Lo auténtico es feúcho y está sobreiluminado
«Si yo les digo que he comido en un sitio auténtico en Tokio, ¿qué se les viene a la cabeza?»
Pensemos en el adjetivo «auténtico». A mí me provoca sentimientos encontrados: por un lado, me atrae irremediablemente con su poder magnético, como si fuese un Santo Grial que, al obtenerlo, te proporciona una experiencia insólita. Por otro, la busca de lo auténtico, al menos en los viajes, se ha llegado a convertir en una misión que no sé si quiero llevar a cabo siempre. Por suerte, me parece que en mi primer viaje a Tokio (fui hace poco. ¡Así soy de suertuda!), he rozado la autenticidad. O más bien diría que me he revolcado en ella.
Si yo les digo que he comido en un sitio auténtico en Tokio, ¿qué se les viene a la cabeza? Probablemente cortinillas de colores colgadas de la fachada de esas pequeñas tabernas japonesas llamadas izakayas. Y también mesitas bajas con sillas sin patas, a la manera tradicional nipona, en las que comes sin zapatos, pues te los has quitado a la entrada. Y, cómo no, una barra de bar en penumbra con sus correspondientes banquetas, tras la que cocina un anciano maestro que te sirve lo que le ha venido en gana preparar ese día, nada de un menú largo dividido en secciones a gusto de la clientela.
Algo de eso había en el restaurante al que entré al no encontrar ningún otro en esas calles de Asakusa, un barrio tokiota donde visité templos y tiendas de objetos de cerámica y utensilios de cocina. No me pidan que recuerde el nombre del local porque solo figuraba en kanjis, los caracteres prestados del chino que se usan también en japonés. Nada más entrar, me tuve que quitar las botas, que dejé allí mismo en el suelo. Cuando quise ir al baño, me ofrecieron unas chanclas de piscina a disposición de los clientes, pero decliné la oferta.
El restaurante estaba especializado en okonomiyaki, un plato parecido a una tortilla francesa o a una pizza –por encontrarle alguna semejanza con recetas de estos lares–, cuyos ingredientes son principalmente huevo y repollo en juliana. El plato se cocina ante tus ojos sobre una plancha que es en realidad tu propia mesa. La idea, y también la gracia del plato, es que te lo comas directamente de la plancha.
Cuando llegué –y también cuando me fui– el restaurante estaba vacío. Me recibió su dueño y cocinero, un hombre que, calculo, sería de mi edad. Pronto apareció su madre, que colocó mis toscas botas en un armarito con baldas. Se lo agradecí con un «arigató gozaimas» y una reverencia. Hasta aquí, el pintoresquismo no podía ser mayor: ¡Había dado con un restaurante familiar en Tokio! Me senté en los asientos bajos que, en este caso, se parecían demasiado a unas sillas de oficina negras, aunque sin patas. La luz de los tubos fluorescentes del techo me hacía daño en los ojos, de tan intensa y blanca. El resto de los muebles era de conglomerado recubierto de melamina y las paredes estaban forradas con listones de una madera de origen quizá no vegetal.
Llegó el momento de pedir. Por suerte, más o menos conocía el okonomiyaki, y además confiaba en Google Lens (nunca una app me fue más útil) para entender la lista de ingredientes. Pero aquí aparece un giro de guion: me decanté por la segunda especialidad del local, el monja (pronúnciese «monya»), que escribo en cursiva porque no tiene nada que ver con ninguna madre superiora. El monja, abreviatura de monjayaki, es otro tipo de okonomiyaki que yo no puedo distinguir del primero. Pongamos que el monja es salami y el okonomiyaki, salchichón.
Como dije antes, ambas recetas comparten el huevo y el repollo en juliana como ingredientes básicos, pero en aquel momento yo desconocía cuáles eran. Los demás complementos los eliges tú de una lista. Yo aposté por el jengibre, el huevo (redundancia) y los fideos soba, tras descartar otros ingredientes como queso, algo que no asocio en absoluto con la cocina tradicional japonesa, y algunas opciones ininteligibles. Le pregunté al cocinero, máquina mediante, si mi elección le parecía adecuada, pero los japoneses no se complican la vida: sonríen y asienten, así hayamos pedido zarigüeyas o incluso cucarachas para comer.
Al cabo de un rato, el buen señor vino con un bol metálico que contenía la mezcla del huevo (el de serie y el que yo había añadido como extra) y los demás ingredientes. Los colocó sobre la plancha, que ya estaba muy caliente, y ahí los revolvió hasta crear una gran superficie atortillada. Luego me dejó a mí sola con una espátula de albañil como cubierto y hala, a comer. Lo primero que hice fue quemarme la lengua. De este modo, el sabor del jengibre encurtido que invadía la receta entera no me supo a mucho. Enseguida me di cuenta de que mi guiso de huevo al cuadrado con jengibre y fideos en realidad estaba pensado para un grupo. Intuyo que el restaurante estaba vacío porque la costumbre es recibir a grupos que comparten su monja en momentos de ocio –noches o fines de semana–, no a una española que pide al azar tres cosas de la lista de ingredientes y se come el revuelto entero ella sola un martes a mediodía.
Cuando me terminé hasta la última espatulada –el socarrat que se acabó formando tenía su aquel–, me calcé de nuevo mis botas y salí de allí con la lengua chamuscada, pero con la sensación de que había vivido algo auténtico y probablemente irrepetible, entre otras cosas porque, aunque regrese a Tokio, no sabría llegar de nuevo al restaurante.