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¡Dejen gritar al pianista! La historia del talento insuperable de Glenn Gould

Sabemos de Glenn Gould que nació el 25 de septiembre de 1932 en Toronto, que su madre dio a luz en su propia casa. Sabemos que su padre era pianista a nivel aficionado y que fue su madre la verdadera profesional. Ella misma le dio las primeras lecciones. Cuentan los biógrafos que el pequeño Glenn aprendió a leer música antes que a leer palabras, que su talento evolucionaba a toda velocidad y que a los diez años ingresó en el conservatorio de su ciudad, donde el chileno Alberto Guerrero asumió la comprometida responsabilidad de dar lecciones al niño de las manos prodigiosas. Comprobamos por las fotografías de la época que el pequeño Glenn todavía no adoptaba la extraña postura.

Glenn Gould, con 14 años, junto a Mozart [su periquito] y Nicky [su perro]. | Fuente: Archivo de Ontario | Wikimedia
Sabemos de Glenn Gould que era un maniático sin remedio y un hombre de costumbres: llevó consigo la misma silla durante 21 años, tallada con las manos de artesano de su padre, que tuvo la cortesía de cortarle las patas hasta que quedó un objeto de 33 centímetros de altura, un asiento que es todo agujero y un respaldo destartalado con el paso del tiempo. [Si quieren verla, está expuesta en el Museo de Historia de Canadá]. Gould siempre quitaba hierro al asunto de la silla, que los curiosos destacaban como símbolo mayor de su extravagancia. Pero lo hacía con las maneras tramposas del ilusionista veterano: al tiempo que negaba su importancia, alimentaba su mito hablando de ella como “un miembro de la familia”.

A Glenn Gould habría que imaginarlo con unos dolores terribles en la espalda, siempre encorvada, y con la nariz tapiada por las motas del polvo que aspiraba del piano, al que acercaba el oído y le canturreaba con la secreta convicción de que lo hacía sonar como nadie. Esta expresión provocaba que los más ortodoxos perdieran los papeles. Cuando vemos a Gould interpretando las partituras, lo advertimos ajeno al mundo por una música que reproducía por dentro y que sus dedos convertían en asunto de todos, provocando en sus espectadores y acompañantes el estremecimiento desaforado que produce la belleza extrema. Los más entendidos definen su trabajo como revolucionario, no tanto por su conducta nada protocolaria como por las interpretaciones personalísimas que hacía de los clásicos, especialmente de Bach, a los que reproducía con un ritmo más sutil y pausado.

Sabemos de Glenn Gould que se entregó a la música sin condiciones, que vestía guantes en cualquier época del año –en los días fríos, con una capa doble–. Sabemos que únicamente desnudaba sus manos para entrar en contacto con el piano y que las ponía a remojo durante 20 minutos antes de cada concierto. La ansiedad lo acompañó durante toda su vida y le calmaban los ansiolíticos en los recitales y el Nembutal en las noches, cuando escuchaba la radio hasta que le vencía el sueño.

En ocasiones Glenn Gould anulaba conciertos en el último minuto por verse incapacitado para la perfección, sin atender a la imposibilidad de ser sublime todo el tiempo. A los 34 años cobró la determinación de abandonar los escenarios para siempre, lo hizo dejando una cita con un componente ideológico muy poderoso: “El concierto ha muerto”. Quien quiera escucharme, debió pensar, que encienda la radio y compre mis vinilos. Sus biógrafos relatan que experimentó desde entonces en la soledad del estudio, con el abanico infinito de posibilidades que proporciona la sala de edición. El esfuerzo del virtuoso pianista encontró el reconocimiento sincero de Herbert von Karajan [uno de los directores de orquesta más importantes del siglo XX]: “Su estilo abrió el camino del futuro”.

¡Dejen gritar al pianista! La historia del talento insuperable de Glenn Gould
Glenn Gould, con 27 años, en un encuentro con la prensa en Londres. | Foto: AP

La noticia de su muerte llegó como una sorpresa. Dos días después de cumplir 50 años, hospitalizaron a Gould por una hemorragia cerebral. No se le conocían vicios excesivos: no fumaba, no bebía, tan solo se automedicaba movido por una hipocondría incontrolable. El 5 de octubre de 1982 emprendió el viaje. Hay una nota triste en la necrológica que le dedicó El País tras desvelarse el acontecimiento: “El fallecimiento de Glenn Gould no ha producido especiales reacciones en los medios musicales del Canadá”. Ahora, sin embargo, no hay año en que no se escriba un libro que lo recuerde, ni un crítico artístico que no lo cite con devoción. El eco de su música despertó nuevos ecos y esa fue, en última instancia, la obsesión primigenia de Gould: “Lo que ocurra entre mi mano izquierda y mi mano derecha es un asunto que no le importa a nadie”.

El 31 de enero de 1960, el recto y siempre elegante Leonard Bernstein [director de orquesta de la Orquesta Sinfónica de Nueva York] quebró la costumbre de guardar silencio antes de los recitales para presentar la interpretación de Concierto para piano no. 1 en re menor de Johannes Brahms a cargo del afamado Glenn Gould, quien abordaba el piano con la postura del guepardo que acecha a la gacela. “Están a punto de escuchar una interpretación, yo diría, poco ortodoxa, una interpretación singularmente distinta a cualquier otra que haya escuchado o soñado”, anticipó Bernstein, en un preludio elogioso a una de las noches más memorables del pianista. “Les puedo asegurar que esta semana colaborando con el señor Gould en la preparación del concierto ha sido toda una aventura, y es con ese mismo espíritu que ahora se lo presentamos a ustedes”.

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