Un laboratorio tecnológico está desarrollando un arma bíblica para desestabilizar aeronaves
Una antena fractal puede lanzar un disparo de decibelios capaz de inhabilitar drones

Arma sónica.
El ruido como arma de guerra, pero no cualquier ruido. En los textos bíblicos, el sonido tenía poder para hacer caer murallas, y en el siglo XXI, lo tiene para hacer caer drones. La historia de los conflictos armados es casi tan larga como la de la propia humanidad. Es por eso que en la Biblia, un libro milenario, alberga en su Viejo Testamento una curiosidad que muchos conspiracionistas y poseedores de una vasta imaginación tildan de ser una de las primeras «armas sónicas» de la historia.
Según refleja el Libro de Josué, los israelitas rodearon durante siete días la ciudad de Jericó. Los miembros de aquel ejército sonoro soplaron los shofarot, cuernos rituales cuyo bramido era símbolo de conexión con lo sagrado. Al séptimo día, tras siete vueltas y un grito final del pueblo, las murallas cayeron. No hay evidencia histórica de que un fenómeno acústico produjera aquel colapso, pero el simbolismo permanece: el sonido como arma de guerra capaz de derruir edificaciones. Y la idea no cayó en saco roto.

Eso de usar decibelios como armamento invisible fue utilizado como tal en fechas más recientes y menos pertenecientes a la mitología basada en lo religioso. Durante la Segunda Guerra Mundial, los ingenieros del Tercer Reich trabajaron en un dispositivo sónico conocido como «Schallkanone». Era un experimento alrededor de un cañón de sonido que aspiraba a producir ondas lo suficientemente potentes como para matar a distancia. Ese era el plan, al menos.
El arma funcionaba al amplificar explosiones de gas en cámaras resonantes que generaban potentes ondas de choque. Los ensayos demostraron que podía aturdir, desmayar o incluso matar aves y pequeños animales, aunque nunca se desplegó en combate por falta de fiabilidad. El zambombazo de decibelios que proporcionaba el ingenio carecía de la potencia necesaria como para obtener un efecto contundente.
Décadas después, el concepto fue reciclado para una finalidad cercana, aunque distinta: el control de masas. Los LRAD —dispositivos acústicos de largo alcance— son empleados por fuerzas policiales en distintos países para dispersar multitudes. Su funcionamiento es sencillo: emiten un haz sonoro muy dirigido, con potencias que pueden alcanzar los 150 decibelios.
Este índice de presión sonora es suficiente para provocar dolor auditivo, náuseas y desorientación sin contacto físico. El dolor que infligen estos sistemas no deja marcas visibles, pero resulta insoportable. Su uso ha sido objeto de críticas y restricciones legales en varios estados por considerarse una fórmula encubierta de represión.

La compañía de Massachussets Fractal Antenna Systems ha recogido ese hilo conceptual. Ahora, adopta el nombre de aquellas trompetas, Jerecho, para crear un mecanismo acústico que no pretende derribar muros de piedra, sino anular ojos electrónicos que vuelan. Se trata de un sistema capaz de interferir sensores, cámaras, giroscopios y brújulas digitales de aeronaves y dispositivos inteligentes —y en especial drones—, con una precisión que podría ser tildada de neurocirugía electrónica.
La plataforma se basa en una disposición técnica llamada ARM, siglas que equivalen a Mitigación de Resonancia Acústica en su acrónimo en inglés. Desarrollado por el astrofísico Nathan Cohen, permite moldear ondas sonoras y dirigirlas con una precisión inédita hasta la fecha. A diferencia de los altavoces convencionales que esparcen el sonido en abanico, Jerecho concentra su energía para que vibre en frecuencias muy específicas, capaces de perturbar los sensores más delicados de sistemas tripulados o no tripulados.
Los que sean tripulados podrían recuperar su control de manera manual por sus pilotos y compensar su efecto. El problema lo tienen los drones, porque nadie responde por ellos más allá de los sistemas de pilotaje y control que lleven a bordo. Pueden quedar descolocados ante el ataque invisible de este manguerazo de sonido.
Arma invisible, imparable
De facto, este mecanismo no produce explosiones, no genera metralla ni incendia objetivos. Pero puede hacer que un dron pierda el control de navegación, que una cámara pierda el enfoque por efecto vibratorio o que la brújula digital de un aparato entre en bucle y gire sin norte como una peonza. Es un arma de efecto suave y riesgo colateral casi nulo. El resultado es un producto pensado para escenarios donde la disuasión electrónica se impone al fuego letal.
Aunque opera con unos principios muy alejados del armamento convencional, se inscribe en esta genealogía tecnológica: transformar el sonido en herramienta de dominio, interferencia o anulación. La diferencia es que no actúa sobre el cuerpo humano, sino sobre los dispositivos que lo asisten o vigilan.
El Jerecho no es el único intento contemporáneo por buscar soluciones no cinéticas contra amenazas tecnológicas. En el arsenal emergente de armas no cinéticas conviven tecnologías que, aunque distintas, comparten un mismo objetivo: neutralizar sin destruir. Los sistemas de pulsos electromagnéticos, por ejemplo, pueden anular circuitos electrónicos con una descarga puntual de energía. Basta con una ráfaga bien dirigida para apagar un enjambre de drones o cegar un radar. Son el equivalente digital a una granada de aturdimiento: no destruyen, solo inhabilitan.
Limitaciones y posibilidades
Por su parte, las armas láser se han desarrollado como herramientas de precisión para quemar sensores, desintegrar pequeñas alas o fundir lentes ópticas. Tienen la ventaja de ser veloces, silenciosas y funcionar a la velocidad de la luz. Pero también sufren limitaciones: necesitan línea directa de visión, estabilidad atmosférica y una fuente energética de alta capacidad —y, por lo tanto, tamaño— que suele restringir su portabilidad.
Frente a estas opciones, el sistema acústico ofrece ventajas reseñables. Puede operar incluso en condiciones meteorológicas adversas, no requiere contacto visual con el objetivo y puede desplegarse de forma flexible en sistemas móviles. Además, su rango de acción, aunque limitado, es eficaz en entornos urbanos, donde otros sistemas pierden precisión o si generan daños colaterales.
La aparición de este tipo de armamento inaugura lo que algunos teóricos de defensa ya denominan como guerra ambiental. Es decir, aquella que se libra no sobre el objetivo, sino sobre su entorno circundante: el aire, el campo magnético y el sonido. Jerecho y sus equivalentes no matan, no hieren y no dejan cráteres. Pero sí generan una niebla electrónica que puede cegar, desorientar o inmovilizar al adversario.
Nuevo arsenal para un nuevo tipo de conflicto
Este tipo de desarrollos podrían redefinir los conflictos de baja intensidad, operaciones urbanas o misiones de protección civil. Y aunque aún están lejos de sustituir al armamento convencional, cada avance en este campo es un paso más hacia una guerra donde el silencio va a ir desplazando poco a poco al estruendo.
Las nuevas trompetas de Jericó no derriban murallas sobre las que saltar, sino que detienen a aquello que llegue con aviesas intenciones. Pasa de ser una bola de demolición controlada a un escudo invisible. También define el campo de juego. Donde antes se invocaba lo divino, hoy se invoca la ciencia, y si no hay víctimas, mejor que mejor.
