La vida humana se ha prolongado para ayudar a los demás
Las arrugas son experiencia, aunque también una muestra de que la evolución humana no es solo en un plano físico
Quedé con mi buen amigo Xosé Ramón en un bar tranquilo de Burgos aprovechando que el calor nos daba tregua. Según avanzaba la tarde, la terraza se fue llenando de gente mayor que era llevada a las mesas en silla de ruedas por otros, no tan mayores, que también se sentaban con ellos a tomar un refrigerio.
Entre las mesas, escanciados, había algunos grupos de jóvenes —pocos— que, en esencia, venían a la cafetería a hacer lo mismo: hablar, rebobinar, futurear.
Habrá quien vea en esta escena de congregación de mayores una foto mustia de nuestro destino, de la grisura que se le achaca a la tercera edad. Sin embargo, a mí me resultó reconfortante. En esa terraza había vida, mucha vida. Un bullicio sereno, una alegría sosegada que ya querría yo para mí tantas veces.
La menopausia es una estrategia biológica
A partir de los 45 años, uno debiera recordarse que cada día que vive es un poco de prestado. Si nuestro curso vital no se hubiera desviado del de un chimpancé, llegar a la cuarentena representaría nuestra mayor aspiración. Sin embargo, nuestra especie vive, como media, hasta cuatro décadas más que nuestros parientes más cercanos en el mundo animal.
Pero la selección natural ha apostado por extender el tiempo en el que no somos fértiles. Por lo tanto, no somos longevos para tener más hijos, sino para apostar nuestras vidas por los hijos de los demás.
Este es el corazón de la hipótesis de la abuela, la cual destaca cómo la menopausia —el cese de la fertilidad femenina, en nuestro caso muy temprano en relación con los años que aún nos quedan por vivir— no es tanto un signo de senescencia como una estrategia biológica para reforzar el papel de los mayores en el porvenir de los hijos de nuestros hijos y, en última instancia, de nuestra especie.
Esa implicación de los mayores tiene un impacto positivo más allá de la infancia. Se refleja incluso en la tasa de supervivencia de los nietos adolescentes en las poblaciones cazadoras recolectoras Hadza. Y, a través del solapamiento generacional, forja el ambiente más propicio para el aprendizaje y la transmisión del conocimiento.
En la sangre que corre por las venas sapiens hay un instinto de serie que nos lleva a vivir —y a vivir más— para ayudar a los demás, digan lo que digan los detractores pesimistas de nuestra especie.
Una valiosa opinión (humana) en las decisiones políticas
No obstante, es cierto que nuestra sociedad rumia un discurso edadista peligroso, uno en el que desde el umbral de la plenitud física nos permitimos juzgar si son útiles los mayores o si la vida de un anciano merece la pena ser vivida.
En lugar de eso, deberíamos preguntarnos si en los tiempos que vivimos no le cantaría otro gallo a Homo sapiens si en las decisiones políticas y sociales tuviera más peso la opinión de las abuelas y los abuelos, de igual forma que en el pasado el papel de los ancianos de la tribu era respetado y esencial.
Es muy posible que el futuro de nuestra sociedad discurriera por caminos menos belicosos si los conflictos, en vez de resolverse con adrenalina y testosterona, se abordasen con la sabiduría y el ánimo más conciliador y prudente de aquellos que ya pasaron por lo mismo, en vez de empeñarnos en tropezar con la misma piedra —o inventar piedras nuevas—.
Los abuelos, la mejor versión de nosotros mismos
Y es que, como me decía ayer Xosé Ramón —que siempre acierta—, en la figura de los abuelos hay algo más. Los abuelos son, de alguna forma, la mejor versión de nosotros mismos.
En los abuelos, los nietos encuentran el amor, la protección, la generosidad y la devoción que los padres dedicamos a los hijos, pero con una serenidad y una entereza que, en pleno fragor de vivir y bregar, no siempre tenemos los padres.
Los padres enseñamos a los hijos con cierta urgencia porque aprendan todo aquello que les hará falta para valerse como adultos. En el fondo, en los hijos, aunque sean niños, no dejamos de ver al adulto en que queremos que se convierta y que tendrá que ser capaz de sobrevivir y defenderse cuando nosotros no estemos. Es por su propio bien, sí, pero el amor que damos los padres a los hijos es un amor exigente aliñado de premura.
Sin embargo, los abuelos siguen viendo niños en los niños y les dan a fondo perdido, sin preocuparse en exceso por el retorno, con otra comprensión y tolerancia a las manchas en la ropa, los berrinches o las torpezas. Tienen también el poso que les permite relativizar y rescatar lo esencial en cada momento.
Sé que son etapas y roles diferentes, lo sé. Y sé que ambos son necesarios. Los niños deberían poder seguir siendo niños mientras lo sean. Los padres deben ejercer de padres, y los abuelos de abuelos —que no es lo mismo que ejercer de niñeros, ojo—. Pero confieso, con cierta melancolía, que a veces desearía poder ser también un poco más abuela de mis hijos, con otra pausa, otra candidez.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.