La clase de matemáticas: fracciones y enteros (Parte II)
«Era él, era Saúl y su ropa, su tacto y su voz le hacían reconocible en la espera de la siguiente operación».
Los dedos de Saúl valían por dos lo que convertía sus manos en una veintena de posibilidades. A partir del cero con el que cuenta cualquier acción antes de ser iniciada, un amplio rango de operaciones con números enteros iban a ocupar la tarde en la que Saúl me postró sobre sus rodillas dispuesto a jugar. Insertó su dedo índice muy despacio en la que cada falange llevaba consigo una parada extra y una pregunta final. «Tres tercios», respondí orgullosa por mi ocurrencia. «Una hostia por enteradilla», contestó Saúl y me azotó fuerte la nalga por mi osadía con la mano que le quedaba libre; «uno», corregí con un lamento. Saúl entonces me acarició la cabeza como se acaricia a un gato lastimero. «Bien, perrita», siguió y me abandonó el culo dejándolo vacío por unos segundos para volverlo a llenar de igual modo con el dedo corazón. «Más uno, dos», continué y una nueva caricia me deshizo la coleta lanzando la goma al suelo, justo debajo de mis ojos. Mantenerlos abiertos, los ojos, me ayudaba a lidiar con la incertidumbre. Veía sus zapatos lustrosos, el pantalón se le arrugaba en los tobillos, la planta del pie reposaba solemne y sus rodillas permanecían inmóviles y firmes bajo mi peso. Era él, era Saúl y su ropa, su tacto y su voz le hacían reconocible en la espera de la siguiente operación. Abracé sus piernas en una exaltación de mi amor profeso. Le olí el algodón tejido del pantalón y navegué por el recuerdo de largos paseos de su mano; paseos en los que estos dedos que ahora testeaban mi culo como una máquina tragaperras, éstos que me hacía sumar de uno en uno cuando el valor de cada unidad se me antojaba de dos, se entrelazaban con los míos en un baile dactilar que me llenaba de gozo, uno sencillo y cotidiano.
Al sentir mi abrazo, Saúl me tiró del pelo hasta que la barbilla alcanzó el frente de su cara y me besó. Nos miramos con esa profundidad nostálgica con que se mira el horizonte y pude distinguir en el fondo de sus ojos una sonrisa cómplice que me dilató el culo unos milímetros más. La suma iba por dos y lo que viniera después debía ser constantemente sumado con lo anterior dando resultados exactos o no, según yo quisiera algo más de él, pero sin llegar a saber nunca exactamente qué con mis desaciertos.
A los dos que fueron de uno en uno les siguieron dos a la vez que parecieran cuatro, siendo cuatro el resultado que bien podrían sumar seis. Cada falange era sentida con claridad por el mimo de sus entradas y las fracciones se me amontonaban en la cabeza según detectaba dos medios, dos tercios, un cuarto de tres, cuatro tercios de dos… Murmuraba como un mantra esta suerte de retahíla sin orden, tino o prudencia y Saúl me buscó la vulva para hacerme despertar. Como una canción que con su melodía mece y reconduce los pensamientos sobre una línea de ritmos armónicos ordenados en el tiempo, Saúl me acariciaba el clítoris a la vez que la clase iba haciéndose más compleja por la tirada de números que hacían cola para ser sumados. Bocabajo, la baba se escapaba de mis labios. Saúl me la limpiaba de la boca y la reconducía. «Ciento veintitrés». « No». «…veinticuatro…». «No» . Mi desacierto guiaba sus próximos pasos. «No perrita, ni ciento veintitrés ni veinticuatro, esto no es una adivinanza, es ciencia», me regañó mientras estiraba sus rodillas y me deslizaba sobre la alfombra con sumo cuidado. Se tumbó a mi lado y justo antes de besarme, desde la hondura esperanzada con la que se contempla un amanecer, me susurró al oído: «todo es matemática, Amanda, tú y yo juntos, también».