Cuando el ángel azul era el malo y el rojo el bueno
Algunos expertos creen que podría tratarse de la primera representación conocida del diablo en el arte occidental

Mosaico de la basílica de San Apolinar el Nuevo, en Rávena (Italia).
En el mundo del arte cristiano medieval, pocas imágenes resultan tan sorprendentes para el espectador contemporáneo como la que se conserva encima de una de las ventanas de la basílica de San Apolinar el Nuevo, en Rávena (Italia), en el mismo lateral donde se encuentra la famosa escena de los tres Reyes Magos. Se trata de un mosaico datado hacia el año 520, realizado en época de Teodorico el Grande, que representa a Cristo entronizado entre dos ángeles. Gracias a José Soto Chica he podido saber de su existencia y dentro de unos días pretendo acudir a Rávena junto a Fernando Díaz Villanueva, Alberto Garín y un grupo de amigos para fotografiarlo.
A simple vista, cuando uno contempla la imagen, los ángeles parecen iguales, pero un detalle los distingue: uno viste de rojo, el otro de azul. En esta escena de juicio escatológico, el ángel de rojo representa a un ángel bueno, símbolo de justicia divina y salvación. El azul, sin embargo, no es el color del cielo ni de la virtud: en este contexto es el del aire inferior, del alejamiento de la luz divina. Ese ángel azul, un ángel caído, representa al Diablo.
La historia del Diablo en la iconografía cristiana es también la historia de una transformación: de mensajero celeste a símbolo absoluto del mal. En sus primeras menciones bíblicas, Satán no era un ser radicalmente opuesto a Dios, sino un miembro de la corte celestial, un «acusador» encargado de poner a prueba la fidelidad de los humanos. No será hasta el Nuevo Testamento cuando se consolide su figura como enemigo directo de Dios, rey de este mundo corrupto y opositor del reino de los cielos.
Hasta bien entrado el siglo XI, el Diablo solía aparecer bajo forma antropomorfa, apenas distinguible de otros ángeles, salvo por el color de su túnica o su posición en las escenas. De hecho, el mosaico de Rávena es una de las primeras representaciones visuales que insinúa esa diferenciación, cargada de simbolismo teológico. Algunos expertos creen que podría tratarse de la primera representación conocida del diablo en el arte occidental. El azul, asociado a lo bajo, lo terrestre, lo aéreo contaminado, pasa a identificar al ángel caído. El rojo, en cambio, es el color del fuego puro y celeste. La inversión cromática del bien y del mal que sorprende hoy era entonces expresión de un orden metafísico diferente.
Más adelante, especialmente desde el Románico, el Diablo adquirirá formas monstruosas. A medida que se populariza la idea del Infierno como espacio físico y moral, también se diversifica la imagen demoníaca: garfios, bocas devoradoras, animales híbridos, escenas de tormento y perversión se extienden por iglesias y manuscritos. La finalidad era clara: hacer visible lo invisible, y sobre todo, aterrador. La tradición cristiana, influida por textos como el Apocalipsis o el Libro de Enoc (descartado en el canon bíblico), fue transformando a los ángeles caídos en demonios. El Diablo, identificado con Lucifer (el lucero caído del cielo), fue representado cada vez más como un ser deformado, grotesco, con alas, pezuñas, cuernos, piel oscura o rojiza. Pero no siempre fue así. Y es que, como señala María Dolores Barral Rivadulla, «partiendo de la consideración de que todo lo creado procedía de Dios no era posible concebir el mal como parte del mismo», lo que siempre complicó la manera de interpretar el mal.
En contraposición al anterior diablo horripilante, tenemos el mosaico de San Apolinar el Nuevo, en Rávena (del siglo VI). Y es que los ángeles conservaron durante los primeros siglos del cristianismo romano su imagen de pureza y orden. El pensamiento de San Agustín (siglos IV y V) o Pseudo-Dionisio Areopagita (siglos V y VI) fue definiendo todo lo relacionado con la angeología. El Diablo (identificado con Satanás) pasó a ser un ángel caído. Ese diablo (diábolos o «calumniador»), antes uno de los portadores de la luz divina, se separa del orden y cae. El color azul, que tiñe los ropajes y las alas de uno de los ángeles de San Apolinar el Nuevo, se convierte así en metáfora del exilio espiritual.
En el mosaico de San Apolinar el Nuevo también aparecen otras figuras simbólicas muy potentes: los corderos. Estos no están ahí por simple decoración, sino que remiten a uno de los pasajes más cargados de sentido escatológico del Evangelio: la parábola del Juicio Final según Mateo 25, 31-33:
«Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria, y todos los santos ángeles con él, entonces se sentará en su trono de gloria, y serán reunidas delante de él todas las naciones; y apartará los unos de los otros, como aparta el pastor las ovejas de los cabritos. Y pondrá las ovejas a su derecha, y los cabritos a su izquierda».
En este relato, Cristo, como juez supremo, separa a los justos de los pecadores igual que un pastor separa a las ovejas de las cabras. Las ovejas o corderos, colocadas a su derecha, representan a los que han vivido en caridad y justicia, los elegidos que heredarán el Reino de los Cielos. Las cabras o machos cabríos, a la izquierda, encarnan a los condenados.
En el mosaico, se representa esa separación simbólica:
- A la derecha de Cristo (nuestra izquierda al mirar el mosaico), se sitúan los corderos, en posición de salvación, mientras Cristo les tiende su mano derecha.
- A la izquierda de Cristo (nuestra derecha), están los cabritos, ligados al ángel azul, es decir, al Diablo, y por tanto al castigo eterno.
El cordero es además una imagen profundamente cristológica: representa a Cristo mismo como Agnus Dei (el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo). Así, los fieles que siguen su ejemplo son también “corderos” en el sentido de inocencia, humildad y sacrificio aceptado.
La iconografía medieval durante algunos siglos decidió representar el mal no como monstruo, sino como aquel que fue luz, en un tiempo donde el mal se disfrazaba con rostros de aparente belleza. Esta tensión simbólica entre el azul y el rojo, el cielo y el aire, el trono y la caída, sigue sorprendiéndonos, y nos hace pensar en nuestra comprensión del bien y del mal.