Palmer Luckey, el tipo en chancletas y camisas hawaianas que quiere cambiar la guerra
El Pentágono se gasta 850.000 millones de dólares al año en armamento basado en conceptos obsoletos
Tiene aspecto de niño rico. Pero es rico porque se ha construido su propia fortuna. Y todo niño rico tiene sus juguetes, y el que posee la mayor colección de videojuegos del mundo en una antigua base de misiles subterránea, un helicóptero militar Black Hawk, y una lancha que fue de los Seal de la Armada, no puede ser un niño normal.
Palmer Luckey es lo más parecido al Tony Stark de Ironman. Un ingeniero con ideas revolucionarias, que se ha fijado en la industria de la defensa. A cambio, la industria de la defensa estadounidense se fija en él, y mucho, porque les ofrece productos únicos, originales, y que pretenden cambiar el lenguaje de la guerra.
Su primer contacto con los militares fue cuando le tocó desarrollar un proceso de tratamiento para que los veteranos superasen el síndrome de estrés postraumático. Para ello usaban unas rudimentarias gafas que proyectaban imágenes relajantes sobre los ojos de los soldados con esta afección. A partir de ahí, Luckey desarrolló su primer producto: las gafas de realidad virtual Oculus Rift.
Sin una industria del hardware potente en Estados Unidos, Palmer viajó a China, donde construyeron su invento. Más tarde lo vendió por miles de millones de dólares a Meta, entonces Facebook. Mark Zuckerberg y su gente creyeron ver el futuro del metaverso a través del cacharro, e hizo millonario a su inventor. Con ese dinero creó Anduril, una compañía de alta tecnología con aplicaciones militares que está dejando con la boca abierta al establishment de la industria.
Uno de sus primeros dispositivos, adoptado por el gobierno de EEUU durante la era Trump, fue una torre de vigilancia alimentada por placas solares. Desplegada por la frontera con países colindantes —México— o líneas de costa para control marítimo, sus cámaras de vídeo transmiten en tiempo real de día, de noche, o con visión térmica, lo que ocurre en los alrededores. También puede seguir a vehículos o personas de manera automatizada.
Después llegaron pequeños drones. De vigilancia, modulares, con multitud de posibles cargas bajo su fuselaje, o el impactante Roadrunner. Esta aeronave robotizada se impulsa con un motor a reacción, tiene forma de misil alado, despega —y aterriza— de manera vertical, y se fabrica en dos versiones. Una de carga, que podría llevar munición, provisiones o atención médica en minutos a kilómetros de distancia. Al acabar su misión, vuelve a su lugar de origen a un coste ridículo. La otra, de formas casi idénticas, es una especie de bala subsónica que sale disparada a velocidades nunca vistas en drones. Es capaz de buscar, identificar y derribar una amenaza chocando contra ella, en una especie de puñetazo aéreo.
Uno de sus programas más ambiciosos es el dron Fury, un caza de combate no tripulado. De él afirman que puede obtener resultados equiparables en muchos tipos de misiones al de aviones tripulados, pero a cambio de una fracción de su coste. No sería un mero aparato de observación, o ataque a tierra, sino algo que podría incluso defenderse por sí mismo.
O bajo el agua. El Dive-LD es un submarino autónomo de tres toneladas, capaz de operar de manera automatizada durante diez días sin repostar. Mide seis metros, puede alejarse de sus operadores casi 600 kilómetros, y sus funciones básicas son la vigilancia, para lo que equipa múltiples sensores que escanean las aguas circundantes. El plato fuerte es la sencillez en su operatividad; puede ser embarcado en navíos, o cargado en el remolque de un coche y ser echado al agua como el que tira una Zodiac.
Otra de sus creaciones es el Pulsar. Esta torre, de metro y medio de altura, y transportable en la trasera de una pickup, es capaz de secuestrar las ondas de radio y dejar sin señal a todo su entorno: hackea el espacio radioeléctrico. Esto es relativamente fácil. Lo complicado es que el Pulsar permita que sus manipuladores sí puedan usar esa misma banda de frecuencias ya bloqueada para poder realizar llamadas, remitir información, enviar datos, o poder hablar por radio.
Las guerras del futuro
La visión que Palmer Luckey tiene sobre el futuro de la guerra viaja en dos direcciones: la industrial y la de las amenazas futuras. En lo tocante a lo primero, piensa que las grandes compañías del entramado industrial bélico atienden a la construcción de mecanismos, ya sean armas ligeras o pesadas, barcos, aviones, o tanques. Está muy centrada en hardware, y no en software. Desarrollar ese hardware es lento y caro, y el negocio de todas estas compañías —a su entender—, estriba en largos contratos que el Tio Sam paga durante como si fuese una hipoteca.
Esto funcionó durante un tiempo, pero si miramos a China, la capacidad de sus astilleros multiplica, y por mucho, la de creación de navíos del resto del planeta. En cifras de Luckey, en el tiempo que Estados Unidos construye un portaaviones o un submarino, los chinos serían capaces de fabricar entre 50 y 300. Con los aviones de combate puede ocurrir lo mismo dentro de no mucho.
Menos músculo, y más cerebro
Ante esta tesitura, un hipotético conflicto futuro nunca podría ser ganado por la fuerza bruta, y eso conduce a lo segundo: su apuesta es el software, y las ventajas que aportan otro tipo de elementos en las que el resto del entramado industrial militar apenas repara. La compañía rota en torno a ejes comunes: realidad virtual, muchos datos, inteligencia artificial… básicamente, elsoftware.
Las compañías modernas más valiosas —Apple, Amazon, Tesla, Facebook, o Google— basan su riqueza en los datos. Poco a poco, Silicon Valley está invadiendo el entorno de lo militar a base de aportar soluciones como gafas de realidad aumentada, servicios en la nube, o aplicaciones relacionadas con simuladores, realidad virtual o inteligencia artificial.
El Pentágono se gasta 850.000 millones de dólares al año en sistemas grandes, pesados, que atienden a conflictos que pertenecen al pasado, y que miran poco hacia el futuro. Ucrania ha enseñado muchas lecciones, y Anduril cree tener muchas soluciones. Esta empresa quiere reiniciar la industria, y tiene bastantes papeletas para que ocurra, o al menos dar un buen bocado a ese apetitoso pastel.