Eva Perón: el cadáver sin descanso
La mujer más importante de la política americana falleció hace 70 años. Pero, como los vampiros, tuvo una agitada vida después de muerta
Cuando se conoció la enfermedad irreversible de Eva Perón, la oposición hizo pintadas que decían «¡Viva el cáncer!». Es un récord para Argentina, el único país del mundo donde se han dado vivas a la enfermedad más letal. Pero es que odiaban mucho a Evita: no solo era la esposa del dictador Juan Domingo Perón, era en realidad el cerebro y el corazón del «peronismo», esa doctrina que 80 años después sigue determinando el destino de Argentina, y es modelo de todos los populismos americanos y de Podemos en España.
Si la oposición –las clases conservadoras, la Iglesia- la odiaba, sus partidarios, las masas desfavorecidas, los «cabecitas negras» o «descamisados», la amaban hasta el paroxismo. Cuando Evita falleció el 26 de Julio de 1952, su cadáver fue expuesto al homenaje popular en la capilla ardiente más larga de la Historia: 16 días estuvo el corpore insepulto en el Ministerio del Trabajo. Perón hizo venir de España a una autoridad mundial en conservación de cadáveres, el doctor Pedro Ara, que preparó el de Evita para su larga travesía hasta la sepultura, 24 años rodando de aquí para allá, un auténtico cadáver sin descanso.
Para empezar, después de los 16 días de capilla ardiente no lo llevaron a un camposanto, sino al cuartel general de los sindicatos peronistas, la CGT. Perón quería enterrarla en el Monumento al Descamisado, un proyecto faraónico que estaba en fase de diseño, pero en 1955, antes de que ni siquiera comenzasen las obras, hubo un golpe de estado, el general Aramburu tomó el poder y Perón tuvo que huir, refugiándose en España.
Perón se les había escapado, pero los militares argentinos la tenían a ella. Un comando del ejército dio un golpe de mano en el cuartel general de la CGT y secuestró a Evita. No digo al cadáver de Evita porque parecía que estuviese viva del miedo que le tenían. Los milicos mantenían a Evita de rehén, pero no sabían qué hacer con ella. Les quemaba en las manos pero ellos no se atrevían a quemar el cuerpo, temían que eso provocase un levantamiento popular incontrolable. Durante varios días Evita estuvo en un camión dando vueltas por Buenos Aires, sin decidirse a aparcar por temor a que los descamisados la descubriesen.
Por fin la escondieron en el desván de la casa de un oficial del ejército. Era mala compañía: una noche el oficial oyó ruidos, se asustó cogió su pistola y se lió a tiros con unas sombras que creyó descamisados en busca de su ídolo. En realidad era su esposa que había ido al baño, esa pobre mujer embarazada fue una de las víctimas del cadáver sin descanso de Evita.
Al final se hizo cargo de ella el espionaje militar, un oficial de inteligencia llamado De Moori Koenig la tenía en un armario de su despacho. Parece que el hombre no podía remediar hacer alarde del trofeo, y lo sacaba para enseñárselo a sus amigos; fue en esa etapa cuando la momia sufrió más desperfectos. En aquel armario estuvo dos años, pero el régimen militar seguía atemorizado por Evita. Entonces recurrió a la Iglesia.
Al fin y al cabo, la Iglesia había participado en el golpe militar, de modo que el destino de Evita le atañía directamente. La jerarquía argentina solicitó ayuda al Vaticano, y con ella montaron en Italia la operación para deshacerse del cadáver sin descanso. El gobierno militar creó un fantasma, María Maggi de Magistris, emigrante italiana fallecida en 1951, que había dispuesto en sus últimas voluntades ser enterradas en su patria natal. Con toda la documentación oficial en regla, un féretro con los restos de María Maggi voló a Italia y recibió sepultura en el Cementerio Maggiore de Milán en 1957. El cadáver había encontrado descanso, aunque fuera bajo falsa identidad. Pero no fue precisamente descanso eterno.
Una villa en Madrid
En 1971, el régimen militar que gobernaba Argentina decidió dar paso atrás y permitir la vuelta de la democracia. Eso significaba la vuelta de Perón al poder, pues no había dudas del triunfo del peronismo en unas elecciones libres. El acuerdo para un cambio de régimen pacífico exigía la «liberación» de Evita. Un coronel del ejército, Héctor Cabanillas, recibió la misión más extraña que se pueda encomendar a un militar. Viajó a Milán, sacó de su tumba la momia de Evita, la metió en un coche particular y viajó con ella a Madrid, donde residía Perón.
El 3 de septiembre de 1971, en la «Quinta 17 de Octubre» de la exclusiva urbanización de Puerta de Hierro, hizo entrega del cadáver otra vez sin descanso. La momia estaba muy deteriorada, y López Rega El Brujo, el siniestro personaje que oficiaba de Rasputín junto a Perón, gritaba histérico: «¡No es Evita!». Sin embargo Perón reconoció al amor de su vida, a la mujer que le había permitido hacerse con el poder total en Argentina durante unos años. «Sí es Evita», dijo Perón, y procedió a la extraña ceremonia de firmar un recibo por la entrega de un cadáver sin descanso.
Perón llamó al doctor Ara, que casi 20 años después volvió a trabajar sobre el cuerpo que había embalsamado en 1952, hasta conseguir darle un aspecto presentable. La pusieron sobre la mesa del comedor y entonces comenzaron una extrañas ceremonias de culto a la muerta. Por una parte, Perón se encerraba durante horas con ella, consumido por la melancolía. Pero cuando la dejaba sola le tocaba el turno a María Estela Martínez, alias «Isabelita», la entonces esposa de Perón. Junto a las dos mujeres, la viva y la muerta, que parecía seguir más viva que nadie, López Rega El Brujo montaba una patraña de hechicerías, para que el espíritu de Evita se encarnase en Isabelita.
En 1973, Perón regresó triunfante a la Argentina, fue investido presidente, nombró vicepresidente con derecho a sucesión a su mujer, Isabelita, y se murió. Podía haber dicho «después de mí el diluvio», porque su herencia fue el mayor desastre que ha padecido Argentina, que ya es decir. El país estaba en manos de una absoluta incompetente como Isabelita y de un canalla como El Brujo. ¿Y que había sido de Evita? Se había quedado sobre la mesa del comedor de la Quinta 17 de Octubre, pues a Perón no le dio tiempo a traerla, y el tándem Isabelita-Brujo, una vez en poder, se desinteresó de ella. Era hora de que interviniesen los Montoneros.
Los Montoneros eran la facción guerrillera e izquierdista del peronismo, en permanente y violenta guerra civil con el sector oficialista. La organización había aparecido en 1970 con un golpe espectacular; el secuestro, «juicio revolucionario» y ejecución, es decir, asesinato, del general Aramburu, el jefe del golpe que derribó a Perón y secuestró a Evita. En 1974 los Montoneros decidieron volver por su víctima más notoria y robaron del cementerio de La Recoleta el cadáver del general Aramburu. Para devolverlo exigieron que Evita volviese a Argentina, y Evita volvió.
Pero tampoco la enterraron. Isabelita y El Brujo la dejaron en una cripta del palacio presidencial, sin saber qué hacer con ella. Ahí estuvo otros dos años hasta que la desastrosa presidencia de Isabelita culminó como era de esperar, con un golpe de estado en marzo de 1976. La herencia de Perón culminó en una dictadura militar que ha sido la más brutal de todas las dictaduras hispanoamericanas, lo que ya es poner alto el listón: 30.000 «desaparecidos», es decir, detenidos políticos asesinados y arrojados en alta mar, algunos muertos y otros vivos, y un genocidio suplementario, el robo de los niños de las presas políticas, sistemáticamente violadas por sus carceleros.
Pero dentro de todo este horror, el general Videla, jefe de la Junta Militar, hizo una cosa buena. Llamó a las hermanas de Evita y les entregó el cadáver, que 24 años después del fallecimiento por fin fue enterrado. La familia no quiso hacerlo en el cementerio de La Chacarita, donde está Perón, sino en La Recoleta. Allí, ironías de la Historia, Evita descansa –¿definitivamente?- junto al general Aramburu, el que la había secuestrado después de muerta.