La economía de confesionario de Francisco era pura de corazón, pero escasamente práctica
Pocos pontífices han sido más explícitos en su condena del capitalismo, un modelo económico que, según él, «mata»

Una muchedumbre reza el rosario en la plaza de San Pedro poco después de conocerse el fallecimiento de Francisco. | Evandro Inetti / Zuma Press / ContactoPhoto
El respeto con que la extrema izquierda ha acogido el fallecimiento de Francisco no debería sorprender a nadie.
Pocos pontífices han sido más explícitos en su condena del capitalismo. «El dios mercado y la diosa ganancia son falsas deidades que nos conducen a la deshumanización y destrucción del planeta», advertía en 2024, apenas dos semanas después de reunirse con el recién investido presidente argentino Javier Milei. Y unos años antes, en su exhortación apostólica Evangelii Gaudium, había llegado a afirmar que vivimos en una economía que «mata».
«Se sabía que Jorge Bergoglio era antimercado, pero ha superado las expectativas más pesimistas», me reconocía apesadumbrado en febrero de 2017 su compatriota el filósofo Gabriel Zanotti. Yo había solicitado la declaración de Zanotti para un reportaje que publiqué en Actualidad Económica con el título de «¿Van los capitalistas al infierno?». En él explicaba que muchos creyentes liberales se sentían ofendidos cuando iban a misa. «El pensamiento único socialdemócrata se ha adueñado de los púlpitos», denunciaba Vicente Boceta, el fundador y presidente del Centro Diego de Covarrubias, un laboratorio de ideas que defiende una economía libre en el marco del cristianismo. «Un neokeynesiano y hasta un neomarxista pueden ser católicos —se me había quejado en otra ocasión Zanotti—, y me parece bien. Solo reivindico mi derecho a que no se me trate como a un hereje».
Algunas parábolas
Lo cierto es que el Evangelio está lleno de exhortaciones que, de seguirse al pie de la letra, complicarían bastante el funcionamiento de nuestras sociedades occidentales: para ganar la vida eterna hay que venderlo todo y repartirlo entre los pobres, a los mercaderes se les trata a latigazos y a todos los viñadores se les paga el mismo salario, con independencia de su rendimiento.
El propio Francisco insistía al poco de ser elegido en que «todo el cristianismo» se encierra en «las tres parábolas de la misericordia: la de la oveja perdida, la de la moneda extraviada y después la más larga […] del padre y los dos hijos, el hijo ‘pródigo’ y el hijo que se cree ‘justo’, que se cree santo».
Pero como me dijo el padre Robert Sirico cuando lo entrevisté poco antes del covid, sería «una simplificación acusar a Francisco de marxista. Es un hombre muy empático, que se identifica con los débiles y los marginados. En sus años de formación vivió experiencias muy duras en Argentina. La hija de un amigo suyo desapareció a manos de la dictadura militar. Su corazón desarrolló una comprensible solidaridad hacia esas víctimas, pero no es un ideólogo. Él mismo dice que no entiende de economía, y estoy de acuerdo. ¡Ojalá estudiara un poco!»
«Pero no es solo este papa —le dije a Sirico—. La Iglesia ha sido tradicionalmente muy antiliberal».
«No siempre —me rebatió—. San Bernardino de Siena ya subrayó la importancia del empresario en la Edad Media y, en el siglo XVI, mucho antes que Adam Smith, los teólogos de la Escuela de Salamanca teorizaron que el precio justo era el que fijaban las partes en un mercado libre»
Incluso Rerum novarum, la encíclica que inaugura en 1891 la Doctrina Social de la Iglesia (DSI), manifiesta su inquietud ante la miseria que se arracima en torno a las fábricas de la Revolución Industrial, pero defiende la libertad individual y la propiedad privada y condena el socialismo.
Un epifenómeno de la agenda
Esto cambiará, sin embargo, con Quadragesimo anno. «Publicada en 1931 [por Pío XI] —escribe el sacerdote Martin Rhonheimer—, se basaba en la […] suposición de que la causa de la crisis mundial [posterior al hundimiento de Wall Street de 1929] residía en el […] ‘capitalismo desbocado’; el mercado (venía a decir la encíclica), no basta como principio regulador, precisa de una intervención controladora y reguladora del Estado».
Rhonheimer tiene una visión poco complaciente de la DSI. «Se ha intentado construir una continuidad entre las diferentes encíclicas —me dijo cuando lo entrevisté en Madrid—, pero hay varias rupturas».
La primera fue precisamente Quadragesimo anno, que renegó de esa actitud promercado cuyo más insigne representante había sido la Escuela de Salamanca. Los estallidos sucesivos de la hiperinflación de Weimar y la Gran Depresión habían hundido la reputación del capitalismo y tanto la izquierda como la derecha apostaron por alguna variante antiliberal. El llamado solidarismo de Pío XI no fue una excepción. «Las soluciones corporativistas estaban entonces muy de moda —recordaba Rhonheimer—. El propio [Franklin Delano] Roosevelt fue un gran admirador de [Benito] Mussolini hasta la invasión de Abisinia [en 1935]».
En cualquier caso, con la derrota de Alemania e Italia en 1945 los corporativismos cayeron en desgracia y la Iglesia inauguró una tercera fase dominada por la acomodación.
«Al carecer de concepción propia —sostiene Rhonheimer—, ha ido adaptándose a las diferentes modas. Juan XXIII incorporó las ideas sobre los derechos humanos, algo loable, y sobre el estado de bienestar, algo más discutible. Pablo VI asumió las tesis contra el comercio internacional» que en los 60 puso en boga Raúl Prebisch desde la Cepal, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, y «ahora viene la cosa del clima… La DSI —concluye— se ha convertido en un epifenómeno de la agenda del momento».
Una estructura invariable
El catedrático de Teoría Económica Rafel Rubio de Urquía no es tan duro.
«Cuando pones en fila todas las encíclicas que forman el corpus de la doctrina social de la Iglesia, desde la Rerum Novarum de León XIII a la Laudato si’ de Francisco, ¿qué tienes? —se preguntaba retóricamente en aquel reportaje sobre los capitalistas y el infierno. Y respondía—: Yo he sometido los textos a un análisis científico, como si se tratara de un tejido biológico, y resulta que a todos subyace una estructura fundamental, que es invariable».
Los contenidos de las encíclicas se agrupan en tres categorías: principios, criterios de juicio y directrices de acción.
Los principios constituyen el nivel más básico y estable: la importancia de la dignidad humana, el bien común, la solidaridad, la verdad, la justicia o el amor son valores universales y eternos.
Los criterios combinan enseñanzas de peso doctrinal variable y pueden gozar de la inmutabilidad de los principios, como sucede con juicios como que la sociedad está al servicio de la persona, pero también abordan situaciones puntuales, sin proponerse como definitivos.
Finalmente, las directrices conforman la capa más superficial. La Iglesia es consciente de que pueden quedar obsoletas e incluso acabar siendo claramente inapropiadas, como la condena de la libertad de conciencia o la democracia. Pero tampoco puede permanecer al margen de los grandes debates. La Rerum Novarum surgió de hecho para contener la descristianización del proletariado, que estaba dando la espalda a la Iglesia por su pasividad durante la Revolución Industrial.
Este triple nivel dota a la DSI de una enorme flexibilidad y explica, como me decía la expresidenta del Círculo de Empresarios Mónica de Oriol, por qué «hay de todo en la viña del Señor»: en un extremo está la Escuela Austriaca; en el otro, los neomarxistas, y no se estorban. «Francisco es precapitalista. Pero por lo demás es un papa estupendo y sus homilías son maravillosas. La Iglesia no es un cuerpo homogéneo y, mientras no se cuestionen los dogmas, no tiene por qué haber dificultades de convivencia».
Ceguera de los hechos
A la hora de valorar las manifestaciones de Francisco en economía conviene tener también presente su peculiar condición, digamos, laboral.
«Por su tarea de confesores —recordaba Zanotti—, [los religiosos] juzgan los actos a la luz de su intención final, pero un mercado no es una persona y una decisión adoptada con un ánimo inmejorable puede revelarse un auténtico desastre, como los controles de precios». Del mismo modo, un comportamiento inspirado en la codicia puede contribuir al bienestar, como el préstamo con interés que permite sufragar una inversión a largo plazo.
Esta trágica inconsistencia entre resultados y buenos propósitos tendrá siempre a la Iglesia con el corazón partido. Para algunos católicos, como los escolásticos de Salamanca o Zanotti, una operación mercantil será lícita mientras no se cierre con engaño o fraude. Otros, como Juan XXIII o Francisco, reclamarán además una pureza de ánimo encomiable, aunque contraproducente y alérgica a la evidencia histórica de que, como argumenta Ronheimer, «durante los dos últimos siglos, la economía capitalista […] ha mejorado sostenidamente las condiciones de vida de todas las clases sociales, siempre y en todo lugar. Por el contrario, todas las versiones del intervencionismo estatal [las] han deteriorado».
Y no se confundan: es esta ceguera de los hechos, no la pureza de ánimo, la que la extrema izquierda comparte con el papa fallecido y explica por qué ha acogido su fallecimiento con tanto respeto.