Si está muy metido en las redes sociales, vaya pensando en su testamento digital
Como en el Salvaje Oeste, cada big tech aborda el asunto de los perfiles de fallecidos como más le conviene

Redes sociales.
La esfera digital es un comecocos. Lo saben bien los magnates de Silicon Valley, especialmente cuidadosos cuando planifican la exposición de sus hijos a las herramientas que ellos mismos crean para la masa. Lo advierten desde hace tiempo sociólogos y psicólogos: el hecho de que los más jóvenes hayan cambiado el cordón umbilical físico por un lazo con la pantalla desata en algunos casos problemas de estrés, ansiedad y depresión, además de convertir las redes sociales en una prolongación perversa del acoso que a menudo se registra en las escuelas.
Y, sin embargo, hay un aspecto abandonado en otros tramos de la pirámide demográfica. Resulta que los más mayores, conforme se ven sometidos a los rigores de la edad, o aquellas otras personas mermadas por la enfermedad, olvidan paulatinamente su querencia por smartphones, wearables y ordenadores y se entregan a su verdadera naturaleza analógica y animal. Es la vida, estúpido, exclamaría Bill Clinton. Al hacerlo, sin embargo, suelen pasar por alto un hecho: cuando mueran, sus perfiles de Facebook, Instagram, Youtube o Tik Tok seguirán ahí.
Un artículo de la BBC resaltaba hace unos meses dos problemas complementarios. Por una parte, al no existir una regulación específica que obligue a las empresas propietarias de estas plataformas a prever soluciones homogéneas por áreas o países, cada big tech viene a hacer lo que le apetece. Presentar un certificado de defunción ante esos etéreos servicios de atención al cliente orquestados por Meta puede ser incluso más complicado que salir vivo de aquella casa de la burocracia tan bien descrita en Las Doce Pruebas de Asterix.
Por otro lado, ante semejante desperdigamiento, lo más sensato es que cada cual se preocupe de su testamento digital, una modalidad jurídica que sin duda ganará popularidad en los próximos años y que los bufetes más orientados al derecho civil deberían tener en primera línea de negocio. Designar a un albacea digital parece una opción bastante sensata para quienes se sientan preocupados por el destino de sus fotos y vídeos, los documentos almacenados en la nube o la convicción de que un perfil de redes asociado a un fallecido no es lo más atractivo del mundo.
Fenómeno paralelo
Tan fino es el olfato de los hacedores de empresas en torno a la innovación que poco a poco toma cuerpo lo que un grupo de investigación de la Universidad de Cambridge denomina «la industria digital de ultratumba». Aquí encaja como un guante la inteligencia artificial generativa, capaz de recrear, ya desde el pionero proyecto de Eugenia Kuyda, cuya expresión última es la app Replika, la palabrería de un finado.
El funcionamiento de esta y otras propuestas es siempre parecido: se trata de aprovechar las decenas de cientos de horas de diálogos, emails, textos o notas de voz volcados por un fallecido en el tablero digital hasta que un chatbot (deadbots, los llama Cambridge) alimentado por IA sea capaz de replicar sus coletillas, su sentido del humor y sus obsesiones y preferencias culinarias, musicales o arquitectónicas. Bizarro para algunos y mágico para otros, es el modo que la tecnología tiene para tender un puente entre el más acá y el más allá, aunque en el fondo el milagro vuelvan a ser, como casi siempre, las matemáticas.
Muy relevante es el componente ético que enlaza las dos partes de este artículo. Porque puede ocurrir que quien muera no haya contemplado la posibilidad de que un ser querido se empeñe en resucitarle a través de un bot. Y ahí es donde confluyen el testamento y la inmortalidad digital, la voluntad de taponar o no esa huella tecnológica y el deseo de la industria de seguir haciendo dinero a lomos de una sociedad que no deja de mutar.