Las 'apps' de citas se encomiendan a la IA para frenar su declive
Uno de los problemas es que el ‘match’ funciona aleatoriamente y no conecta a personas con afinidades

Ilustración de Alejandra Svriz.
Las apps de contactos llevan tiempo instaladas en la sociedad. Meetic, por ejemplo, se fundó en 2001, cuando internet ni siquiera era todavía el inmenso canal de ocio y ventas que es hoy. Antes incluso existieron los experimentos de Match.com, Yahoo Personals, Adult FriendFinder y eHarmony. La aceleración de la infraestructura web y la conectividad añadida del smartphone dieron lugar después a una secuencia mucho más viral, con nombres como Badoo (2006), Grindr (2009), Tinder (2012), Hinge (2012), Happn (2014) y Bumble (2014). España también hizo brevemente sus pinitos con Closer (2024-2025).
Diversos medios anglosajones, entre ellos la CNBC y The Guardian, vienen haciéndose eco de un fenómeno inesperado: herramientas antaño tan populares como Tinder, Bumble o Hinge registran en los últimos años una caída en el número de descargas y, por lo tanto, en la cifra de usuarios. La teoría del declive describe a la generación Z, principal destinataria de estas aplicaciones, como una comunidad mucho más partidaria de los encuentros cara a cara y de las «experiencias reales», una paradoja en toda regla, pues se trata al mismo tiempo de la hornada más digital de la historia, Alfas aparte.
Match Group, propietaria a la vez de Tinder y Hinge, facturó en 2024 alrededor de 3.500 millones de dólares, mientras que Bumble se quedó en 1.071 millones. En ambos casos, se produjeron discretos repuntes respecto al ejercicio anterior gracias a un modelo de negocio freemium donde lo free escasea cada vez más y lo premium alcanza o supera los precios de una suscripción a Netflix o HBO. Para que la rueda siga girando, estas compañías necesitan capear el creciente rechazo que suscitan y rediseñar su estrategia.
El problema parte del diseño original. En realidad, las apps de contactos no se basan en el éxito (un clic entre desconocidos con afinidades identificadas), sino en la eternización del usuario en la plataforma. Como derivada de lo anterior, quien recurre a estas herramientas acumula frustraciones hasta alcanzar la conclusión de que la experiencia propuesta es impersonal y sobre todo imprecisa. Tampoco ayuda la competencia: este es un tablero repleto de contrincantes cuyas propuestas se asemejan entre sí.
Para rearmarse, los actores de esta industria optan de momento por dos soluciones. Una conecta directamente con el sentimiento de los zetas: al igual que ocurre con redes sociales como Facebook, la dating app debe transformar la interacción digital en un gran encuentro físico donde las personas se reúnan en función de sus afinidades, algo que, en cierta medida, también logran algunos videojuegos.
Más evidente es la segunda solución, consistente en explorar las posibilidades que brinda la inteligencia artificial para refinar el periplo. Ya operan, por ejemplo, selectores automáticos de la mejor foto de perfil, sugerencias de textos y preguntas y, aún en fase muy beta, copilotos que auxilian al individuo en la redacción de mensajes más coherentes, sesudos o divertidos. Pero el mayor margen de mejora está en la propia intermediación: hoy, el algoritmo apenas discrimina, juntando a todos con todos y causando gran confusión. Mañana, el modelo debería hilar más fino y segmentar en función de los intereses mostrados y del uso más o menos intensivo o comprometido que se haga de la herramienta (cuánto tarda alguien en responder a un mensaje, por ejemplo).
La cuestión que verdaderamente sobrevuela no es ya la creciente impopularidad de estas apps, sino el reencaje de lo digital una vez normalizado y digerido. Ocurre algo similar con los LLM: tras la novelería de ChatGPT llega el uso real del modelo. Los Z (y los Alfa) son la avanzadilla en este caso de una transformación intergeneracional donde lo analógico recobra parte del terreno perdido y las aplicaciones vuelven a ser lo que siempre debieron ser: utensilios al servicio de la sociedad.
