Emmanuel Macron lleva nombrados siete jefes de Gobierno. Los dos primeros le duraron más o menos, pero los siguientes apenas llegaron a un curso escolar y el último ni eso: 27 días ha estado Sébastien Lecornu al frente del Ejecutivo.
¿A qué se debe este carrusel político?
La verdad es que los franceses llevan peleándose entre ellos desde los tiempos de Clovis. Lo explica muy bien Pierre Daninos en sus Cuadernos del mayor Thompson. «En los manuales de geografía —escribe— viene que Gran Bretaña tiene 70 millones de personas […]. Pero de Francia deberían decir que está dividida en 68 millones de franceses. Francia es el único país donde, si uno añade 10 ciudadanos a otros 10, no obtiene una suma, sino 20 divisiones».
No le faltaba razón al bueno de Daninos. Da igual el asunto que elijas: la OTAN, Dios, el nudismo, Napoleón… Si un francés se manifiesta a favor de algo en, digamos, París, otro lo hará en contra instantáneamente en Marsella, y sin necesidad de que el de Marsella haya visto ni oído nunca al de París. Es algo tan enigmático como el entrelazamiento cuántico, solo que en lugar de cambiar al mismo estado, como hacen las partículas subatómicas, los franceses cambian al estado diametralmente opuesto.
El peor antagonismo es, de todos modos, interior. Los franceses no se ponen de acuerdo ni consigo mismos. Alardean de republicanos, pero se les cae la baba si les imponen el toisón de oro; perfeccionaron el jabón, pero son los europeos que menos se duchan; darían gustosos sus vidas por Francia, pero los ahorros prefieren entregárselos a Suiza, y quieren, en fin, un estado de bienestar generoso, pero se niegan a pagar más impuestos.
De Gaulle ironizaba que era imposible gobernar un país con 300 quesos, pero los últimos recuentos elevan el número de quesos a 2.000 y, cuando uno lo tiene en cuenta, el que Lecornu haya aguantado 27 días tampoco está tan mal.
