrollados para difundirse después a escala planetaria. Su desenlace esperado era una fecundidad en torno a los dos hijos por mujer, aproximadamente el nivel del reemplazo generacional. Los pronósticos se cumplieron y hoy en día en ningún continente, a excepción de África, tienen las mujeres más de dos hijos en promedio. La baja fecundidad se ha convertido en un fenómeno global. Sin embargo, en las sociedades postransicionales el cambio demográfico no se detuvo, y en los países de altos ingresos la fecundidad ha terminado cayendo por debajo de los dos hijos por mujer. Algunos de estos países —en el sur y este de Europa y también en Asia oriental— han ingresado en un nuevo régimen de gran atonía reproductiva al que se denomina de fecundidad muy baja o ultrabaja. España es uno de los ejemplos más paradigmáticos de esta nueva realidad.
Estos nuevos regímenes demográficos incluyen tasas de fecundidad coyuntural muy reducidas (por debajo de los 1,3 hijos por mujer), altas edades en la maternidad (por encima de los 30 años), proporciones considerables de mujeres y hombres (alrededor de una cuarta parte o más) que agotan sus vidas reproductivas sin haber tenido hijos, y una visible distancia entre el número de niños que se declara querer tener y el que realmente se tiene.
En 1975 España tenía uno de los niveles de fecundidad más altos de toda Europa, con una tasa de fecundidad de 2,8 hijos por mujer. Desde 1976 hasta 1998 la fecundidad disminuyó de forma continua: en 1981 la tasa se situó por debajo de los 2,1 hijos por mujer, el valor por debajo del cual no se asegura el reemplazo generacional; en 1993 cayó por debajo de los 1,3 hijos por mujer, el umbral de la fecundidad ultrabaja; en 1998 la tasa alcanzó el mínimo histórico de 1,13, nunca antes registrado. Es cierto que entre 1999 y 2008 la fecundidad se recuperó (hasta 1,4 hijos por mujer), pero se debió en gran medida a la contribución de las mujeres inmigrantes que tenían más hijos que las nativas, un efecto que no dura porque las inmigrantes alinean pronto su fecundidad con la de la población autóctona. Entre 2008 y 2019, la fecundidad volvió a caer hasta los 1,23 hijos: prácticamente toda la ganancia del decenio previo se evaporó con esa nueva caída que se produjo durante la Gran Recesión.
El fenómeno de la baja fecundidad en España tiene lugar en el contexto de una transformación radical de la vida familiar que incluye el bloqueo de los procesos de emancipación y la prolongación de la dependencia doméstica de los jóvenes; la caída de las tasas de nupcialidad y el retraso de la edad del matrimonio; el crecimiento de las uniones de hecho y el aumento de la inestabilidad de las parejas y el correspondiente aumento de separaciones y divorcios. Por solo ilustrar estos procesos con datos de su incidencia en el retraso del calendario reproductivo, digamos que en los últimos 40 años la edad media a la maternidad subió en España más de cuatro años, desde los 28,2 años a los 32,3. En 2020, la edad media a la que las mujeres tuvieron su primer hijo fue a los 31,2 años. Nótese que las mujeres que tienen su primer hijo a esa edad inician la reproducción habiendo desaprovechado la mitad de sus vidas potencialmente fértiles, con el riesgo de que el aplazamiento de las decisiones reproductivas, si se perpetúa, exija recurrir a técnicas de reproducción asistida y pueda terminar convirtiéndose en infecundidad.
Otra característica definitoria de los regímenes de muy baja fecundidad es que en ellos no se satisfacen las preferencias reproductivas de la gente. Según datos de la Encuesta de Fecundidad (2018), las mujeres españolas de edades reproductivas desearían tener un promedio de 1,96 hijos, un número muy alejado del que se puede esperar que lleguen a tener dadas las tasas actuales observadas. Que casi cuatro de cada diez mujeres de entre 45 y 55 años sin descendencia declaren que hubieran preferido tener uno o varios hijos da cuenta del actual grado de frustración de las aspiraciones reproductivas en España.
La situación se resume bien diciendo que a lo largo de las últimas tres décadas nuestro país se ha instalado en un régimen de fecundidad muy baja o ultrabaja persistente. De los últimos 30 años, sólo en cinco ha superado la fecundidad coyuntural el umbral de los 1,3 hijos por mujer. Al decir de los expertos, la muy baja fecundidad es una característica estructural de nuestro régimen demográfico, es decir, una regularidad ampliamente difundida, más o menos homogéneamente distribuida y tenazmente mantenida. Si el fenómeno de la fecundidad ultrabaja se mira desde el ángulo de las generaciones, cuyas medidas reproductivas son mucho más estables que los indicadores coyunturales, se aprecia que todas las cohortes de mujeres en España desde las nacidas en 1935, sin excepción, han tenido al terminar su vida fértil una descendencia final inferior a la de las cohortes precedentes.
Por qué deberíamos preocuparnos
Así las cosas, cabe preguntarse hasta qué punto es nociva la baja fecundidad y por qué deberíamos preocuparnos por el déficit de natalidad en España. Entre las principales consecuencias de la baja fecundidad se cuentan la eventual disminución del tamaño de la población en ausencia de flujos migratorios compensadores; el inevitable envejecimiento demográfico; el verosímil déficit de bienestar producido por la frustración de las aspiraciones reproductivas, y la posible falta de equidad entre las parejas y familias con y sin hijos dada la asimetría de sus respectivas contribuciones al futuro sostenimiento de las instituciones del bienestar. La pérdida de población puede provocar escasez de mano de obra y hace asomar la amenaza del estancamiento económico; la aceleración del envejecimiento puede requerir dolorosos ajustes en los mercados de trabajo y en los sistemas de la seguridad social, la salud pública y los cuidados a dependientes.
Otras implicaciones de la baja fecundidad que podrían considerarse negativas dado el papel de la familia en nuestro sistema de bienestar, son el crecimiento de la fracción de personas sin hijos, la proliferación de hijos únicos y la consiguiente reducción del tamaño de las redes de parentesco. Motivaciones ideológicas y religiosas aparte, muchas de estas repercusiones son lesivas para la utilidad pública e indeseables para el bienestar de los individuos. Por tanto, surgen dos nuevas preguntas. Primera: ¿a qué se debe la fecundidad ultrabaja en un país como España? Y segunda: ¿qué se podría hacer para aumentar la fecundidad?
Las teorías de la demanda de hijos han dominado las explicaciones de la caída histórica de la fecundidad asociada a la modernización demográfica. En su formulación más básica, estas teorías sostienen que los padres pasaron a tener pocos niños porque percibieron que tener muchos tenía desventajas para ellos. Las familias numerosas se consideraron una rémora para conseguir otros objetivos vitales. Tener muchos hijos es inconveniente cuando los costes en tiempo y dinero de la crianza son altos y los padres tienen que elegir entre cantidad y calidad de los niños, cuando se disparan los costes de oportunidad de la maternidad para unas mujeres cada vez más educadas y con cada vez mejores perspectivas de carrera profesional, o cuando se intensifican los flujos de bienes y servicios de padres a hijos y paralelamente disminuyen las trasferencias de hijos a padres. Por si todo eso no bastara, poderosos factores ideacionales (individualismo, hedonismo, secularismo) han contribuido también a perfilar las desventajas no necesariamente o no sólo económicas de la reproducción y a restarle interés como proyecto vital.
Claves de la fecundidad ultrabaja
Dado este marco teórico, varios son los inhibidores de la fecundidad que la literatura experta cita repetidamente como responsables de la muy baja fecundidad en las sociedades contemporáneas. ¿Cuáles son las claves de la fecundidad ultrabaja? Primero, la incertidumbre económica que acompaña al comienzo de las carreras profesionales de los jóvenes adultos y que en buena medida viene dada por ciertas características del mercado laboral como las altas tasas de desempleo y la inestabilidad de los primeros trabajos o las jornadas a tiempo parcial no deseadas. Segundo, los conflictos entre vida familiar y carrera profesional que experimentan las mujeres en mercados laborales con una gran presencia femenina y donde las rígidas exigencias ideadas para las cada vez más escasas familias basadas en un único proveedor masculino están mal adaptadas a las nuevas familias de dos proveedores. Tercero, las desigualdades en el reparto de las tareas domésticas entre hombres y mujeres que tienden a persistir incluso cuando ambos desempeñan un trabajo remunerado fuera del hogar. Cuarto, los precios exorbitantes de la vivienda, sobre todo en mercados como el español en los que predomina la propiedad y la oferta de alquiler es escasa y cara.
Todos estos factores merman las posibilidades de que los jóvenes se emancipen de sus padres, desalientan la formación de nuevas parejas, bloquean la decisión de tener el primer hijo y activan el riesgo de posponer, a veces indefinidamente, la reproducción. Los inhibidores de la fecundidad operan, además, en un contexto cultural en que se ha extendido la convicción, sobre todo entre determinados grupos sociales, de que la atención parental intensiva es crucial para el desarrollo de los hijos, lo que aumenta decisivamente los costes financieros y temporales de criar niños; y se inscriben en un contexto institucional en el que las políticas públicas de apoyo a la familia no destacan por su generosidad: el gasto público en prestaciones familiares es muy escaso en España en comparación con el de otros países europeos.
¿Se puede hacer algo para salir de la trampa de la baja fecundidad? Las políticas públicas ofrecen palancas limitadas y sus resultados son a menudo pobres. El origen de la dificultad está en la compleja multiplicidad de factores que hay detrás de la muy baja fecundidad. En términos generales, articular un paquete de medidas capaz de transformar, de manera simultánea y coherente, el mercado laboral, el mercado de la vivienda, la cultura del trabajo en las empresas, el sistema fiscal, las instituciones educativas y la provisión de cuidados infantiles, y las normas que regulan la distribución de las tareas domésticas parece una tarea titánica.
El panorama de las políticas orientadas específica y explícitamente a promover la natalidad tampoco resulta alentador. Estas políticas suelen carecer de objetivos definidos, pues no aclaran si tratan de aumentar el número de nacimientos, la tasa coyuntural de fecundidad o la descendencia final de las madres. Otras veces tienen destinatarios imprecisos y no se sabe bien si van dirigidas a madres primerizas o persiguen estimular la transición a las paridades altas. En muchas ocasiones sólo tienen efectos a corto plazo —anticipan el tempo de la reproducción o acortan los intervalos entre nacimientos—, pero no cambian la fecundidad completa de las generaciones. Es fácil, además, que entren en colisión con otras políticas diseñadas con propósitos diferentes. Cabe la posibilidad, también, de que tengan efectos heterogéneos en distintas subpoblaciones y que sólo movilicen a los segmentos que ya de por sí tienen muchos hijos. Es frecuente, por último, que estas políticas sean efímeras, discontinuas o impredecibles, es decir, que no ofrezcan un marco regulatorio estable y seguro en el que poder hacer planes reproductivos con mínimas garantías de cumplir los objetivos programados.
Para colmo de males, como la vida reproductiva de las mujeres dura alrededor de 30 años, lo que de verdad importa, el efecto a largo plazo de estas políticas, es enormemente difícil de evaluar. Las evaluaciones a corto plazo tienden a descartar, por su esterilidad y sus efectos fugaces, las prestaciones monetarias directas por nacimiento. El cheque bebé implantado en España a finales de 2007 indujo un ligero aumento de los nacimientos (crecieron las concepciones y se produjeron menos abortos), pero durante su periodo de vigencia la tasa coyuntural de fecundidad cayó. La evidencia sobre el alcance de los permisos de maternidad y paternidad es ambigua dependiendo de su tipo y duración, así como de la cuantía de las compensaciones. Más efectividad han demostrado, al parecer, las medidas orientadas a mejorar la provisión pública de cuidados infantiles, incluyendo la escolarización temprana por debajo de los tres años. Sin embargo, la impresión más general es que la aplicación de políticas aisladas suele no dar resultado, mientras que la aprobación y puesta en práctica de paquetes de medidas coordinadas y congruentes es políticamente ardua y poco viable.
Además, el éxito de importar medidas que se han demostrado útiles en un país en modo alguno está garantizado. Cualquier medida que se disponga opera necesariamente en un contexto cultural e institucional que puede terminar menoscabando su eficacia y haciendo inútiles los esfuerzos aplicados. A este respecto, el caso extremo y más desalentador es el de Corea del Sur cuya fecundidad ultrabaja —en realidad, la menor fecundidad coyuntural registrada del mundo, por debajo de 1 hijo por mujer en edad fértil— se resiste tenazmente al ambicioso paquete de medidas de reforma familiar implantado para revertir la tendencia.
En suma, empujada a la baja por una maraña de factores de índole muy diversa, la fecundidad ha caído en España en una intrincada trampa de la que, a juzgar por lo sucedido en las últimas décadas, va a ser muy difícil escapar. Los muchos inhibidores de la fecundidad interaccionan entre sí para multiplicar sus efectos y no está claro de qué hilo conviene empezar a tirar para desenredar la madeja. Además, la fecundidad no es uno de los principales asuntos de nuestra agenda política. E, incluso si lo fuera, las medidas que se pudieran arbitrar no garantizarían, por diferentes razones, un camino fácil a la solución de los problemas. Mirando hacia el futuro, no se vislumbra un panorama halagüeño. Pese a todo ello, no debiésemos ignorar que la trampa de la fecundidad ultrabaja es indeseable desde el doble punto de vista de las frustradas preferencias reproductivas individuales y de la organización futura de nuestro sistema de bienestar.
*Miguel Requena es Catedrático de Sociología en la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED). Grupo de Estudios ‘Población y Sociedad’ (GEPS)