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Seductoras y mortíferas

Me pregunto cuánto tiempo van a tardar los ofendidos habituales en decidir que todas estas espías son una nueva cosificación de la mujer

Seductoras y mortíferas

Imagen de Kleo.

«¡Qué soplo de aire fresco! Con suspense pero también muy divertida», dejó dicho Stephen King el pasado verano en Twitter sobre la teleserie alemana ‘Kleo‘. Como las vacaciones estivales –con sus infinitas tentaciones– no son exactamente propicias para maratones televisivas, anoté la recomendación en mi lista de visionados pendientes para los meses fríos. Y el momento llegó esta semana.

‘Kleo’, de la cual ya se ha contado lo necesario en THE OBJECTIVE en un notable artículo firmado por el experto en ficción televisiva Jován Pulgarín, es la historia de una agente secreta con todos los elementos para gustar que requiere este subgénero de los relatos de espionaje. Pura serie B bien facturada y con las dosis necesarias de intriga, violencia y seducción. Si eres hombre, blanco, de más de 35 y absurdamente hetero, esta es tu serie. «¿Cómo no vamos a elegir una serie de espías ambientada en el Berlín de 1987 y con una protagonista guapa, rubia, que resulta ser una asesina consumada con carita de ángel?», ironizaba A. J. Ussía en un reciente reportaje de El Confidencial.

Dirigida por Viviane Andereggen y Jano Ben Chaabane, esta producción de ocho episodios, que se ha convertido en un éxito internacional y de la cual Netflix prepara ya la segunda temporada, tiene como personaje principal a Kleo Straub (interpretada por la actriz germana Lelia Haase): una mortífera ejecutora de la Stasi cuyas misiones habituales consisten en cruzar al otro lado del telón de acero para neutralizar a algún enemigo de la RDA. Sin ánimo de hacerles spoiler, la muchacha es traicionada por los suyos y nos vamos a pasar el resto de la serie presenciado su venganza y descubriendo el por qué de aquella sucia maniobra. Entretenimiento del bueno, con conspiración internacional incluida, estética pop y la caída del Pacto de Varsovia en el trasfondo.  

Lo de menos es, quizá, la trama de enredo y de aventuras mediante la cual los guionistas quieren mostrarnos primero el contraste entre las dos Alemanias para revelarnos después que ambos regímenes se necesitaban como razón de ser del uno contra el otro. Lo que más me atrae en Kleo es la reivindicación y actualización de ese subgénero denostado que nuestro compañero Pulgarín llama «mujeres entrenadas para matar», en una época en que la perspectiva de género se está imponiendo drásticamente en el análisis del espectáculo audiovisual. Pero estamos yendo quizá muy deprisa.

Para ponernos en situación, diremos que siempre ha habido mujeres espías. Y algunas pasaron a la historia reciente por su talento artístico y belleza, combinando sus carreras con labores de investigación. Piensen en Mata Hari, Joséphine Baker, Coco Chanel, Nadezhda Plevítskaia, Marlene Dietrich o Aline Griffith, Condesa de Romanones. Menos glamurosas, pero igualmente eficaces, fueron otras tantas agentes que trabajaron para ambos bandos, como Daphne Park, Noor Inayat Khan, Zoïa Voskressenskaya, Virginia Hall, Margarita Konionkova, Elizabeth Bentley o Elena Modrjinskaïa. Sus vidas fascinantes han dado lugar a no pocos libros biográficos o ensayos, destacando los de Judy Batalion, Larry Loftis, Liza Mundy, Kate Quinn, Christine Wells o Ariel Lawhon, sin olvidar el reciente y muy recomendable Liciencia para espiar (2022) de Carmen Posadas.

El trabajo de estas espías de carne y hueso solía ser obtener información –con sus dotes sociales y su capacidad de seducción– y transmitirla; cuando no realizar pequeñas operaciones de sabotaje. Algunas fueron encarceladas o torturadas; otras murieron por ello. Pero muy pocas mataron, quizá porque no estaban entrenadas para ello.

Los relatos de espías, como los conocemos en la actualidad, van parejos a la creación de las primeras de agencias de contrainteligencia y propaganda a mediados del siglo XIX. Hugo novelistas serios que se interesaron por el tema, desde Fenimore Cooper hasta Balzac, pasando por Conrad, Kipling o Alejandro Dumas padre, que creó la que es probablemente la primer mujer espía de la novela moderna: esa despiadada Milady de Winter que volvía locos a D’Artagnan y sus compañeros en Los tres mosqueteros (1844).

Los relatos de espías, como los conocemos en la actualidad, van parejos a la creación de las primeras de agencias de contrainteligencia y propaganda a mediados del siglo XIX

Con la Guerra Fría llegó la era dorada del género gracias a autores como Graham Greene, John Le Carré o Ian Fleming, pero salvo en los libros de este último, las mujeres no jugaban más que un rol secundario. Fue el creador de James Bond quien decidió emparejar a su agente 007 con ayudantes o antagonistas femeninas que jugaban a confundir al héroe con sus devaneos carnales. Y muchos cinéfilos devotos recordarán todo un catálogo de sofisticadas chicas Bond, a cual más atractiva, que conferían un innegable sex-appeal a la franquicia: de Ursulla Andress a Ana de Armas, sin olvidar a Britt Eckland, Barbara Bach, Corinne Cléry, Carole Bouquet, Denise Richards, Halle Berry, Evan Green, Monica Bellucci o Léa Seydoux. Algunas –no todas– comenzaban intentando asesinar burdamente a Bond y terminaban indefectiblemente rendidas en sus brazos. Pero en pocas ocasiones las veíamos entrar en acción, repartir hostias como panes y mostrarnos su faceta más letal.

Todo cambió con Nikita, dura de matar (1990), aquel largometraje de Luc Besson donde la guapa Anne Parrillaud encarnaba a una peligrosa delincuente desarraigada de 19 años reconvertida en implacable sicaria de los servicios secretos. La chica no necesitaba de ningún partenaire masculino para despachar villanos por docenas y dejar al público ojiplático. El éxito de taquilla fue tal que Hollywood tomó cartas en el asunto realizando sendos remakes: el primero para la gran pantalla (La asesina, 1993) con una Bridget Fonda poco creíble como agente sanguinaria, y el segundo en forma de teleserie (La femme Nikita, 1997-2001), con una rubísima Peta Wilson cual Vigilante de la playa con automática de 8 milímetros que sedujo a los televidentes a lo largo de cinco temporadas. 

Desde entonces, la ficción de las últimas décadas ha ido sofisticando el estereotipo para conferirle mayor atractivo visual y apariencia peligrosa: más juventud, belleza, voluptuosidad, manejo de armas letales y maestría en la lucha libre. Melena salvaje, boquita pintada y mirada fría, imperturbable, a la hora de apretar el gatillo con decisión o rebanar certeramente el cuello de un temible adversario, casi siempre masculino. El cliché, lo crean o no, funcionó desde el principio y todavía funciona. 

Desde entonces, son numerosas las estrellas del séptimo arte que se han prestado a interpretar –con mejor o peor resultado– estos papeles de tías buenas mortíferas que contribuyen, con sus camisetas de tirantes ajustadas y metralletas tamaño king-size, a elevar los índices de testosterona de la población: Angelina Jolie en Salt (2010), Charlize Theron en Atómica (2017), Jennifer Lawrence en Gorrión Rojo (2018), Jodie Comer en Killing Eve (2018-2022), Sasha Luss en Anna, el peligro tiene nombre (2019), Olga Kurylenko en Centinela (2021), Mary Elizabeth Winstead en Kate (2021) o Jessica Chastain, Marion Cotillard y Penélope Cruz en Agentes 355 (2022). 

Y la fiebre se ha ido propagando al gaming, con títulos como el muy realista Sniper Girls (2016) o el simpático The Operative: No One Lives Forever (2000), ambientado en los 60 y protagonizado por una agente Cate Archer que trabaja para la organización UNITY luchando contra criminales locos que quieren conquistar el mundo.

La iconografía de chica sexi con pistola –de la cual se venden incluso posters para cuartos de adolescentes, talleres mecánicos y bares de camioneros– alcanza en la teleserie alemana ‘Kleo’ una nueva dimensión. Junto a los tópicos manidos del sub-género, no faltan aquí el humor negro, los guiños a Tarantino –Lelia Haase parece haber preparado el papel visionando en bucle a Uma Thurman en Kill Bill (2003)–, la preceptiva galería de malos malísimos que vamos descubriendo en cada capítulo y, por supuesto, algunas escenas de sexo soft donde podemos admirar la belleza al natural de nuestra nueva actriz fetiche. 

Visto desde una perspectiva de género, me pregunto cuánto tiempo van a tardar los ofendidos habituales en decidir que todas estas espías seductoras y mortíferas son una nueva cosificación de la mujer reducida a un estereotipo irreal y fantasioso, como esas chicas del Playboy perfeccionadas a base de Photoshop que solo existen en el papel cuché. Mientras no salte la polémica, disfruten ustedes, como decía Stephen King, de este soplo de aire fresco.

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