Genios en el Museo de la Erótica de Barcelona: el compromiso artístico de estar cachondo
El arte (y el erotismo) de Salvador Dalí y Pablo Picasso, entre otros artistas, se exhiben también en el Museo de la Erótica de Barcelona
Habría que ver cómo los años veinte trataban las calles del barrio gótico de Barcelona. Cómo todos esos amantes de la elevada cultura, eruditos de los advenimientos, comprometidos capitanes de la razón y la creatividad, se paseaban con los rabos inquietos bajo los pantalones al acecho de una fulana desprotegida de inhibiciones, o un lupanar de alta alcurnia ¡casa de las fantasías!, donde refugiar sus salchichas cabezonas del frío roce de los calzoncillos almidonados.
Ahí vemos a Picasso; juguetón; minotauro semi-calvo y poco agraciado, embolado con la testosterona de diez marineros babosos atracados en un oscuro rincón de Singapur. Digno, con un pincel siempre en su bolsillo roto para acariciarse la majestuosidad colgante con los pelos de la herramienta, afirma temerario haber practicado el amor con más de un centenar de mujeres. Nadie lo cuestiona. La genialidad es más atractiva que el dinero o la mirada de Rodolfo Valentino. Así le va, al marinerito de medio metro, copulando con la misma pasión que los asnos en plena faena que ya dibujaba a los 13 años. Picasso no maduró desde la lactancia, y sus labios soñaban con acunar los pezones recios de todas las costillas que pudiesen sostenerlos. No había discusión, como puede leerse en el Museo de la Erótica de Barcelona, bajo la sombra de un original del malagueño titulado Suite 347, para Picasso: «El arte y la sexualidad son la misma cosa».
¡Auuu! ¡Auuu! La bestia inseminadora dispuesta a dilatar todas las sonrisas verticales se abre paso por el Raval. Picasso pinta mujeres desnudas como si fuesen odaliscas fluyentes absorbiéndose unas a otras, y el MEB exhibe con orgullo las réplicas de esas fantasías sexuales. El artista expresa, con trazos agitados, díscolos, orondos, de locura-razonada, su innegable apetito por ponerse el neopreno y bucear en un mar de vulvas. Porque, cómo él dijo, «sólo hay Diosas y felpudos», y en sus dibujos se confunden; habiendo felpudos que son Diosas, y hasta Diosas sin felpudo. No sólo las sacrosantas Señoritas de Avignon, que de francesas tenían solo la cualidad de practicar con maestría el gentilicio, se insinúan en un striptease artístico en la sala del museo.
El Museo de la Erótica no se ha conformado con la premisa de la Carrà, para quien había que ir al sur si se quería hacer bien el amor, y ha invocado entre sus paredes la figura del ¡Salvador!
Un espacio que, por cierto, una figura de cartón piedra del propio Picasso comparte con otro grande de los pinceles. Además de batiburrillos colgados por las esquinas de inspiración grecorromana, civilización a la que el malagueño rinde pleitesía y adoración en sus bacanales parisinas, una figura altiva, dignificada por encima de sus posibilidades, que hace de lo ridículo una condición de genialidad y del absurdo un leitmotiv existencial, mira al pintor del Guernica por encima del hombro. ¡Nada menos que el bigote más famoso del mundo después de la tachuelita hitleriana! El Museo de la Erótica no se ha conformado con la premisa de la Carrà, para quien había que ir al sur si se quería hacer bien el amor, y ha invocado entre sus paredes la figura del ¡Salvador! De apellido Dalí, uno de los originales del catalán cuelga sobre la cabeza de su malograda estatua. Un grabado de Venus; diosa de la sensualidad; del amor; la base del erotismo, que para G. Bataille era la verdadera quintaesencia de la vida, armoniza con finos trazos el brutalismo coñicéntrico de Picasso situado en frente.
Dalí, quien seguro también deambuló, con ambos bastones regios y en mano, por los barrios rojos de la vieja Barcelona, se presenta en el MEB como un creador más discreto, dotado de un Eros excéntrico y hasta levemente puritano. Si Picasso deambulaba con la cornamenta de unicornio del vicio enferma de calor, Dalí más parece, al menos por las obras que decoran la estancia, de esos galanes de andar pausado que exigen una contorsionista china suspendida en el techo, girando sobre sí misma y apresando con sus fauces un falo joven. Resulta casi transparente la pulsión onanista y voyeur, de innegable ramalazo homosexual, de sus obras. Y, tal vez, por ser más aficionado a la contemplación que al ejercicio, conquista el espíritu la réplica expuesta de su Joven virgen autosodomizada por su propia castidad; un guiño a la fecundación espiritual y a la virginidad telúrica, donde el alma se mantiene provocativa en la no-conclusión de la perversión del cuerpo. Todo muy surrealista, muy catalán, en el mejor sentido, si es que existe.
Sin embargo, no son los únicos, estos protagonistas de los Ocho apellidos catalanes de los años veinte, quienes enriquecen con sus originales las paredes de este culto a la historia del vicio y el fornicio.
Tanto las bizarradas de una impecable conclusión técnica de Dalí, como los amotinados trazos de un Picasso preso, como casi siempre debió estar, de la lujuria más fecunda, inundan una de las trece salas del Museo de la Erótica de Barcelona. Sin embargo, no son los únicos, estos protagonistas de los Ocho apellidos catalanes de los años veinte, quienes enriquecen con sus originales las paredes de este culto a la historia del vicio y el fornicio. También Antoni Miró luce su particular ejemplo en platos de cerámica de la clase de pinturas a las que un adolescente dedica sus horas lectivas de álgebra. Como celebración a la libertina moral grecorromana, Miró expresa su admiración al goce sexual en una serie donde se representan penetraciones múltiples y hasta lo que parecen ser faunos quienes, ya habiendo fichado fuera del laberinto, se dedican a sus actividades predilectas. ¡Qué vajilla más morrocotuda!
Oradores, los tres artistas, de los discursos de la pasión, las salas de este curioso templo a la más esencial de las costumbres humanas y, seguramente, a la más manipulada, no se ciñen al territorio español. ¡Hasta John Lennon tiene, con su correspondiente Yoko Ono, embriagadora vaginapainter, su coqueto rincón! En él se ven bocetos originales del de Liverpool y hasta un video, originalmente pensado para uno de los discos en solitario del Beatle, en el que él y su mujer se hacen carantoñas enloquecedoras.
Según informan los sabios del museo, todo este material fue retirado en los setenta de la London Art Gallery, y las imágenes que debían acompañar la portada del disco fueron censuradas por la discográfica EMI. Bien por los gestores de este parque de atracciones barcelonés, quienes, gracias a dicha censura, pueden exhibir con orgullo estas viejas piezas. Por otro lado, inexplicablemente censuradas… Mirándolas todas, desde los bocetos, las fotos, hasta el video, uno diría que para Lennon y Ono el sexo con amor está exclusivamente limitado a una versión para todos los públicos de el misionero más baboso, siendo lo más indignante una instantánea del pene flácido del cantante y del culo plano, amojamado y absorbido, de la artista japonesa.
Una imagen que permite cuestionar esa fabulosa premisa de Jorge Wagensberg, según la cual, «las nalgas son probablemente la solución más elegante capaz de conectar una espalda con un par de piernas». En definitiva, nada que pueda ser tildado, como se dice ahora, de pornoficado chanelazo, ni tan siquiera digno de indignar a una purista del Opus. ¡Qué ricura! Un ensayo de la provocación, con la que Dalí decía que era la única forma eficaz de llamar la atención, convertido en el curioso divertimento de los paseantes, en su mayoría turistas, de las Ramblas de Barcelona.
Una serie de explicaciones sobre lo que es el Shunga japonés, las monedas para putas de la antigua Grecia, los primeros consoladores […] o, incluso, el uso de un dedito bien untado en aceite para domar los relinchos «histéricos» de la vagina en la época victoriana.
¡Ah!, pero el recorrido por el falocentrismo no termina aquí. Desde festivales del pene japoneses, muros de penes, el pene más grande del mundo, hasta el eterno pene mesiánico de Rasputín, ¡objeto de adivinación temprana del mismísimo Nostradamus que, sin conocerlo, ya sabía de su futura existencia!, pueblan los salones del museo. Lógicamente, no el pene en sí, guardado a buen recaudo en formol en San Petersburgo, sino una fotografía con una explicación adjunta. Porque eso es lo que nos espera en este delicado ejercicio de divulgación erótico-histórica, una extensa y, sin duda, muy ilustrativa serie de explicaciones sobre lo que es el Shunga japonés, las monedas para putas de la antigua Grecia, los primeros consoladores que, a pesar de parecer prototipos de planchas de pelo o rayos láser chungos, llegaron a ser más populares en las casas de los norteamericanos de los cincuenta que las tostadoras o, incluso, el uso de un dedito bien untado en aceite para domar los relinchos «histéricos» de la vagina en la época victoriana.
En definitiva, dejarse caer por el Museo de la Erótica de Barcelona supone un gustoso regalo para los sentidos y la libido que, una vez habiendo salido de la galería, se plantará frente a nuestras entrepiernas exigiéndonos, si no una práctica más eficaz de su satisfacción, al menos un poquito más de originalidad en las fantasías con las que parcheamos la incapacidad de saciarla con otro cuerpo.
Y, si no, siempre se puede tomar uno una copita en su delicado jardín zen, donde una vulva gigante nos recibe ansioso porque nos sentemos en él, al calor de las magnum opus eróticas, desde El origen del mundo de Courbet, hasta La maja de Goya, lejos, muy lejos, lo más lejos posible, de cualquier beata y vomitiva censura.