Existe una guerra en marcha entre drones y la protagonizan un suizo y una familia sudafricana
Construidos con más ingenio que medios, mantienen una contienda que llama la atención de los militares

Mike Bell sujeta uno de los drones que construye junto a su hijo Luke. | YouTube
Se la tienen jurada. Un estudiante suizo y un equipo sudafricano formado por padre e hijo tienen una guerra montada. A cada ataque de un bando, el otro responde con una mejora. Ejércitos y tecnológicas de todo el planeta observan con curiosidad cómo ambas partes están enzarzadas en algo de lo que no dispone nadie más que ellos: los drones más rápidos del mundo.
Durante décadas, la velocidad aérea fue dominio exclusivo de la aviación militar y los reactores comerciales. Sin embargo, algo ha cambiado en los últimos años. A la sombra del ojo público, una carrera casi clandestina se ha desatado por el control de un territorio inexplorado: la velocidad máxima de los drones cuadricópteros. La cifra tope ha pasado, en poco más de un año, de rondar los 480 kilómetros por hora a rondar los 585.
No hablamos de aeronaves de combate ni de prototipos gubernamentales, sino de plataformas experimentales construidas por manos civiles, en la habitación de un apartamento, y sin más recursos que la voluntad que el afán de superación. El campo de batalla es el cielo abierto, y el objetivo, volar más rápido que nadie sobre la tierra con un artefacto de hélices cruzadas, poco más grande que una caja de zapatos, y capaces de recorrer más de 150 metros en un segundo.
Por un lado, Samuele Gobbi, un joven ingeniero suizo de 25 años, firmó su nombre en la historia de la aeronáutica al alcanzar los 557,64 kilómetros por hora con su dron Fastboy 2. El vuelo adquirió carácter de oficialidad, y se encuentra certificado y registrado en el libro Guinness de los récords. Por el otro, Mike Bellamy y su hijo Luke, desde Sudáfrica, han respondido con una nueva versión de su dron Peregreen, que ha alcanzado velocidades aún mayores según sus propios registros: hasta 585 kilómetros por hora. Aunque esta última marca todavía no ha sido reconocida de manera oficial, el vídeo de su vuelo y los datos de la telemetría han causado bastante revuelo entre especialistas y aficionados.
Sin embargo este aeroenfrentamiento va más allá de los números. Es una interesante y creativa disputa sobre cómo construir, cómo innovar, y cómo empujar los límites de lo que un dron puede lograr. Samuele, respaldado por la Escuela de Ingeniería de Friburgo, articuló su récord dentro de un proyecto académico. Los Bellamy, por su parte, operan desde un taller familiar donde las herramientas de impresión 3D, las baterías personalizadas y la intuición técnica reemplazan al laboratorio universitario.
Lo que diferencia a estos drones de los modelos convencionales no son solo sus motores, sino su arquitectura térmica. Hasta hace poco, la refrigeración por aire limitaba la velocidad de vuelo: a más empuje, mayor calor, y a mayor temperatura, más riesgo de fallo electrónico. Los nuevos modelos han roto esa barrera con el uso de refrigeración líquida. En el caso suizo, se utilizaron dos depósitos de agua de alta inercia térmica para enfriar los sistemas electrónicos, lo que evita la necesidad de tomas de aire que penalizarían la aerodinámica.

La disposición de los brazos, el paso de las hélices, o el perfil aerodinámico del fuselaje han sido optimizados no en la búsqueda de la estabilidad o maniobrabilidad, sino para reducir el rozamiento con el aire. Ambos modelos convierten cada kilovatio en velocidad pura. El Fastboy 2 pesa apenas 1,6 kilogramos y entrega 10 kW de potencia; el Peregreen 3, en cambio, alcanza los 16 kW, y su estructura está impresa en nylon y fibra de carbono. Las mejoras en las hélices ha sido otro factor clave. La modificación de las de 7×15 pulgadas frente a las antiguas de 7×11, logran empuje, pero siempre para evitar que las puntas alcancen velocidad supersónica.
Nada de esto sería posible sin sacrificios. A plena potencia, la batería del Peregreen 3 sudafricano se consume en apenas 23 segundos, y el tiempo de vuelo total no llega a los dos minutos. Tras el despegue y después de un pico de velocidad, el dron decelera a menos de 200 kilómetros por hora para preparar un aterrizaje controlado. Cualquier error en esa maniobra podría terminar en desastre, y no han faltado pruebas fallidas: incendios eléctricos, sobrecalentamiento de cables, pérdida de control, vuelos abortados.
Gobbi también ha tenido que superar sus propias barreras, y las primeras en la confederación helvética son las legales. La normativa suiza no pone límites de velocidad, pero exige que un asistente mantenga contacto visual con el dron durante el vuelo FPV. Volar a más de 550 kilómetros por hora con gafas inmersivas exige la concentración de un cirujano abriendo al tacto un corazón con su bisturí. La planificación previa es clave, porque a esas velocidades, cualquier obstáculo en la ruta se alcanza en segundos.
Curiosidad de los militares
La lógica militar observa con interés estos avances. Aunque los drones de combate como el Sting ucraniano —uno de los más rápidos— se mueven a unos 315 kilómetros por hora, lo hacen cargando ojivas. El salto hacia drones rápidos sin armamento puede tener utilidad logística, tareas como la de transportar órganos en operaciones de trasplante o entregar suministros en emergencias. Gobbi insiste en que su diseño no debe ser militarizado, pero reconoce que la línea entre lo civil y lo militar es cada vez más difusa.
Sin embargo, el verdadero valor de este enfrentamiento en el aire no estriba en los drones en sí, sino en el método de desarrollo. Estas máquinas no han salido de laboratorios con presupuestos millonarios, sino de impresoras 3D, soldadores caseros y simuladores por ordenador con software gratuito. Son fruto del método científico aplicado por ciudadanos inquietos. Suiza y Sudáfrica, lejos de los focos habituales de la industria aeroespacial, se han convertido en polos de innovación gracias al empuje de individuos sin más respaldo que su pasión.
Logros para todos, buenos y malos
Esta carrera no busca medallas olímpicas ni contratos de defensa. No hay uniformes, himnos ni proclamas. En esta guerra de velocidad, los únicos enemigos son el viento, el calor y la resistencia del aire. El récord de hoy será superado mañana, no por una multinacional, sino es probable que por otro aficionado salido de un polvoriento garaje.
Y hay una cara B. Todo esto conduce a una situación más preocupante: unos tipos voluntariosos y con medios comerciales la pueden liar bien liada. El suizo y los sudafricanos parecen pacíficos, pero podría haber quien se metiese en estas lides con peores intenciones. Habrá que estar preparados para esto.
