Manuel Fernández Ordóñez: «No hay riqueza sin libertad, ni socialismo sin liberticidio»
«Es un error hacer una defensa técnica del capitalismo, basándose en su eficiencia; hay que hacer una defensa moral»
Manuel Fernández Ordóñez (Oviedo, 1977) es licenciado en Física de Partículas. Se doctoró con una tesis sobre dinámica nuclear relativista, sea eso lo que sea, y tras una temporada dedicado a la investigación, emprendió una exitosa carrera en la empresa privada que compagina con una intensa presencia en redes sociales y medios de comunicación y con la escritura de libros con títulos decididamente provocativos, como Nucleares: sí, por favor o En busca de la libertad: el planeta en peligro.
¿Y por qué me parece a mí este segundo título provocativo?
Pues porque cada vez que surge algún contratiempo, lo primero que Juan Español se plantea es: «¿Y cómo no está esto regulado?» Da igual que sea un vertido de petróleo, un incendio forestal o una subida del precio de la luz. La solución es promulgar leyes que restrinjan, que coarten, que prohíban. Y así nos hemos ido cargando con un descomunal y prolijo manual de instrucciones que lo abarca todo, desde las relaciones laborales a las emisiones de CO2, pasando por el tráfico de marfil o el diámetro mínimo de los espárragos.
Manuel cree, y de ahí que lo considere yo un provocador, que hay que dejar que la gente se entienda y se arregle ella solita; que la mayor parte de las veces el Estado lo único que hace es enredar y empeorarlo todo, y que la libertad es, en suma, lo que puede redimir este planeta, porque ya lo ha hecho en el pasado.
Lo que sigue es una versión extractada y editada de la conversación que mantuvimos para El podcast de El Liberal y que puede escucharse íntegra en la web de THE OBJECTIVE.
Pregunta.- ¿Cómo alcanzaste tus convicciones liberales y por qué te dio por hacer proselitismo de ellas?
Respuesta.- Quienes nos dedicamos a la ciencia tenemos la «obligación moral», entre comillas, de divulgar. Es una parte inseparable de nuestra actividad, porque de lo contrario otros van a ocupar el espacio público con sus discursos. Yo lo vengo haciendo desde hace un montón de años. Probablemente tuve uno de los primeros blogs en España. Durante un tiempo gestioné también el blog de ciencia y tecnología nuclear de la Comunidad de Madrid y luego ya me metí en las redes sociales, etcétera. Se trata, por tanto, de una vocación temprana. El liberalismo vino más tarde, cuando me di cuenta de que había estado tan centrado en la física, que había acabado por no entender nada del mundo que me rodeaba.
P.- Es lo que Ortega y Gasset llama «la barbarie del especialismo».
R.- Exacto. Yo me decía: «Hombre, Manuel, no se puede ir por la vida sin saber qué es la inflación ni para qué sirven los tipos de interés o cómo se fijan». Me notaba muchas carencias, muchísimas, así que me puse a estudiar. Y como lo hice por mi cuenta, no tuve que aprender lo que el Estado considera conveniente. Pude saltarme el falaz keynesianismo y descubrir a [Eugen] Bohm-Bawerk, [Ludwig von] Mises, [Friedrich] Hayek y [Murray] Rothbard [todos ellos representantes de la llamada escuela austriaca]. Comprendí que otro mundo económico era posible y que seguimos aferrados a conceptos cuya ineficacia quedó acreditada hace décadas, si no siglos, dándonos cabezazos contra la misma pared.
«En Occidente atacamos los fundamentos del bienestar heredado, pensando que no pasa nada y que seguiremos tirados en el sofá, con el aire acondicionado, tuiteando soflamas anticapitalistas desde el iPhone…»
P.- Por este estudio pasó no hace tanto Juan Ramón Rallo y me contó que también él había abrazado inicialmente las tesis socialdemócratas y que lo que le abrió los ojos fue la lectura de La economía en una lección…
R.- [Interrumpiéndome] …de [Henry] Hazlitt, igual que yo.
P.- Volveremos, si te parece, sobre su tesis de lo importante que es en economía desconfiar de las primeras impresiones y de lo intuitivo. Antes quería que me hablaras del relato apocalíptico que se ha instalado en la opinión pública, y no me refiero únicamente a la prensa o la radio. En la segunda temporada de la serie El Loto Blanco sale un personaje que ha decidido no tener hijos porque no quiere traerlos a un mundo desahuciado. ¿Tan mal estamos?
R.- Dice [el psicólogo] Steve Pinker que el cerebro humano está genéticamente diseñado para centrarse en los riesgos y las amenazas. Las buenas noticias nos entran por un oído y nos salen por el otro. Por el contrario, si alguien te cuenta algo negativo, te pones inmediatamente en alerta, porque debes adoptar algún tipo de acción defensiva [como huir, esconderte o atacar]. Este sesgo cognitivo lo aprovechan tanto los políticos como los medios de comunicación para captar nuestra atención. Ves el telediario y, salvo la referencia a una victoria deportiva o a algún avance científico, todo lo demás son desastres, y esa distorsión ha dado pie a corrientes sociales [antinatalistas], que abogan por no tener hijos. Yo no estoy de acuerdo. No ha habido ningún periodo de la historia en el que la humanidad haya disfrutado de tanto bienestar, y seguramente mañana sea aún mejor y el planeta sea un lugar más habitable, no menos.
«…Pero cuando los pilares de la libertad y el mercado se vengan abajo, nos convertiremos en Venezuela y no habrá ni sofá, ni aire acondicionado, ni iPhone»
P.- Las estadísticas no avalan que el mundo se dirija al abismo.
R.- Dicen exactamente lo opuesto, lo cual no significa que no haya problemas. Separemos las dos cosas. El 60% de los habitantes del planeta se las arregla con menos de 10 dólares diarios, un tercio carece de acceso a agua potable y cada año fallecen 300.000 mujeres durante el embarazo o el parto. En muchos países tampoco tienen gas ni electricidad y se ven obligados a quemar excrementos de animales para cocinar. Pero cualquiera de estos parámetros era peor en el pasado. La población en situación de pobreza extrema ronda hoy el 10%, pero es que en 1800 era de casi el 80%… Las cosas van claramente a mejor, esa es la verdad, aunque nos venden otra cosa y parece además que nos gusta creerlo.
P.- Dedicas muchas páginas de En busca de la libertad a Thomas Malthus. Dices que ni sus predicciones ni las de sus seguidores se han materializado jamás y, sin embargo, no terminan de perder popularidad.
R.- Es algo que me llama extraordinariamente la atención. Puedes pasarte toda tu carrera profesional vaticinando augurios que no se cumplen nunca y, aun así, no pierdes el halo de gran intelectual. Es lo que le ha ocurrido a Paul Ehrlich, el entomólogo que publicó en 1970 The Population Bomb [en castellano, La explosión demográfica]. A estas alturas, nuestra especie debería haberse extinguido, según sus previsiones. En mi libro reproduzco algunas de ellas, para que los lectores se hagan una idea del nivel de sus, digámoslo claramente, sandeces. [Un ejemplo: «Entre 1980 y 1989, unos 4.000 millones de personas, incluyendo 65 millones de estadounidenses, perecerán en la Gran Extinción». Y también: «A causa del DDT y otros compuestos clorados, la esperanza de vida de los estadounidenses nacidos a partir de 1946 será de 49 años y, si todo sigue igual, la esperanza de vida será de 42 años para 1980»]. Nada de esto se ha materializado, pero en la televisión estadounidense todavía le dieron a Ehrlich una hora de prime time hace tres o cuatro meses. Con noventa y pico de años sigue repitiendo las mismas tonterías.
«No ha habido ningún periodo de la historia en el que la humanidad haya disfrutado de tanto bienestar, y seguramente mañana el planeta sea un lugar más habitable, no menos»
P.- En The Population Bomb anunciaba inminentes y grandes hambrunas no ya en la India, sino en…
R.- [Interrumpiéndome]… en todo el mundo. En Estados Unidos la población se reduciría a la mitad, el aire se volvería irrespirable y la contaminación mataría a millones. En fin… Todo esto se fundamenta en una falacia en la que incurren muchos científicos naturales. Los físicos, por ejemplo, solemos mirar a los de letras por encima del hombro, cuando la economía y la sociología son disciplinas infinitamente más complejas que la mecánica cuántica.
P.- ¿De verdad?
R.- Cuesta asumirlo, a mí me costó mucho. «No puede ser», me decía, pero es así, porque, como explica el profesor [Jesús] Huerta de Soto, las ciencias sociales lidian con seres humanos y los seres humanos tienen voluntad, a diferencia de los átomos y las hormigas. Cuando yo cojo un conjunto de átomos, conozco su vida media y, por tanto, si después de un periodo de semidesintegración vuelvo a mirarlo, sé que me voy a encontrar exactamente con la mitad de átomos, y esa ley es innegociable y no va a cambiar nunca. Pero si preguntas a un sociólogo a quién van a votar los españoles dentro de tres meses, ninguno afirmará que lo sabe exactamente, salvo [José Félix] Tezanos [el presidente del CIS], claro. ¿Y qué ocurre con Ehrlich? Que es un científico natural, un entomólogo, y se piensa que las personas somos como hormigas [o mariposas, que es su especialidad] y que vamos a usar los recursos que nos rodean como hormigas. Pero los humanos pensamos y no empleamos los recursos tal y como se presentan en la naturaleza, sino que los transformamos. Eso es algo que los maltusianos nunca han comprendido: para las personas los límites relevantes de cualquier sistema no son los naturales, sino los económicos.
«Eso no significa que no haya problemas. El 60% de los habitantes del planeta se las tiene que arreglar con menos de 10 dólares diarios, un tercio carece de acceso a agua potable y cada año fallecen 300.000 mujeres durante el embarazo o el parto…»
P.- ¿Y eso qué significa?
R.- La edad de piedra no terminó porque se agotaran las piedras. Se acabó porque desarrollamos la tecnología del metal. [El resto de las especies están sujetas a lo que los biólogos llaman la «capacidad de carga» de un ecosistema, es decir, los recursos disponibles, pero los humanos los creamos. Como señaló el economista Julian Simon: «El ser humano es el último recurso. Es capaz de descubrir nuevos recursos, buscar alternativas a recursos que tienen escasez y mejorar la eficiencia y el reciclado de los recursos existentes»]. Cuando me preguntan si el planeta se quedará algún día sin petróleo, respondo que no me preocupa, porque el petróleo no nos interesa per se. Lo que nos interesan son los beneficios que aporta. Yo no quiero el petróleo para nada. Lo que quiero es que mi coche se mueva y que la bombilla se encienda cuando aprieto el interruptor. Y si mañana mi coche se mueve con hidrógeno y la bombilla se ilumina gracias a paneles fotovoltaicos, pasaré del petróleo, porque no le guardo ningún cariño, y lo traicionaré igual que nuestros antepasados traicionaron a las piedras por el metal.
P.- Es un poco lo que dice [el premio Nobel] Paul Romer, ¿no? Distingue las materias primas de los recursos. Los recursos serían las materias primas una vez transformadas por una idea humana y, dado que las ideas son por definición inagotables, también los recursos lo son… Pero vamos al origen de la riqueza de las naciones, porque esa es la expresión exacta que utiliza Adam Smith para titular su famoso libro [Una investigación sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones], y no por casualidad.
R.- Lo contaba muy bien [el economista] Pedro Schwartz. Decía que la pobreza no necesita explicación, porque es lo normal. Ione Belarra [la exministra de Derechos Sociales] se equivoca absolutamente cuando sostiene que la pobreza no es un fenómeno natural. Al revés. Durante milenios nuestra condición natural ha sido la miseria. Vivíamos como los ciervos, en una economía de subsistencia. ¿Por qué a partir de un momento dado empezamos a prosperar? Eso es lo que hay que explicar. Y si no ves algo tan elemental y partes como Belarra de una premisa equivocada, inexorablemente tus propuestas políticas van a estarlo también.
«…Pero cualquiera de esos parámetros era peor en el pasado. Las cosas van claramente a mejor, aunque nos venden otra cosa y parece además que nos gusta creerlo»
P.- ¿Y cómo consiguió la humanidad abandonar la economía de subsistencia?
R.- La riqueza surge cuando se dan una serie de condiciones, la primera de las cuales es la libertad. Sin libertad no hay progreso. El autoritarismo perpetúa la miseria. Lo hemos visto tantas veces a lo largo de la historia que llama poderosamente la atención que a estas alturas todavía no resulte obvio para todos.
P.- [La historiadora] Deirdre McCloskey me explicaba hace poco que el chispazo que encendió el progreso fue la revuelta de los Países Bajos contra los Habsburgo, algo en lo que los españoles tuvimos una gran responsabilidad, porque matamos a todos sus aristócratas y dejamos a los neerlandeses en manos de una burguesía que traía unos valores distintos, entre los que figuraban la meritocracia y la libertad. Como titula uno de sus libros, Déjame en paz y te haré rico.
R.- No puedo decir que discrepe de McCloskey, pero atribuir el estallido de la Revolución industrial a una causa concreta es muy difícil, porque podría haber surgido en la Italia del XV o en los Países Bajos del XVI y el XVII. Y si fragua en Inglaterra es porque los ingleses se encuentran con instituciones como la banca, las sociedades anónimas o la bolsa de valores, desarrolladas en otros lados. «Es que tenían mucho carbón», se dice a menudo, pero también lo tenían los alemanes. ¿Cuál fue el aspecto diferencial que les dio la ventaja? La tesis de ese grandísimo historiador y divulgador que es Alberto Garín es que Inglaterra tuvo acceso a un mercado que no existía en el siglo el XV y apenas había despuntado en el XVII: Hispanoamérica. En el siglo XVIII, por el contrario, se había convertido en un destino comercial muy atractivo y, gracias a la política proteccionista del imperio español, que mantenía alejados a los contrabandistas peor preparados, los ingleses se encontraron sin competidores. Garín lo ha corroborado en sus excavaciones de Guatemala, donde un 80% de la loza recuperada es británica. Inglaterra tuvo a su disposición una clientela que no tuvieron ni italianos ni neerlandeses y eso impulsó su manufactura con una intensidad que no hubiera sido posible de otro modo.
«A quienes dicen que el capitalismo no es compatible con el medio ambiente, yo les pregunto si lo es más con la Unión Soviética, Corea del Norte, Cuba o Venezuela»
P.- En tu libro recoges un párrafo del Manifiesto Comunista en el que Marx y Engels se admiran de que la burguesía haya desatado en un siglo «energías productivas mucho más grandiosas y colosales que todas las pasadas generaciones juntas». Hablan del telégrafo y el ferrocarril, pero ¿qué dirían si levantaran la cabeza y vieran los aviones, los automóviles, los ordenadores? Alucinarían, sin duda. Esos inventos consumen, sin embargo, más y más materias primas y muchos se preguntan si es compatible el capitalismo con la preservación del planeta.
R.- A toda esa gente lo que yo le pregunto es qué resulta compatible con la preservación del entorno. ¿La Unión Soviética? ¿Corea del Norte? ¿La Venezuela o la Cuba actuales? En un sistema intervenido, en el que no existen propiedad privada ni precios, los recursos van a derrocharse inevitablemente. En el capitalismo, por el contrario, lo que mueve a los agentes es la búsqueda de beneficios y eso automáticamente te lleva a dosificar los factores, porque si consigues hacer más con menos, vas a expulsar del mercado a tus competidores menos eficientes y vas a vender y ganar más… El impacto del hombre en el medio ambiente describe una curva de Kuznets [con forma de U invertida]. Al principio, cuando una sociedad es muy pobre, apenas existe repercusión. Luego, a medida que la sociedad prospera, la huella en el entorno va aumentando, y es natural. A sus miembros lo que les preocupa es comer mejor, resguardarse del frío, impedir que sus hijos mueran y todo ello requiere recursos. A partir de un determinado momento, sin embargo, la curva alcanza su pico, porque los niveles de bienestar han crecido lo suficiente y la gente empieza a inquietarse por la naturaleza. No quiere vivir envuelta en una nube negra ni al borde de un río contaminado. Las sociedades ricas tenemos un respeto por el entorno mayor que las menos avanzadas y, por eso, el remedio a los desafíos medioambientales es el crecimiento. Y el crecimiento viene de la mano de la libertad. Si queremos preservar el planeta, necesitamos más capitalismo, no menos.
P.- Hace unos años estuve en Pittsburgh, la capital de la siderurgia estadounidense. Durante la Segunda Guerra Mundial producía más acero que Alemania y Japón juntos. En los años 70 tenías que llevarte al despacho una camisa limpia para cambiarte al mediodía, porque el cuello y el puño se iban poniendo negros a lo largo de la jornada. Hoy es una de las ciudades más limpias del país. Puedes beber el agua del Ohio.
R.- Y no hace falta que te vayas tan lejos. ¿Cómo estaba Bilbao en los años 80 y cómo está hoy? Nadie cuestiona ya el respeto por el medio ambiente. Es inherente a nuestra cultura.
«En un mercado libre, los agentes buscan maximizar su beneficio y eso los lleva a dosificar las materias primas, porque si haces más con menos, expulsas a tus competidores menos eficientes»
P.- ¿Y qué hacemos con el cambio climático? Porque tú dejas muy claro que no eres negacionista, pero al mismo tiempo consideras que las visiones apocalípticas son un relato político, no científico, y abogas por la adaptación, en lugar de la de la mitigación.
R.- Yo soy negacionista, pero no del calentamiento global, sino de las soluciones que nos venden para arreglarlo. Es un problema muy serio. A pesar de los esfuerzos realizados, en especial por parte de los países ricos, no estamos consiguiendo nada. Las emisiones de gases de efecto invernadero no paran de subir, están en su máximo histórico. En las tres últimas décadas, solo han caído en dos ocasiones: entre 2007 y 2009, como consecuencia de la Gran Recesión, y en 2020, cuando nos encerraron ilegalmente en casa por la covid. Cualquiera diría que para que al clima le vaya bien, a los humanos nos tiene que ir mal…
P.- ¿Por qué no funcionan las resoluciones adoptadas hasta ahora?
R.- Porque los pobres del mundo se quieren desarrollar y, como decía antes a propósito de la curva de Kuznets, van a hacerlo echando mano de los combustibles más baratos y competitivos, que, nos guste o no, son todavía los fósiles. Mientras no les proporcionamos tecnologías que les permitan prosperar de forma respetuosa con el entorno, no conseguiremos atajar las emisiones de CO2. Y la responsabilidad no es suya, sino nuestra, porque somos nosotros los que hemos lanzado a la atmósfera casi todo el gas de invernadero que hay en ella. Carecemos de cualquier autoridad moral para decirles a los pobres del planeta: «Ustedes no se pueden desarrollar como lo hicimos nosotros». Eso es un nauseabundo colonialismo climático.
«Yo soy negacionista, pero no del calentamiento global, que es un problema muy serio, sino de las soluciones que nos venden para arreglarlo»
P.- ¿Y qué es la mitigación que propones?
R.- Debemos asumir que el cambio climático es un hecho, evaluar su impacto y prepararnos para ello. ¿Y cuál es la mejor forma? Ser rico. En Madrid te pueden caer en verano 40 grados, que ni te enteras gracias al aire acondicionado. En la cabaña de hoja de lata de una aldea del Chad las cosas son distintas. ¿Qué remedio hay? Conseguir que los chadianos dispongan de aire acondicionado, no coartando su libertad ni diciéndoles: «Haz esto o haz lo otro». Cuando el cambio climático llegue, que va a llegar, más nos vale tener un África rica que una África pobre.
P.- Las fuentes de renovables se han abaratado mucho…
R.- No lo suficiente, de lo contrario los países pobres las estarían utilizando. Si fuera posible industrializar una economía con energía verde, ya lo estarían haciendo, no habría que obligarles a nada.
«Las emisiones de gases de invernadero no paran de subir porque los pobres del mundo se quieren desarrollar y los combustibles más competitivos para ello son los fósiles»
P.- ¿Y qué sucederá con las zonas del planeta que se inunden por el deshielo de los casquetes polares?
R.- Millones de personas ya habitan zonas situadas bajo el nivel del mar. La mitad de los holandeses viven en terreno ganado al Atlántico. Cerca del 50% de Nueva Orleans se encuentra al nivel del mar o por debajo y el delta del Mekong lo supera por apenas 80 centímetros. ¿Alguien se cree que toda esa gente va a permanecer mano sobre mano mientras las aguas avanzan? ¡Por supuesto que no! Levantarán diques o se irán a otro lado. Los humanos siempre se adaptan, pero démosles los medios y no les prometamos solo mitigación, porque apostar todo a que vamos a frenar el calentamiento global es una jugada perdedora. Quitáosla de la cabeza.
P.- ¿Y las enfermedades que van a producirse? La leishmaniosis estaba confinada al norte de África y poco a poco ha ido subiendo y ya te encuentras casos en Madrid.
R.- Ocurre lo mismo con las garrapatas en Asturias, que ahora las tienes todo el año y antes se morían en invierno. ¡Claro que el clima va a condicionar nuestra existencia, igual que lo ha hecho desde el inicio de los tiempos! Pero si no tenemos ya malaria no es porque hayamos cambiado el clima, sino porque hemos desarrollado la tecnología para combatirla. Con la leishmaniosis pasa lo mismo. No la hemos frenado bajando la temperatura media del planeta, sino con vacunas y collares especiales. Occidente dispone de tecnología para adaptarse al calentamiento. El problema no lo tenemos nosotros. El problema lo tienen los pobres del planeta y, como no les ayudemos, van a venir todos aquí.
«Carecemos de cualquier autoridad moral para decirles a los pobres del planeta: “Ustedes no se pueden desarrollar”. Eso es un nauseabundo colonialismo climático»
P.- Antes hablamos de Henry Hazlitt y de lo importante que es en economía desconfiar de lo intuitivo. ¿No es esa la razón de la impopularidad del mercado, que es muy poco intuitivo? En tu libro recoges una anécdota de principios de los 90, cuando Rusia estaba desmantelando el comunismo y una de sus autoridades visitó Londres y dijo: «¿Y aquí quien se encarga de la distribución del pan?». Si lo piensas, es una pregunta llena de sentido. Lo razonable sería encomendar la asignación de bienes a un funcionario, en lugar de confiarla a miles de particulares que solo piensan en su propio interés. ¿Por qué no funciona el dirigismo?
R.- Porque coarta el descubrimiento de oportunidades por parte de los emprendedores. Cuando tú los dejas interactuar libremente, discurren rápidamente el qué comerciar, guiados por las señales de los precios. Un burócrata no puede coordinar la actuación de esos agentes porque nunca reunirá la información necesaria. [El catedrático de Stanford] Thomas Sowell pone un ejemplo muy revelador en su libro Economía básica. Pensemos en unos granjeros que elaboran yogures, mantequilla y quesos. Los tres productos usan leche y, en la Unión Soviética, un comisario debía determinar cuánta de ella se destinaba a yogures, cuánta a mantequilla y cuánta a queso. Pero, ¿cómo averiguarlo sin meterse en la cabeza de todos y cada uno de los consumidores? Es imposible, así que decidía según su saber y entender y lo que pasaba es que sobraban quesos y faltaba mantequilla y la gente tiraba los primeros y hacía cola para conseguir la segunda, como sucede hoy en Venezuela. Si, por el contrario, tú das autonomía a los fabricantes, el de mantequilla estará dispuesto a pagar más por la leche ante la demanda creciente, mientras que el de queso reducirá su compra al ver que vende menos género. Al final, los comercios dispondrán de las cantidades adecuadas, porque los precios transmiten toda la información necesaria y permiten que todo se regule automáticamente, sin necesidad de supervisión ninguna.
P.- El capitalismo ganó la Guerra Fría, pero perdió la historia de la literatura y hoy lo asociamos a las novelas de [Charles] Dickens y [Émile] Zola. A algunos les resulta incluso inmoral.
R.- Al capitalismo le pasa como a la energía nuclear: se ha intentado realizar una defensa técnica y ese tipo de argumentos no calan en la opinión pública. No basta con decir que promueve una asignación más eficiente de los recursos. Hay que subrayar su moralidad, porque lo indecente es el socialismo, que se basa en la coacción y en decirle a cada cual qué puede producir, cuánto y a qué precio. El capitalismo respeta, por el contrario, los tres grandes derechos que ya enunció [John] Locke en el siglo XVII [en el Segundo tratado sobre el Gobierno Civil]: a la vida, a la libertad y a la propiedad. No hay capitalismo sin libertad ni propiedad privada. Como tampoco hay socialismo sin liberticidio.
«Debemos asumir que el cambio climático es un hecho, evaluar su impacto y prepararnos para ello. ¿Y cuál es la mejor forma? Ser rico»
P.- ¿Pero no se basa el capitalismo en la codicia?
R.- Aunque todos, incluidos tú y yo, nos movemos guiados por el interés propio, lo maravilloso de una economía libre es que coordina todos esos esfuerzos para impulsar el bienestar general. Piensa en un empresario. Por muy codicioso que sea, en un régimen de mercado no puede obligarme a adquirir sus artículos. Solo lo haré si produce algo que me aporte valor. Mark Zuckerberg [dueño de Facebook], Bill Gates [fundador de Microsoft] o Tim Cook [CEO de Apple] no se han hecho millonarios a costa nadie. Esa es otra gran falacia. La riqueza mundial no es una tarta que está dada desde el principio de los tiempos y de la que unos se apropian en perjuicio de otros. La riqueza ha ido creciendo a medida que mejorábamos nuestra eficiencia y Gates, Zuckerberg y Cook son ricos porque millones de ciudadanos hemos decidido darles voluntariamente parte de nuestro dinero a cambio de unos productos y unos servicios que satisfacían nuestras necesidades.
P.- El filósofo Peter Singer dice que el capitalismo fomenta el consumo excesivo y que eso es en sí inmoral.
R.- Yo estoy parcialmente de acuerdo con que compramos muchos objetos que no nos hacen falta, pero forma parte de la libertad. ¿Deberíamos hacer un ejercicio de autocrítica y descartar el consumo superfluo? Probablemente. Pero de ello no cabe deducir que el capitalismo se base en el consumismo. Su fundamento es la acumulación de capital, de ahí su nombre. Y esa acumulación es posible gracias al ahorro. Si no hay ahorro, no hay inversión. La Revolución industrial nunca hubiera tenido lugar si no hubiera habido instituciones como la banca, la bolsa o las sociedades anónimas, que canalizaban el ahorro de los particulares hacia la creación de grandes proyectos.
«Apostar todo a que vamos a frenar el calentamiento global es una jugada perdedora. Quitáosla de la cabeza»
P.- En tu libro ilustras esta idea con el ejemplo de un Robinson Crusoe que, al principio, destina todo su tiempo a alimentarse de bayas, hasta que decide reducir su nivel de consumo para elaborar una herramienta que le permita cosechar más bayas. Esa modesta acumulación de capital mejora su productividad y, por tanto, su bienestar.
R.- El proceso es ahorro, inversión en capital, aumento de la productividad, más ahorro y vuelta a empezar. Ese es el círculo virtuoso del capitalismo, que se dispara con la Revolución industrial.
P.- Y a la luz de este credo liberal tan bien estructurado, ¿qué puntuación le darías a nuestro Gobierno?
R.- Le doy una puntuación bajita, pero no a él solo, sino a todos los Gobiernos de Occidente, que han entrado en decadencia por creerse sus propios cuentos. Desde nuestro bienestar atacamos los fundamentos que lo generan, pensando que no va a pasar nada si los dinamitemos y que seguiremos con el aire acondicionado, tirados en el sofá, tuiteando soflamas anticapitalistas desde el iPhone 15. Pero cuando los pilares de la libertad y del mercado se vengan abajo, nos convertiremos en Venezuela y no habrá ni aire acondicionado, ni sofá, ni iPhone 15.