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Desmontando a los jinetes del apocalipsis climático

Los discursos alarmistas ya no reflejan el consenso científico al tiempo que se recupera la apuesta por la energía nuclear

Desmontando a los jinetes del apocalipsis climático

El secretario general de la ONU, António Guterres. | Ilustración: Alejandra Svriz

Hace unos días acudí en Madrid a la presentación del último libro de Bjørn Lomborg, también conocido por su sobrenombre el ecologista escéptico (título del libro que le lanzó a la fama en 1998), una de las figuras más controvertidas y señeras del inabarcable mundo del cambio climático. La Fundación Rafael del Pino acogía en sesión vespertina al mismísimo autor, que se había llegado hasta Madrid para presentar la versión española de su Best Things First, editada por Deusto con el título Lo que sí funciona.

Cenar con el ecologista escéptico es una ocasión importante, aunque solo sea porque lleva 25 años en primera fila del debate sobre cómo enfrentar el reto del cambio climático. A lo largo de estos años, Lomborg se ha distinguido por defender la necesidad de enmarcar este debate dentro de la discusión más amplia sobre cuáles deberían ser las prioridades de la humanidad para mejorar las condiciones de vida en la Tierra. Esta premisa es relevante porque la conversación sobre el calentamiento global, en su ambición de totalidad, pretende desde hace años que todos los retos de la humanidad se subordinen a éste –«el cambio climático succiona todo el oxígeno de la habitación» en palabras del autor-. A mayores, hay muchos que afirman que este desafío es exclusivamente científico y tecnológico, y que por tanto las decisiones sobre cómo abordarlo deberían quedar fuera del debate político, y someterse exclusivamente al debate científico y técnico. Lomborg ha defendido desde un principio que las soluciones deben someterse al debate político y decidirse por el poder político – por el We The People de la Constitución de Estados Unidos. No podemos dejar algo tan importante sólo en manos de los científicos, más aún cuando las decisiones a tomar sobrepasan claramente ese ámbito. 

Es cierto que en esta posición Lomborg no está solo. En igual sentido se ha manifestado siempre el premio Nobel de Economía William D. Nordhaus, único laureado en la aplicación de esta disciplina al cambio climático por su desarrollo de modelos econométricos que estiman el impacto que las políticas de reducción de emisiones tendrían en el bienestar de la sociedad a medio y largo plazo. Nordhaus rechaza las soluciones maximalistas del tipo «a cualquier precio» o «tan pronto como sea tecnológicamente posible», que no tienen en cuenta el coste para la sociedad; y defiende la necesidad de realizar un análisis de coste beneficio que permita identificar las medidas mejores. Al mismo tiempo Nordhaus afirma que la reducción de emisiones no se puede dejar al laissez faire de los mercados y propone la intervención de los gobiernos: un impuesto global al carbono como la herramienta más eficaz para marcar la pauta de la descarbonización progresiva de la economía mundial.

«Que se discutan los costes de las políticas contra el cambio climático no solo es legítimo, sino que también es necesario»

Igualmente, el premio Nobel asegura que la innovación tecnológica necesita del apoyo de incentivos económicos para despegar, porque de otro modo el capital privado, siempre temeroso, no se arriesgará a invertir en nuevas tecnologías de éxito incierto. Cómo será de difícil aplicar estas medidas cuando la Unión Europea, mascarón de proa de la acción global contra el cambio climático, sólo ha sido capaz hasta ahora de imponer un impuesto a las emisiones de CO2 del sector eléctrico. La prueba de que el impuesto funciona es que la única actividad industrial que ha hecho avances significativos en su descarbonización es la de generación de electricidad, gracias en gran parte a que China consiguiera reducir en un 80% el coste de los paneles solares.

La pregunta del millón es si el sobrecoste que ha soportado la sociedad europea en subvenciones y precios de la energía más altos es conmensurable con el beneficio que obtiene. En estas discusiones se enzarzan los economistas, y entre ellos Lomborg lanza su crítica más ácida, pero al mismo tiempo refutable porque tiene la cortesía de cuantificar sus análisis. Así, en su libro Best Things First presenta y cuantifica exhaustivamente las 12 acciones que tendrían mayor impacto sobre el bienestar, acciones a las que (también) deberíamos dedicar nuestra atención y nuestro dinero. El autor propone actuaciones en la mejora de los sistemas educativos, la atención a la mujer en el parto y a los recién nacidos, o la lucha contra la tuberculosis, que todavía mata más de 1,4 millones de personas al año. Los costes y beneficios de cada plan se estiman con todo detalle, así como la metodología de cálculo de las tasas de descuento para valores futuros, e incluso el coste estadístico de salvar una vida. Volviendo al calentamiento global, la insistencia de Lomborg en que se calculen seriamente («un sistema de medición claro y comprensible») y se discutan abiertamente los costes de las políticas contra el cambio climático no solo es legítimo, sino que también es necesario: el poder político no tiene la prerrogativa de firmar cheques en blanco.

Otros líderes mundiales en la materia eligen caminos bien distintos. En la reciente inauguración de la COP28 (Conference of the Parties) en Dubái, el secretario general de Naciones Unidas Antonio Guterres se refería a un «planeta en llamas» para describir el estado actual de la Tierra; muy en la línea retórica que estrenó con su ya famosa frase «hemos abierto las puertas del infierno», a la que siguió poco después con «la era del hervidero global ha comenzado». Expresiones como éstas cierran el paso a cualquier debate o análisis razonados. Frente a las penas del infierno cualquier coste es poco y la más tímida discusión es imprudente. Viniendo de un líder político, estas exhortaciones equivalen a una claudicación de su responsabilidad. Por eso es un alivio saber que el señor Guterres no está al frente del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC por sus siglas en inglés), que es el depositario del saber científico mundial sobre calentamiento global. Su director, el británico Jim Skea, es de la opinión de que estas expresiones apocalípticas no sólo no reflejan el consenso científico en la materia, sino que erosionan la solidez de sus conclusiones frente a los ciudadanos y dificultan la puesta en práctica de las medidas apropiadas.

«Guterres sigue aferrado a un escenario extremo que está ya fuera de juego en la comunidad científica»

Y es que Guterres sigue aferrándose como a un clavo ardiendo (éste sí que arde) al mundo futuro que describe uno de los escenarios extremos del IPCC, publicado inicialmente hace 10 años, y que a día de hoy está fuera de juego en la comunidad científica. Es el escenario conocido por sus acrónimos RCP8.5 y SSP5-8.5. En efecto, este modelo dibuja un futuro para el año 2100 con un consumo ingente de combustibles fósiles, tanto que multiplica por más de 6 veces el consumo actual de carbón. Así las cosas, las emisiones de CO2 se disparan y la temperatura supera en más de 5ºC la media de la era preindustrial -ahora estamos 1,1ºC por encima. Nadie en la comunidad científica dedicada al desarrollo de estos modelos a futuro considera ya plausibles estas hipótesis, y la Agencia Internacional de la Energía también las ha descartado. Su escenario de referencia (STEPS o Stated Policies Scenario) predice un incremento de la temperatura al 2100 inferior a los 2,4ºC, más cercano a las predicciones del modelo SSP2-4.5, y muy lejos de los 5ºC del SSP5-8.5 preferido por el secretario general de la ONU. 

A todas estas, la Agencia Internacional de la Energía (IEA por sus siglas en inglés) está cosechando más de un éxito político en esta COP28. El compromiso firmado por 50 petroleras del mundo para reducir a cero en 2050 las emisiones de sus operaciones (que no la de los productos que venden) viene en la estela del informe que publicó la IEA en mayo pasado promoviendo esta medida. Aunque este acuerdo cuenta con ausencias notorias como las de China, Irán, Rusia o México y la de la americana Chevron, es un paso no desdeñable. Parecería que las hasta ahora impertérritas caras de las grandes petroleras han pestañeado por primera vez. Aunque el rol de los no firmantes es prueba de que la complejidad del problema no se puede reducir a un enfrentamiento entre el Norte rico y el Sur global como a veces parece dar a entender el secretario general de la ONU.

«20 países han firmado un acuerdo para multiplicar por tres la potencia nuclear al 2050»

De igual manera, el acuerdo suscrito por 116 países para triplicar la potencia instalada en energías renovables al 2030 se deriva de la actualización que la IEA publicó en septiembre pasado de su hoja de ruta para el 2050. No hay duda de que la IEA se está granjeando una creciente influencia global a pesar de estar financiada solamente por los países de la OCDE, donde no están ni China, ni la India o Indonesia, por mencionar sólo algunos actores no invitados. Que la IEA esté adquiriendo este predicamento creciente es quizá una muestra de que las posturas alarmistas à la Guterres están perdiendo fuelle. Ojalá que la IEA lo utilice de manera inteligente.

Lomborg es sin duda muy escéptico con el éxito de estas COP que ya van por su vigésimo octava edición. No le falta algo de razón porque las emisiones de CO2 han crecido más del 50% en estos 28 años, fundamentalmente por la entrada en escena de la economía china que inició su despegue sideral a mediados de los noventa. Lo cierto es que estas conferencias son un mecano endemoniado: 200 delegaciones nacionales, todas con el mismo voto a pesar de su muy distinto peso económico o de población, y 80.000 asistentes entre funcionarios, consultores, banqueros, empresas y ONGs. Cuántos de estos 80.000 están en Dubái buscando el bien común o el beneficio propio es difícil de saber, pero es más difícil aún conseguir lo primero si se desdeña lo segundo, pidiendo solamente sacrificios a la población.

Sea como fuere, la gobernanza mundial de la acción contra el calentamiento global tiene que encontrar herramientas más eficaces. Quizá los resultados más notables de esta conferencia habrá que buscarlos no en el documento final que rubriquen los 200, sino entre los acuerdos que están suscribiendo algunos de sus miembros. A los ya mencionados me gustaría añadir el firmado por 20 países (España no está entre ellos) para multiplicar por tres la potencia nuclear al 2050. Este acuerdo aumenta las apuestas de la IEA, que sólo propone multiplicar por dos para la energía nuclear en 2050. Acuerdos como los descritos aquí ayudan a desembarazarse poco a poco del escepticismo que producen estas abultadas puestas en escena y a apreciar dentro de su gran caos avances en la buena dirección. Esperemos encontrar a un Lomborg algo menos escéptico en la próxima cena.

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