¿Por qué el olor del pis de gato dura tanto y el wasabi pica?
Los animales y más del 99,6% de la materia viva compartimos un lenguaje común: el lenguaje químico
Los humanos y las mariposas, los gatos y el wasabi, y más del 99,6% de la materia viva, compartimos un lenguaje común que hablamos las 24 horas del día sin pausa ni control: el lenguaje químico.
Plantas, hongos y otros seres sin sentidos de la visión y del oído tan solo se pueden comunicar por vía química. Pero esta vía de transmisión de mensajes, sin cableado y silenciosa, también es humana y afecta a gran parte de nuestra vida.
El olor que las tomateras dejan en nuestras manos, el picante del wasabi, la importancia de lavarse la axila o por qué el olor del pipí de gato perdura tanto… Todo son «frases» de un lenguaje que compartimos.
La versión animal del lenguaje químico
La versión animal de este lenguaje recibe el nombre de olfato. La emisión de sustancias químicas por parte de plantas y microorganismos, muchas de ellas volátiles, es un proceso natural sometido a las normas de la evolución.
Aquellas sustancias emitidas que ofrecen ventajas competitivas (fungicidas, bactericidas, herbicidas, repelentes, comunicadoras) se han ido incorporando como elementos ventajosos para las distintas especies. El proceso evolutivo se aceleró con la aparición de los animales, que por una parte se nutren de las plantas y por otra, ponen a su alcance movilidad.
Esto originó que las plantas desarrollaran tanto complejos sistemas de defensa como ingeniosas estrategias para emplear animales como eficientes polinizadores o como transportistas selectivos de sus semillas.
El nacimiento de las flores
En ese proceso colaborativo entre plantas y animales, se desarrollaron estructuras visuales complejas (flores, frutas), estructuras defensivas (espinas y trichomas), los colores, texturas, moléculas aromáticas y los sabores dulces (y su contrapeso, los ácidos y amargos).
Plantas y hongos se convirtieron en sofisticados químicos capaces de sintetizar todo tipo de estructuras. Se han documentado algo más de 10.000 moléculas aromáticas diferentes. Desde la humilde y ultraliviana molécula del sulfuro de dimetilo que da aroma al mar y a la trufa y es capaz de atravesar metros de tierra congelada, hasta complejas estructuras con más de 15 átomos de carbono, como el penetrante y persistente patchuleno, base de sofisticados perfumes.
El olor del boj y el vino
Las plantas y los hongos también han sido capaces de «domesticar» grupos químicos muy reactivos, como el grupo mercapto (o tiol, de estructura -SH). Esa reactividad facilita su detección, pero dificulta su almacenamiento.
Como ejemplo, la potentísima 4-mercapto-4-metilpentanona, que da olor al boj (y a los vinos de Sauvignon Blanc), es detectable tan sólo a 0,4 ng/L en una disolución acuosa, por lo que la milésima parte de un mL basta para aromatizar una piscina olímpica.
Para resolver el problema de la estabilidad, el boj acumula la molécula unida al aminoácido cisteína a través de su átomo de azufre. Mediante una enzima va rompiendo dicha unión provocando la liberación lenta del aroma.
Otras plantas han desarrollado sistemas de almacenamiento y dispensa que, si los hubiera desarrollado un humano, los calificaríamos de brillantes. Es el caso de la tomatera, que cuenta con unas vellosidades (trichomas) coronadas por esferas casi perfectas llenas de aromas. Para estabilizar los aromas azufrados (sulfuro de dimetilo entre otros), contienen en su interior un cristal de oxalato de cadmio, metal capaz de asociarse con el azufre. Basta un roce para que dichas estructuras se rompan, liberando el persistente y agresivo aroma, que puede causar daños severos a herbívoros pequeños y que es la razón de que su olor persista en nuestras manos.
El picante de la mostaza y el wasabi
Otra alternativa defensiva es la de algunas plantas como la mostaza o el rábano, que acumulan unas moléculas denominadas glucosilonatos, que pueden calificarse como «bombas químicas».
En el momento en que la planta es mordida, se libera una enzima que rompe el glucosilonato. Este inmediatamente se descompone liberando un gas corrosivo de la familia del isotiocianato y que es responsable del picante de la mostaza o del wasabi. Los factores lacrimatorios emitidos por las plantas de la familia de la cebolla al ser mordidas son otro ejemplo de moléculas corrosivas emitidas con función defensiva.
Hay formas de colaboración entre plantas y animales más sofisticadas que las asociadas al transporte de polen o semillas o a la producción de sustancias desagradables o agresivas. Un curioso ejemplo es la compleja relación existente entre el maíz, un tipo de avispa y las orugas de unas polillas. Básicamente, la planta de maíz emite una serie de volátiles cuando es atacada por orugas. Estos volátiles alertan a la avispa, que acude y coloca sus huevos en la oruga, que se convierte en la despensa de su progenie.
Ahora bien, las orugas han aprendido a defenderse: no sólo son capaces de detectar a las avispas por su olor, sino que adoptan cambios en su propio olor en poco más de media hora, que las hacen menos atractivas para las avispas.
La intensidad del olor del pis de gato
También los animales emplean moléculas para comunicarse. El gato tiene como olor de especie otro potente mercaptano: el 3-mercapto-3-metil-butanol. Y, como el boj, lo produce en forma de precursor unido a una cisteina. Este precursor es excretado a través de la orina, y es tarea de las bacterias presentes en el ambiente romper la molécula y liberar el aroma. Esta estrategia garantiza al animal que su olor perdure varias semanas, hasta que el precursor se agote.
Los humanos también tenemos otro mercaptano como olor de especie: el 3-mercapto-3-metil-hexanol. Lo secretamos en nuestro sudor como precursor inodoro. Son las bacterias que se alojan en nuestras axilas las que lo rompen, liberando el aroma.
Por cierto, que esas potentes moléculas que actúan como olor de especie no son más que una parte del olor personal de cada individuo, que está conformado por una determinada combinación de ácidos grasos en proporciones específicas, lo que hace que cada persona tenga un olor característico, su propio nombre escrito en el lenguaje de la química.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.