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Historias de la historia

Alemania: nostalgia de un gobierno autoritario

El triunfo de la extrema derecha en las elecciones alemanas se ha materializado en la antigua Alemania comunista

Alemania: nostalgia de un gobierno autoritario

Fotograma de la película 'Good bye, Lenin', que retrata agudamente la “Ostalgia”.

La izquierda ingenua se rasga las vestiduras ante el resultado de las elecciones generales en Alemania, en las que la extrema derecha ha sido el segundo partido más votado en todo el país, y el primero en los Lander (estados federados) de la antigua República Democrática, es decir, la Alemania comunista.

La democracia ha tenido una vida difícil en Alemania. La monarquía prusiana mantenía muchos poderes en manos del Kaiser en detrimento del parlamento. Por eso en 1918, cuando se produjo la derrota en la Primera Guerra Mundial, todos señalaron al Kaiser como principal responsable, y Guillermo II tuvo que huir de Alemania. El país quedó inmerso en una guerra civil en la que comunistas, anarquistas y nacionalistas rivalizaron en brutalidad. Finalmente prevalecieron las fuerzas centristas, socialdemócratas, liberales y cristiano- demócratas, que en julio de 1919 proclamaron la Constitución de Weimar, así llamada por la ciudad donde se reunieron los constituyentes. La República de Weimar, fue el sistema más genuinamente democrático que conocieron -brevemente- en Alemania del Este durante toda su Historia, hasta la caída del Muro de Berlín en 1989. Pero la República de Weimar fue un resplandor de libertad que se apagó en 1933, cuando se suicidó entregándole el poder a Hitler. Hay que decir que en su corta existencia estuvo permanentemente asediada por el extremismo violento de nazis, por una parte, y comunistas, por otra.

La democracia volvió a Alemania después de 1945, cuando el nazismo fue derrotado en la Segunda Guerra Mundial. Pero sólo para la mitad del país, la parte occidental que habían conquistado americanos e ingleses, donde tras sufrir una necesaria purga llamada «desnazificación», se adoptó el sistema de libertades del capitalismo. La parte oriental, bajo ocupación soviética, cambió el nazismo por el comunismo, que era igualmente dictatorial.

El totalitarismo reinó por tanto en Alemania del Este desde 1933 hasta 1989, cuando el comunismo se desintegró por descomposición interna. La inesperada caída del Muro de Berlín supuso la desaparición de la República Democrática, absorbida, tragada por la República Federal Alemana en lo que se llamó la Reunificación de Alemania. Fue un momento de euforia para los alemanes del Este, de estupor y complacencia para los del Oeste. La democracia había vencido a la dictadura, el capitalismo había derrotado al comunismo.

En el primer momento los habitantes de Berlín Oriental, prisioneros desde que se levantara el Muro, pasaron al Berlín Occidental, asaltaron los supermercados y se compraron una piña tropical, símbolo para ellos de ese añorado consumismo capitalista prohibido por los comunistas. Pero cuando pasó la euforia comenzó la decepción. Hasta la caída del Muro, los alemanes del Este
que lograban «huir del terror rojo» eran mirados como héroes en el Oeste. Pero al desaparecer el Muro y el régimen comunista, los Ossis (como apodaron un tanto despectivamente a los del Este) se convirtieron en los parientes pobres y molestos.

Comenzó entonces un fenómeno social, la «Ostalgía», un acrónimo que mezcla «Ost» (Este, en alemán) con «nostalgia», es decir, la nostalgia del régimen comunista. Su primera manifestación fue que el Partido Socialista Unificado (nombre oficial del Partido Comunista de Alemania Oriental), que se había disuelto junto al estado comunista, renació de sus cenizas con el nombre de PDS (Partido del Socialismo Democrático). En 2005 el PDS obtuvo más de 4 millones de votos en las elecciones generales, y 54 escaños en el Parlamento Federal. En las últimas elecciones, pese a la competencia de la extrema derecha en sus feudos del Este, ha tenido cerca de 4 millones y medio de votos y 64 escaños.

Cine testimonio

El estado de ánimo de esos Ossis fue recogido por dos películas excepcionales, God bye, Lenin y La vida de los otros. La primera de ellas es una producción de 2003 que cuenta una historia muy dramática en forma de comedia. Una mujer de Berlín Oriental, comunista convencida y entusiasta, entra en coma un mes antes de la caída del Muro de Berlín, y no se despierta hasta 1990. Los médicos advierten a su hijo veinteañero que su corazón está muy débil, y que no resistirá el choque de enterarse del fin del comunismo y la desaparición de la República Democrática Alemana.

Como la señora no se puede levantar de la cama, el hijo crea un microcosmos comunista en la habitación materna, con la ayuda de vecinos y amigos, incluido algún nuevo amigo de Occidente, que produce videos con unos falsos telediarios en los que parece que el gobierno comunista sigue vivo en Alemania Oriental. El hijo se toma extraordinarios afanes por conseguir los productos alimenticios originarios del bloque comunista que consumían antes, que naturalmente han desaparecido de los supermercados, barridos por los mucho más atractivos productos occidentales.

La película, que maneja exquisitamente la ternura, el humor y la ironía, fue un gran éxito y ganó una docena de premios, desde el Festival de Berlín a los Bafta británicos, pasando por Valladolid, los Premios del Cine Europeo y los Goya. Pero aparte de contar una historia humana conmovedora resulta un testimonio clarividente de la «Ostalgia».

Una estadística de 2019 indicaba que un tercio de los alemanes del Este creen que la vida no ha mejorado con el capitalismo respecto al régimen comunista. Pero más allá de las frías estadísticas, una realidad cotidiana demuestra que muchos añoran ese pasado: la resurrección de la Vita-Cola. En los tiempos de la República Democrática, como no se podía importar Coca-Cola -símbolo del imperialismo americano- se consumía un sucedáneo de fabricación local, la Vita-Cola. Con la reunificación se cerraron las fábricas de Vita-Cola, naturalmente. Pero en 1994 una empresa local de Turingia se hizo con la marca y reinició
la producción de Vita-Cola. Resulta que había mucha gente como la protagonista de Good bye, Lenin, que echaba de menos los antiguos productos comunistas. Vita-Cola es la bebida más consumida en el estado federado de Turingia.

La otra película que en cierto modo reivindica el honor de los Ossis es La vida de los otros, de 2007, que entre otras cosas ganó el Oscar a la mejor película extranjera. La vida de los otros es mucho más dura que Good bye, Lenin, porque trata del estado policial
establecido por el régimen comunista. Naturalmente lo condena, pero a la vez plantea la humanización de la Stasi, la todopoderosa policía política del régimen comunista, a través del protagonista, un capitán que se mete en la vida de aquellos a los que vigila y termina empatizando con ellos.

Desde fuera de Alemania Oriental resulta chocante el planteamiento de ese film, a nadie se le ha ocurrido plantear la humanización de la Gestapo, por ejemplo. Sin embargo hay que tener en cuenta una realidad, la Stasi contaba con la colaboración de cientos de miles de ciudadanos corrientes. Los archivos de la policía política se destruyeron cuando cayó el comunismo, y se han reconstruido después. En base a esta reconstrucción se dice que la Stasi contaba con 180.000 a 200.000 informantes, pero esta cifra no es segura y posiblemente oculta una realidad mucho más extensa.

En resumen, cualquier persona corriente, cualquier amigo, pariente o vecino, puede tener un pasado de colaborador con el opresivo aparato policial comunista, de modo que más vale pensar que, aunque fuera malo, no era diabólico, por si tu padre era uno de ellos. Curiosamente el director y guionista de La vida de los otros no es un Ossi, es no sólo un cineasta capitalista, sino un aristócrata de prosapia, el conde Florian Maria Georg Christian Graf Henckel von Donnersmarck, que escribió el guion en una abadía austriaca cuyo prior era su tío. Por cierto, ganó el Oscar con su primera película.

Y aquí viene la pregunta del millón. ¿Cómo se pasa de añorar el sistema comunista y votar por el travestido partido comunista del Este, a votar por la extrema derecha? La respuesta más simple es que los extremos se tocan, un razonamiento que explica la simpatía que muestra Donald Trump por Putin o por el dictador de Corea del Norte. Ciertamente es más aceptable un sistema
totalitario de derechas cuando estamos acostumbrados a un sistema totalitario de izquierdas. Ambos suelen tener en común rasgos como el mantenimiento del orden, la seguridad en las calles o la protección de los trabajadores frente a la voracidad del mercado capitalista. Esos son los elementos positivos por los que muchos están dispuestos a sacrificar la libertad.

En el caso de Alemania hay otro factor que explica la situación actual, la inmigración que muchos ven como salvaje. Hace diez años Angela Merkel -que por cierto, era Ossi, aunque rompiese todos los tópicos del Ossi como ser inferior- acogió a un millón de refugiados de la guerra de Siria. Esa llegada masiva de una población difícil de adaptar, sumada a los problemas con la inmigración que tiene toda Europa, ha sido la gasolina de alto octanaje de la extrema derecha alemana.

En el caso de los Ossis el problema era aún más agudo porque resultaba absolutamente desconocido bajo el régimen comunista. Mientras que Alemania Occidental estaba recibiendo inmigrantes desde los años 50 -entonces eran españoles e italianos, y fueron elemento indispensable del “milagro económico” alemán-, la Alemania del Este era un régimen cerrado, con fronteras impenetrables que no dejaban entrar ni salir. Además, allí no existía el paro, porque el régimen comunista no lo permitía.

Ahora en cambio los Ossis sufren una tasa de paro mayor que los occidentales -están peor calificados profesionalmente-, y ven que el Estado, en vez de mantener puestos de trabajo inoperantes para ellos, les da los subsidios a los inmigrantes. La extrema derecha denuncia eso, y los Ossis se dejan manipular. Si un partido les ofrece seguridad a cambio de las libertades políticas, lo
aceptan,
porque es una sociedad que, con el nazismo y el comunismo, se acostumbró durante décadas a ese régimen de vida.

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