La cara oculta de la transición energética
Los avances en tecnologías libres de carbono exigen una complejidad logística que no se desarrolla a la misma velocidad
El principio de Arquímedes nos recuerda que los icebergs, o témpanos de hielo en la lengua de nuestros marinos de antaño, flotan porque la densidad del hielo es más baja que la del agua. Más aun, la relación entre ambas densidades (un litro de agua pesa 1kg contra los 920g del litro de hielo) nos dice que casi el 90% del iceberg permanece bajo el agua, y que apenas divisamos un 10% de su masa total. El pobre Titanic se hundió porque el durísimo témpano de hielo originario de los glaciares de Groenlandia le rajó el casco a la altura de la línea de flotación.
Esta imagen del iceberg viene a la cabeza recurrentemente cuando leemos noticias sobre la transición energética y sus desafíos. En la punta del iceberg están las tecnologías libres de carbono, desde las más consolidadas como la eólica y la solar fotovoltaica, pasando por las que tienen todavía mucho por hacer como las baterías para coches eléctricos, hasta las que tienen «un presente incierto pero un futuro prometedor», como el hidrógeno verde y sus derivados. Si buceamos al pie del iceberg, nos encontramos con los masivos cimientos sobre los que estas nuevas tecnologías se tienen que desplegar: las nuevas cadenas globales de fabricación y de suministro de equipos, con su complejísima logística desde la mina hasta el consumidor final; las redes eléctricas, que tendrán que multiplicar su tamaño para atender la muy creciente demanda de electricidad, acercándola a las regiones pobladas desde lugares cada vez más remotos donde haya viento o sol en abundancia; o las infraestructuras de transporte y compresión de hidrógeno verde. Y cómo no, la tierra y el mar donde se instalarán las plantas solares y los parques eólicos offshore, y todas las redes de las que hablamos, porque ocuparán una superficie muy superior a la de todas las áreas urbanas del planeta.
Sin duda la punta del iceberg de la transición energética es un lugar soleado y muy concurrido. A ella dirigen sus miradas instituciones científicas de primer nivel y organismos multilaterales, gobiernos nacionales y PNIEC con horizontes de grandeza, prensa y ONG de reconocido prestigio. De este modo, casi todo el mundo habla de la parte del iceberg que luce bajo el sol y se olvida de la que está sumergida, que es de la que depende para mantenerse a flote. Esta manera de mirar la transición energética es una manifestación más de ese rasgo tan paradójico del mundo moderno en el que se conjuga la fascinación por la tecnología con la mayor de las ignorancias sobre cómo funciona de verdad el mundo de hoy, con permiso de Vaclav Smil. En cierto modo podríamos decir que cada tecnología que se propone para la transición energética tiene su propio iceberg, en el que flotando sobre las aguas está la solución tecnológica en sí misma y ocultos en las profundidades están los desafíos de su despliegue industrial, con su proporción de 9 a 1 como en el iceberg. El éxito de una tecnología depende por tanto de muchas variables, y muchas de ellas no están a simple vista.
«La eficiencia de las células fotovoltaicas apenas ha aumentado del 25% al 27% en los últimos 15 años»
La tecnología solar fotovoltaica, por ejemplo, ha reducido sus costes por unidad de energía producida en más de un 80% en los últimos 15 años. Sin embargo, la eficiencia de las células fotovoltaicas (el porcentaje de energía solar que convierten en energía eléctrica) apenas ha aumentado del 25% al 27% en el mismo periodo. ¿Cuáles han sido entonces las fuentes de tanta eficiencia? Han conseguido reducir en un 80% el material empleado en la fabricación de cada célula, haciendo los wafers mucho más finos y cortando los lingotes de silicio con sierras de diamante, lo que reduce las pérdidas de material en el proceso. La tecnología es la misma, pero los procesos productivos se han vuelto mucho más eficientes. La historia de éxito no termina aquí con todo. El profesor danés Bent Flyvbjerg, en su reciente libro How Big Things Get Done, analiza con todo detalle la ejecución de miles de grandes proyectos de todo tipo, desde centrales nucleares al metro de Madrid, pasando por las películas millonarias de Pixar. En su libro nos cuenta que los proyectos de parques fotovoltaicos son ejemplares porque se construyen con muy pequeñas desviaciones en tiempo y en dinero respecto de sus presupuestos originales. Por lo que podríamos decir que los cimientos sobre los que flota la punta del iceberg de la tecnología solar fotovoltaica son muy sólidos.
Recientemente, sin embargo, se habla cada vez más de la cosa que impide que esta cadena solar tan bien engrasada gire libremente: las redes eléctricas a las que se conectan las nuevas plantas solares no son capaces de crecer a la misma velocidad y están retrasando la construcción y puesta en marcha de nuevos proyectos. Si un parque fotovoltaico tarda de media ocho meses en construirse, la obtención del acceso y conexión a la red puede demorarse varios años. Y es que las redes eléctricas son sistemas muy extensos que se gestionan de manera unificada para asegurar su estabilidad y evitar cortes de suministro, y su crecimiento tiene que hacerse de manera planificada y cuidadosa. Es a partir de aquí cuando la imagen del iceberg como un ente autónomo hace algo de agua. Porque las nuevas tecnologías se implantan y crecen sobre el mundo de ayer, por parafrasear a Stefan Zweig. De la mayor o menor dificultad de ese encuentro, de ese engranaje entre lo nuevo y lo viejo, dependerá el éxito y la velocidad de su despliegue.
Como muy bien cuenta Vaclav Smil en su libro Energy Myths and Realities, las transiciones energéticas son procesos laboriosos y premiosos a la vez, en los que la construcción de las nuevas infraestructuras se lleva a cabo sobre las preexistentes. Un ejemplo muy gráfico: la fabricación de polisilicio, cristales de silicio metal purísimo que son el elemento clave de las placas solares, consume muchísima energía eléctrica – más de mil veces que la que cuesta producir acero. La mayor parte del polisilicio del mundo se fabrica en China, y todos sabemos que la principal fuente de electricidad allí son las centrales de carbón. Así, la principal tecnología de la descarbonización se está fabricando a base de las energías fósiles más intensas en emisiones de carbono. Lo mismo podríamos decir de las cantidades ingentes de acero que se necesitan para cada aerogenerador, acero que en su mayor parte proviene de la combustión en altos hornos de mineral de hierro con carbón de coque. Con todo, está muy bien estudiado que las placas solares compensan tras un año de funcionamiento las emisiones de CO2 de todo su proceso productivo. Los aerogeneradores compensan sus emisiones en poco más de 8 meses de operación.
«La energía eólica es la que más superficie ocupa por unidad de potencia, más de diez veces que la fotovoltaica»
Pero volvamos a las redes eléctricas. Aunque lleven con nosotros más de cien años y ahora supongan un freno temporal al rápido despliegue de las energías renovables, su papel en la transición energética es absolutamente crucial. No solo porque el viento no sopla ni el sol luce siempre cerca de los grandes centros de consumo; sino también porque al unificar regiones más extensas podremos amortiguar mejor el riesgo de apagones en zonas donde se encadenen muchos días seguidos sin viento ni sol, y que no tengan energía de respaldo o almacenamiento de larga duración. Las islas Baleares son nuestro mejor ejemplo hoy día. En países como Estados Unidos y China, las regiones con mejor recurso solar y eólico están muy lejos de los grandes centros de población: las grandes planicies del sur y medio Oeste en el primero, y la meseta tibetana o el desierto de Gobi en el segundo. Las nuevas líneas de corriente continua se encargarán de transportar esta energía más de mil kilómetros hasta las grandes ciudades y centros industriales. No en balde Bill Gates ha prestado su atención y su dinero al desarrollo de grandes redes que conecten entre sí las varias islas eléctricas en que se desunen los Estados Unidos y Canadá. En Europa tenemos mucho de ese trabajo ya hecho, aunque España y Portugal sigan sufriendo la lentitud de la justicia por el soterrado sabotaje francés a las interconexiones con la península.
Los parques eólicos marinos (offshore) son hoy la punta de lanza de esta tecnología y la gran esperanza de países como Reino Unido o Alemania que no cuentan con un buen recurso solar. Lanzarse al mar con los molinos de viento tiene dos ventajas: que el viento sopla más fuerte y menos racheado que en tierra, y que el tamaño de los aerogeneradores ya no está limitado por el ancho de las carreteras o por la orografía del terreno. Siempre sopla más cuanto más te alejas del suelo, de modo que un molino de 150m de altura producirá más energía que uno de setenta y cinco. Para aquellos países con altas densidades de población, llevarse los molinos al mar evita además el rechazo creciente de la población a su instalación en tierra. Y es que la energía eólica es la más difusa de las energías renovables, es decir, la que más superficie ocupa por unidad de potencia, más de diez veces que la fotovoltaica por ejemplo. En el mar esto no es un problema hoy por hoy.
Curiosamente, la eólica offshore se sube «a hombros de gigantes» de la industria petrolera y su experiencia en plataformas marinas. Es otro buen ejemplo de cómo tecnologías nuevas se apoyan sobre las existentes para llegar más lejos. Sin embargo, el gigantismo de los nuevos proyectos – molinos de 150m de altura y aspas de más de cien – obliga a crear, aparte de las redes eléctricas submarinas, una red de puertos y una flota de barcos de apoyo que no existen a día de hoy. Los Estados Unidos tienen un potencial eólico marino muy importante en su costa oeste, y están evaluando las carencias en infraestructura portuaria para fabricar, ensamblar y transportar los molinos gigantes y sus plataformas flotantes a destino. Es una situación para preguntarse si no costará más el collar que el perro. En el Mar del Norte la larga implantación de la industria petrolífera noruega y británica hará menos arduo este reto.
En este engranaje necesario entre lo nuevo y lo viejo hay tecnologías que directamente naufragan. Un buen ejemplo de ello es el del hidrógeno (verde) como combustible para la aviación, que es el medio de transporte más difícil de descarbonizar. Lo explica muy bien el profesor Rob Miller del Whittle Laboratory (Cambridge) en su conversación con Michael Liebreich (Cleaning Up). Resulta que el hidrógeno como combustible de aviación aventaja claramente al queroseno en los vuelos transoceánicos, porque el hidrógeno y su tanque, aunque ocuparían cuatro veces el volumen del queroseno y el suyo, pesarían la mitad – el hidrógeno es el combustible más ligero. Al ahorrar tanto peso, un avión que quemara hidrógeno podría tener alas más pequeñas y motores menos potentes. Sin duda tendría que tener un fuselaje mucho más largo para acomodar el mayor volumen de hidrógeno y los mismos pasajeros, pero eso no es un problema – el cohete Starship de SpaceX mide 120m y un Airbus 340 solo 75m.
«La complejidad de hacer llegar el hidrógeno a los aeropuertos hace inviable hoy su uso como combustible de la aviación»
¿Cuál es entonces el eslabón débil de esta solución tecnológica que la hace inviable a día de hoy? La enorme complejidad de hacer llegar el hidrógeno a los aeropuertos, ya sea en camión cisterna o por tubo. Para el aeropuerto de Heathrow supondría la entrada de un camión cisterna de hidrógeno líquido por minuto, más las instalaciones de descarga en el aeropuerto. Si trajéramos el hidrógeno por tubo, entonces habría que licuarlo en el propio aeropuerto. La licuefacción del hidrógeno sin embargo consume mucha energía (un 35% de su poder calorífico), tanta que necesitaríamos poner en Heathrow una central de 2 gigavatios, equivalente a dos centrales nucleares. No tiene pinta por tanto de que las soluciones a la descarbonización de la aviación vayan por ese camino a pesar del atractivo del hidrógeno.
La posición preeminente de la tecnología como piedra filosofal para resolver el problema de la descarbonización se fundamenta en la conocida «identidad de Kaya», que lleva el nombre del economista japonés que la propuso en 1993. Esta identidad matemática afirma que las emisiones mundiales de CO2 crecen o decrecen con la evolución del PIB, por un lado; y con la intensidad en carbono de la energía que consumimos, por otro. Como es imposible apostar por una evolución decreciente o plana del PIB, solo nos quedan a mano las palancas de la energía, que son eminentemente tecnológicas. Pero sabemos que el mundo real no funciona así, que no podemos pararnos ahí y que tenemos que realizar un análisis de la cruz a la fecha de toda la cadena que mueve esa tecnología, para desentrañar la complejidad que se pueda esconder detrás de ella.
Como afirma David Cebon, fundador de la Hydrogen Science Coalition, «no puedes mirar sólo el coche de hidrógeno y no preguntarte cómo ha llegado el hidrógeno hasta allí». Esta manera de mirar la transición energética es lo que los expertos en descarbonización llaman systems thinking, es decir, pensar las soluciones tecnológicas no sólo en sí mismas, sino como parte del complejo sistema global en el que tienen que incardinarse para desplegarse a gran escala y ser exitosas. No nos limitemos por tanto a estudiar la punta del iceberg, no vaya a ser que el témpano que acecha bajo las aguas nos abra una vía de agua como al Titanic y tengamos que empezar de nuevo.