'The Last of Us - Part I': Un videojuego en la carretera de Cormac McCarthy
Este remake del popular videojuego está mucho más cerca de su experiencia estética soñada porque la tecnología actual así lo permite
«Despertó por la noche y se quedó a la escucha. No conseguía recordar dónde estaba. La idea le hizo sonreír. ¿Dónde estamos?, dijo. ¿Qué pasa, papá? Nada. Estamos a salvo. Duerme. Todo va a ir bien, ¿verdad, papá? Sí. Todo irá bien. Y no nos va a pasar nada malo. Desde luego que no. Porque nosotros llevamos el fuego. Así es. Porque llevamos el fuego».
Cormac McCarthy, La carretera.
Al poco de empezar The Last of Us. Part I, años después de un prólogo estremecedor en el que un padre pierde a su hija, uno puede encontrarse con un graffiti con una frase bien sencilla: «Remember who we were«. Oséase, «Recordad lo que fuimos».
Es inevitable, para alguien que leyó, se horrorizó y fascinó con La Carretera de Cormac McCarthy no recordar inmediatamente ese diálogo inolvidable entre el padre y el hijo anónimos, un diálogo que se repite, en múltiples variaciones, a lo largo de la novela con la misma idea de fondo: «llevamos el fuego». Es decir, aún ardemos. Nos arde el alma. Porque tenemos alma. Porque aún somos, «en el peor de los tiempos», humanos.
The Last of Us. Part I es el carísimo maquillaje a uno de los mejores juegos de la historia. Fue lanzado hace casi una década, el 14 de junio de 2013, y unánimemente recibido como un salto, sin vuelta atrás, en la madurez narrativa del medio. Ahora, tan solo nueve años después, vuelve a la PlayStation 5 en un remake que, si habláramos en términos cinematográficos, sería inaudito —o casi, porque de El asombroso Spider-Man protagonizada por Andrew Garfield al Spider-Man Homecoming de Tom Holland apenas pasaron tres años—. Pero en videojuegos hay otros motivos por los que esta celeridad puede tener una justificación estética y cultural, más allá de la obvia, y predominante, faceta comercial.
Volvamos a McCarthy y La Carretera. No es una novela larga, pero sí es una novela pretendidamente estancada; una naturaleza muerta de un mundo muerto. Con extrema precisión, precisión faulkneriana, McCarthy se pasa la mayoría de las páginas describiendo la estampa de un Estados Unidos asalvajado, bajo el invierno nuclear, donde pasan cosas terribles de tanto en tanto pero donde, la mayoría del tiempo, la experiencia es la del vacío. La del erial.
Rescato un par de párrafos donde se puede apreciar este McCarthy pictórico, concienzudamente descriptivo.
«Se aproximaron despacio por el camino de grava. No había huellas en los trechos ocasionales de nieve a medio fundir. Un seto alto de alheña. Un antiguo nido de pájaros metido allí en el mimbre. Se quedaron en el jardín estudiando la fachada. Los ladrillos caseros como horneados de la misma tierra sobre la que se erguía. La pintura desconchada colgando en largas tiras como seda en rama de las columnas y de los combados cielos rasos. Una lámpara suspendida de una cadena larga en lo alto».
«Cruzaron la ciudad a mediodía del día siguiente. Él tenía la pistola a mano sobre la lona doblada que cubría el carrito. Llevaba el chico pegado a él. Casi toda la ciudad estaba quemada. No había señales de vida. Coches en la calle con una costra de ceniza, todo cubierto de ceniza y polvo. Rastros fósiles en el fango reseco. Un cadáver en un portal, tieso como el cuero. Haciéndole un mohín al día».
Salto a The Last of Us. Parte I. A mis recuerdos de jugador de hace apenas unos días. A la salida de un cementerio, en Lincoln (a tiro de piedra de Boston), Ellie, la chica que me acompaña (yo soy Joel, el padre que perdió a su hija), se acerca a unos restos calcinados. Restos humanos. Dice algo así como «Hostia, puta». Yo digo: «No deberías mirar esto». Ella contesta: «He visto cosas peores». Yo apostillo: «Ah… de acuerdo».
Poco antes, entramos en una casa y encontramos el cuarto de un chaval. Un chaval como Ellie, probablemente en sus 14 o así. Sé que es de un chaval por la precisión con la que está decorada la habitación. Por lo que cuelga de sus paredes. El póster de una película de terror con un licántropo. Otro afiche, con el dibujo de un dragón de lo que seguramente sea un juego de rol. Una colección de mariposas encerradas en un marco de cristal. Desorden en la habitación y, sobre una mesa de trabajo, un diario. Recoge los últimos días de octubre de ese muchacho. Sus padres discutían, a susurros, que parecían gritos (reflexión del chaval), sobre si había que irse de Boston o no, o largarse con la hermana de la mujer, Kate. Pocos días después, el padre intenta consolar a la madre, porque Kate, la hermana salvadora, ha muerto, allí donde estuviera. La última entrada de ese diario era muy breve. Decía algo así como: «Ha llegado el día. Papá dice que algún día volveremos. Creo que miente como un cabrón.»
Experiencias paralelas, las que se viven entre palabras y entre imágenes entre The Last of Us. Part I y La carretera de McCarthy. Pero la que más permea es esa desazón, con momentos de pálida, pero inextinguible esperanza, del largo caminar por un Estados Unidos derruido. Austin, Boston, Lincoln, Pittsburgh, Jackson, Silver Lake y Salt Lake City para The Last of Us. Una nada sin nombres, color gris ceniza, para La carretera. Pero la misma alma. La misma obsesión por la naturaleza muerta, por el universo de objetos que describen las vidas desarraigadas. Por los palimpsestos humanos y vegetales que transforman los espacios conocidos —una carretera, un colegio, una gasolinera— en lugares inciertos, agrestes; salvajes. Si los personajes de rostros borrosos de Hopper esconden sueños, o pesadillas, deben de tener una textura similar a las de estas dos obras.
Volvamos a la pertinencia (estética, cultural) de este remake tempranero. Resulta que en videojuegos hay un soporte para las imágenes mucho más caduco que el del cine o la televisión. En el cine, lo caduco puede estar cuando se intenta reflejar, en lo real, lo falso. Blancanieves sigue fresca como el primer día, pero el impacto de una bala en un wéstern de Hawks es cómico si lo comparamos con el tiro en la cabeza de Michael Corleone al mafioso Sollozo. En el videojuego esto se multiplica cuando el objetivo estético de tal obra persigue el realismo. Todo es simulación, y por tanto coherente sobre sí mismo, como ocurre en la animación, sin empastes entre lo real y lo irreal. Pero los límites de esa simulación definen también límites en lo estético.
The Last of Us. Part I está mucho más cerca de su experiencia estética soñada porque la tecnología le permite, nueve años después, ser mucho más fiel a esa obsesión por la naturaleza muerta y por la esperanza que transmiten, en sus sutiles emociones, los personajes. En lo segundo, hay un infinito avance en la animación de los personajes, sobre todo en las situaciones que suceden mientras se juega y no en las secuencias pasivas, cinematográficas, y muy constantes, que enhebran los momentos de juego. En lo primero, hay una gigantesca cantidad de nuevos objetos que personalizan cada carretera, cada casa, cada espacio público o natural. Que permiten pararse, por ejemplo, a leer con todo detalle, los textos que acompañan a una exposición de la guerra civil (norteamericana) o los títulos de los libros que ocupan los anaqueles del estudio de un arquitecto. Esa precisión frena la experiencia, como en el caso de McCarthy, la ralentiza, porque el detalle obliga el ojo a mirar y, muchas veces, guía la mente a imaginar.
Me despido con un momento particularmente bello que rescato, de nuevo, de mi memoria de The Last of Us. Part I. En el breve viaje por el bosque que separa Boston de Lincoln, Ellie comenta, fascinada: «¿Esto es un bosque? Nunca había visto uno.» ¿Por qué? Porque es una hija de un mundo, allá por el dos mil treinta y tantos, donde moverse de tu ciudad es casi una quimera irrealizable, porque sobrevivir en sus calles lo es también. Ese momento de luz, pálida pero inextinguible, me recordó un comentario de mi hijo que me llegó a lo profundo del corazón. Al poco de concluir la pandemia, a sus cuatro tiernos años, descubrió un concepto increíble: Cuando las cosas fueran mejor, se podía visitar las casas de sus amigos del cole. A los seis, pudo cumplir ese sueño. Me alegra que no haya tenido que esperar, como Ellie, hasta los 14.