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Sociedad

La guapa 

«Tienes una toalla preparada en la ducha. Cierra la puerta al salir, por favor», le dijo antes de darle la espalda

La guapa 

. | Unsplash

Pudo vislumbrar su silueta y sus primeros ademanes a pesar de que la luz de la puerta de entrada estaba fundida. Amanda le resultó altamente atractiva y los primeros pasos que dirigió hacia ella lo corroboraron. Las fotos de la aplicación de citas de moda no hacían justicia a lo que tenía ante sí: la viva representación de una venus esculpida en mármol. Los ojos de Amanda le invadían gran parte de la cara; almendrados y  oceánicos, hipnotizaban la agresividad salvaje de cualquier depredador.  La sintonía entre sus caderas y hombros tenían el aroma de las cuerdas afinadas de un violonchelo; su piel emanaba el brillo de un jazmín en flor. Amanda torcía cuellos a su paso y la sonrisa hipócrita con la que saludó a esta mujer que la esperaba con ganas de piel no pasó desapercibida.  

Se la llevó al salón que con tanto esmero había preparado y ninguno de los gestos de Amanda le hicieron saber que agradecía la delicadeza con la que música, cojines y luz habían sido dispuestos en la sala. Se sentaron alrededor de la cena y la dulzura lánguida de Amanda cobró un aire de vulgaridad inducida. Supo que no le había gustado a esta mujer, como no lo había hecho a tantas y tantas otras, pero eso no eximía a la engreída Amanda de un comportamiento ajustado al desencuentro desde un lugar más honesto y amable. Se percató de que la imponencia de su físico le aplaudía por donde quiera que la multiplicidad de ojos y palabras la siguieran, pero aquí en su salón y abrumada por su desagradable presencia no era más que un pájaro con plumas mojadas que escondía el pico en un plato de migas de pan. «Me la voy a follar a la imbécil ésta», formuló mientras gateó hacia ella sobre la lana mullida de la alfombra con una media sonrisa que le torcía el gesto como si un ictus le hubiera ladeado la cara. 

La penetró con la lengua en el agradable dibujo de sus labios cerrados.  Sintió cómo  le violaba la mullida carne que se le resistió apenas unos segundos antes de ceder y contorsionarse en un baile musculado de salivas desganadas. «Me la voy a tragar como una serpiente engancha a una esponjosa cobaya». Desde esta idea se le amorró al coño por un rato e hizo crecer así la deuda que le haría pagar más tarde. Y ahí, en el más tarde, la roció ante su atlántica mirada atónita sin ningún miramiento. La torpeza de Amanda señalaba que trasteaba un coño de ese modo por primera vez y quiso escupirle sin contención alguna, como una presa que se agrieta de imprevisto y se rompe, el caño desbordado de su líquido transparente. Le empapó las manos, las rodillas y los muslos; ahora esta princesa tendría que darse una buena ducha en su honor y la impronta de este hecho repentino la acompañaría a lo largo de su vida. La miró desde el suelo y se rió con la maldad de una bruja de cuento al descubrirla ojiplática, extasiada y sin pestañear. 

Aprovechó su desconcierto para subirla al dormitorio y trastear en la bolsa de la lujuria compartida. Le rodeó la cintura ajustando las trabillas de un arnés que le condecoraba el pubis con el cuerno de un rinoceronte; una polla recién nacida de entre sus muslos que volvió a dejar a la estúpida Amanda seca de palabras y acción. La tiró en la cama y la montó como a una vaca brava. Le tapó la cara con la almohada para que la profundidad de sus ojos marítimos no diluyera la crueldad de su coño hambriento; se corrió una y otra vez empapándole el vientre y  la hendidura de su coño prieto.  La desmontó y se tumbó a su lado mirando el cielo a través del hormigón. «Tienes una toalla preparada en la ducha. Cierra la puerta al salir, por favor», le dijo antes de darle la espalda para no sucumbir a las líneas del frío mármol de su presencia.

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