En Alemania está causando furor la expansión de una nueva cadena de cafeterías llamada LAP. Su clientela encuentra en ella café de calidad a un buen precio. El espresso cuesta un euro cincuenta y el capuchino dos cincuenta, pero la carta incluye además bebidas exóticas (al menos para mí), como el té matcha de arándanos, la limonada yutsú o el café proteico.
Naturalmente, no todos están contentos. Las redes sociales arden con comentarios airados que acusan a ELEAPÉ de empujar a la bancarrota a las cafeterías tradicionales, y hay que decir que con toda razón. De eso va justamente el progreso. Los negocios más eficientes expulsan del mercado a los menos eficientes, y esta «destrucción creadora» hace posible que los consumidores disfrutemos de bienes y servicios más asequibles.
La prosperidad no consiste en que nos metan más dinero en el bolsillo, sino en que nos saquen menos, es decir, en que con el fruto de las mismas horas de trabajo podamos comprar cada vez más.
Pensemos en banalidades como viajar o alumbrarnos. En mil ochocientos cincuenta ir en diligencia de París a Burdeos requería dos días y el sueldo de un mes; hoy lo haces en dos horas y no te cuesta ni un día de salario. Y para obtener una hora de luz, en el siglo dieciocho había que trabajar seis horas; hoy te basta con una décima de segundo.
A lo largo de este camino, millones de empresas han caído. El tren acabó con los muleros y la electricidad con los fabricantes de velas. Una lástima, pero ¿se imaginan que hubiese prevalecido el criterio de quienes defendían los medios de transporte y de iluminación tradicionales?
Quién sabe cómo sería el mundo, pero seguro que ahora no estábamos discutiendo de lo que cuesta un capuchino o de si es mejor empezar el día con un té matcha de arándanos, una limonada yutsú o un café proteico.
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