Este texto fue escrito por el filósofo Antonio Escohotado el 9 de diciembre de 2020 y THE OBJECTIVE ha querido recuperarlo ahora por su indudable interés.
La posmodernidad nació siendo incondicionalmente hostil a la modernidad, un periodo que comenzó con Portugal y España descubriendo la navegación a larga distancia, siguió simultaneando el reconocimiento de los derechos civiles con impensados progresos tecnológicos, y desembocó en economías de prosperidad sin precedente. El sucesor de este medio milenio tenía en principio razones para sentir orgullo, y el motivo de no ser tal el caso lo explicó el marxista francés François Lyotard en su pionero libro ‘La condición posmoderna’ (1979), donde plantea “un discurso desinteresado por la verdad, que propone microrrelatos para cerrar la página de metarrelatos con pretensiones de dar sentido al acontecer”.
Ajeno quizá a que la última y más ingenua página de ese tipo había sido la escrita por Marx, fue Lyotard quien abrió camino en las universidades norteamericanas a sus colegas Foucault y Derrida, que junto con Althusser y Deleuze forman la columna vertebral del movimiento, y copan hoy la eminencia académica planetaria como otrora Weber, Durkheim y Marshall, o antes Kant y Hegel. Y el primer indicio de que hay efectivamente una cesura entre modernos y posmodernos es que al menos tres de estos últimos –Derrida, Foucault y Althusser- dejaron escritos póstumos reconociendo que su vocación docente alternó con sufrir desde la adolescencia ataques de desasosiego a los pocos minutos de ponerse a estudiar.
Althusser cuenta, por ejemplo, que ser considerado máximo experto en Marx sin haber leído ‘El Capital’ le sumía en un pavor a ser desenmascarado que conjuraba retorciendo cada frase hasta tornarla equívoca, algo que Deleuze sistematizó en ‘La lógica del sentido’ (1969) proponiendo sustituir los conceptos de substancia, esencia y posibilidad por los de “multiplicidad, suceso y virtualidad”, mientras militaba activamente en la facción maoísta Izquierda Proletaria.
El galimatías provocado por escribir desinteresándonos de la verdad, negando sentido distinto de la ocurrencia desconcertante, hizo que Deleuze propugnara “máquinas bélicas nómadas como alternativa a los aparatos estatales”, y confiase la revolución final a los manicomios, fruto a su juicio del fetichismo de la mercancía, donde la esquizofrenia se rescatará a sí misma de la alienación capitalista asumiendo las riendas del gobierno. Entretanto, Lyotard alcanzaba la cumbre de sus reflexiones sobre el microrrelato con la noción de “lo diferende” (le différend), que borra la identidad y la diferencia introduciendo algo que niega ambas nociones, e impide finalmente “preguntar por la justicia o la realidad de cualquier asunto”.
Sin tomar en cuenta los problemas personales de concentración y expresión de estos profesores, cuesta entender qué se gana no pudiendo preguntar por la justicia o la realidad de nada; pero otro aspecto curioso del discurso posmoderno es nacer apoyando abiertamente el terrorismo, y que su compromiso con “lo subversivo” fuese compatible con recibir el Gran Premio de Filosofía de la Academia Francesa, entregado por ministros de Cultura rendidos a los logros conceptuales de sus portavoces. Ellos aceptaron el honor con una satisfacción no enturbiada por venir del vendido a la iniquidad capitalista, pues estaba naciendo lo políticamente correcto y, con ello, el marxismo adaptado a controlar las áreas de educación, comunicación y condecoración en las democracias liberales, transformando la periclitada guerra fría en guerra cultural.
Entretanto, el tipo de docente sin vocación de estudio, dado a embrollar los asuntos con velos sintácticos y neologismos, fue deparando alumnos literófobos, y rectorados dispuestos a aborrecer el espíritu occidental, aunque sus despachos estuviesen en Massachusetts, París o Berlín. Sin ser nunca un fenómeno identificado como tal, o ser siquiera perceptible para sus actores, envejecían las generaciones laboriosas y atravesaban la infancia o alcanzaban su primera madurez generaciones desorientadas por la molicie, ajenas emocionalmente a la tabla tradicional de valores, que ya no se burlarán de los llamados a epatar, ni verán tomaduras de pelo en los happenings de poetas, novelistas y músicos “experimentales”. Menos aún advertirán que los años 50 fueron el semillero para una burocracia cultural calcada de Müntzenberg, que eclosionará entronizando un arte dirigido y subvencionado -“didáctico”-, inapreciable si no lo explica un crítico en la materia.
Décadas después, la jerigonza que resulta, por ejemplo, de cultivar la escritura llamada de cut up y fold in por William Burroughs, cortando y pegando líneas escritas al tuntún, le convierte según el ‘Times Book Review’ en acreedor al título de “máximo genio literario norteamericano”. Las Enciclopedias actuales no dudan tampoco en llamar “artista más influyente del siglo” a John Cage, autor de la celebrada pieza silenciosa 4’33’’, cuyo quid es grabar el ruido ambiente generado mientras media docena de instrumentistas permanecen ese tiempo como a punto de tocar, ofreciendo a quienes no se hubieran marchado el obsequio de volver a oír el barullo previo. También se equiparan en “importancia cultural” el Juan Bautista de Leonardo y la foto retocada por Warhol de Elvis Presley, mientas Kant cede su puesto a Foucault en los planes de estudio, en definitiva porque lo imperante en cada época acaba canonizándose, y el hecho de que el troquel de la propaganda política se mantenga velado realimenta oleadas de vulgaridad creciente.
Para no perderse en la sucesión de eventos y climas morales, disponemos del hilo que empieza siendo la transvaloración implicada en el Nuevo Hombre, purificado por renunciar a la propiedad privada y el comercio, del cual nace la propaganda articulada sobre una implantación de reflejos, cuyo último resultado es el engranaje de posverdad y corrección política. De hecho, el refugio del pensamiento libre ahora es en buena medida una red orientada por el buscador de Google, pues los medios tradicionales reparten abiertamente reflejos amarillistas, sufragados por dos o tres grupos de presión.
Como las cosas se aprecian atendiendo a su propia escasez, era previsible que –al menos en primera instancia- la democratización de los estudios superiores suscitara desánimo investigador. No lo era, en cambio, el espaldarazo institucional a las vanguardias, porque parecían llamadas a sufrir una crisis paralela al retroceso de la propia esperanza totalitaria, y el público a recobrar una espontaneidad suspendida por la amalgama de ideología y propaganda. No obstante, Arco ha logrado competir en espectadores con retrospectivas de pintura o estatuaria clásica, por ejemplo, y el consumidor actual se ha revelado más en vez de menos dócil ante burlas como la crítica contemporánea de arte experimental, o variantes de ferretería y bricolaje como la llamada instalación.
Al mismo tiempo, basta seguir mirando detenidamente para constatar que tanto el posmodernismo como el experimentalismo son también lo contrario de alguna banalidad estacional, pues abundar en extravagancias pasajeras no excluye volver una vez y otra sobre la concepción del mundo que les vio nacer, donde lo sustantivo resulta ser una humanidad victimizada. El irlandés Samuel Beckett (1906-1989), instalado desde 1928 en París, fue el coloso en este orden de cosas, y quizá el único anticapitalista ortodoxo no dispuesto a anclar todo en el fetichismo de la mercancía. Su «revelación» fue «crecer en empobrecimiento, restando en vez de añadir», y no se equivocó pensando que tendría buena acogida «mi interés por la ignorancia y la impotencia».
Dicho interés evocó situaciones y expresiones «anonadadas por el fracaso, el exilio y la pérdida», mediante tramas sin peripecia y protagonistas sin entidad, acordes con un proceso de purificación por simplificación que comienza con los cuatro figurantes de ‘Esperando a Godot’ y termina en la pareja de ‘Fin de partida’; los primeros deambulan por un escenario vacío, y el movimiento de los segundos se reduce a asomar o no la cabeza, ya que cada cual vive en un cubo de basura. Por entonces su vecino y colega Sartre experimentaba lo equivalente a esa revelación preconizando «la venganza infinita del excolonizado», y tras sugerir por primera vez el secuestro de aviones descubriría en Guevara al «superhombre moderno».
Sobre ‘Esperando a Godot’ dijo un crítico que «por primera vez el público queda pegado a la silla aunque no suceda nada durante ninguno de sus dos actos». Pero esto solo empezó a ser cierto tras el reconocimiento de diversos medios, culminados por la Academia Sueca. Durante su estreno -tanto en París como en Londres- hubo desfile masivo de público, acompañado por pitos y abucheos. Ni Shakespeare ni Moliére hubiesen podido vivir de ponerla en escena, y que siga representándose remite al gusto dirigido, hecho a subvencionar música dodecafónica lo mismo que cine y teatro «comprometido». La justificación del Nobel a Sartre fue «una obra colmada por el espíritu de la libertad y la búsqueda de la verdad», y la del mismo galardón a Beckett «lograr que la privación (destitution) del hombre moderno adquiera su elevación».
Hasta qué punto perviven estas razones lo confirma premiar entre otros a Coetzee en 2003, «por su implacable crítica del cruel racionalismo y la moralidad cosmética de la civilización occidental»;. Racionalismo y Occidente son temas proverbialmente filosóficos, y cabía esperar que Coetzee cultivara la filosofía de la historia; pero los dos factores elegidos por el jurado crueldad y cosmética- corresponden a una novela, cuyo protagonista resulta ser un profesor sudafricano blanco, expulsado del gremio por seducir con malas artes a una alumna «especialmente vulnerable». Refugiado en la granja de una hija, a duras penas sobrevive al asalto de tres vecinos negros -pues le prenden fuego, además de violar a la dama-, aunque ambos renuncian a denunciarles por «culpa colonial». Todos son en realidad víctimas, se afirma entre líneas, y qué mísero maquillaje son los cromados.
La Academia Sueca se sumó así a tantos ministerios de Cultura actuales, resueltos a olvidar que la raza blanca no fue quien inventó la esclavitud, sino quien la derogó, unas veces indemnizando a sus propietarios, como hizo Inglaterra, y otras librando una feroz guerra civil como la norteamericana. Si no me equivoco, está por actualizarse una historia económica de las colonias, que nos acerque a la proporción de capital instalado y humano exportada por sus metrópolis, comparándolo con el devuelto en materias primas desde las sucursales. Sin embargo, semejante proyecto de investigación podría vetarse antes de empezar siquiera por racista, islamófobo, machista e inductor de odio; pues algunas instituciones decidieron omitir que de los ordenamientos jurídicos vigentes solo la sharia musulmana sigue admitiendo la esclavitud, y que nuestra civilización es también el único garante del cruce racial consentido, a través de matrimonios voluntarios en vez de dictados por terceros como resultado de compraventas. Fue Oriente, no Occidente, quien ignoró los derechos humanos, aunque hoy el espíritu occidental sea mucho más firme en Tokio que en Los Angeles.
De Europa partió pensar que la independencia inaugurará justicia y prosperidad, una premisa cumplida con creces en Norteamérica y Singapur, aunque no en Haití y Guinea. Lo único seguro es que la perspectiva sartriana del asunto contribuyó a lograr que en África y Oriente Medio se recrudecieran genocidios tribales, corrupción, tiranos y hambrunas. En España nos sentimos orgullosos de haber sido colonia para fenicios, griegos, romanos, visigodos y hasta islámicos de su época gloriosa, mientras no pocos hispanoamericanos aborrecen a los descubridores y colonizadores de su continente, optando por idealizar culturas tan dadas a los sacrificios humanos y al desprecio por el derecho como la maya, la azteca y la incaica.
Con todo, odiar al inglés o al francés sumiría a norteamericanos y canadienses en la inopia del indigenismo actual, un simple reflejo de las devastaciones neurales unidas al resentimiento como brújula. Lo curioso y a la vez previsible es que académicos de la superdesarrollada Suecia presidan el bloque no dispuesto a deslindar arte subvencionado y autónomo, gusto promovido y promoción del sentido crítico. Su fallo inicial, en 1901, descartó la propuesta de Tolstoi y Galdós por «la amalgama de corazón e intelecto» de Sully Prudhomme, un poeta vanguardista de la escuela parnasiana, a quien ni siquiera el galardón permitió superar la herida del tiempo; pero también premió a Camus en 1957, cuando pocos conocían su obra, demostrando de paso que ningún grupo de presión puede considerarse decisivo, como pretende el conspiranoico.
En cualquier caso, de una clase trabajadora condenada en teoría a morir de hambre si subsistiera la propiedad privada acabamos desembocando en el desfavorecido, una categoría donde caben no solo mutilados, disminuidos e indigentes sino el dispuesto a pedir sin dar, y el hecho a recibir con ingratitud. Exaltar la fortaleza moral -aquella combinación de amor propio y respeto por el vecino que corta la tendencia infantil a servirnos de los demás como si fuesen perchas- no casa con una corrección política fiel de un modo u otro a la sumisión exigida por el totalitarismo, de la cual brotan normas dispuestas a discriminar indefinidamente, o fijar por decreto la veracidad, como el engendro llamado ley de memoria histórica.
La meta es un súbdito bien avenido con recortes en el derecho de legítima defensa, que si hasta entonces permitía repeler toda intrusión nocturna a tiros ahora debe respetar la proporción de respuesta y amenaza, sugiriendo en definitiva que lo aconsejable es ponerse cuanto antes en manos de la policía, pues matar podría ser desproporcionado –y dar con nosotros en la cárcel- si los asaltantes se limitaron a violar a las mujeres de la casa, no portando armas.
Pero crecer en autonomía y recursos no es tanto el interés del favorecido como del desfavorecido, pues el reino físico no respeta dogmas ni campañas de imagen, y es temerario imaginar que algún parasitismo recortará la intemperie natural. Defenderse de ella es lo primario, y por mucho que la propaganda suponga otra cosa cambiarnos de ropa no cambiará el clima. Lenin dijo “libertad ¿para qué?” inmediatamente antes de mencionar “un pueblo que al fin tiene aseguradas todas sus necesidades básicas”; pero el quinquenio de su égida coincidió con las más colosales hambrunas recordadas, y la más desastrosa provisión de las demás “necesidades básicas”. Basta tenerlo presente para reivindicar la libertad más que nunca.
Para terminar con una nota no sombría, virtud y concordia nunca dejan de ser iniciativas paralelas, y un arte libre de subvenciones ideológicas es hoy ni más ni menos viable que medios de comunicación realistas en vez de amarillistas. Buena parte sigue estando en nuestras manos, pues el asalto de la propaganda política al entendimiento triunfó básicamente creando desorientación, y bachilleres literófobos que olvidaron entre otras cosas cuál es la velocidad de la luz; pero nada impide que la inteligencia y el sentido cívico se reagrupen, en torno a nuevos o antiguos partidos, y quien aspire a vivir contento lo tiene quizá asegurado si sirve a los demás, aprendiendo y ejerciendo algún trabajo experto.
Para partidarios de sustituir lo idéntico y lo diferente por lo diferende, no es probablemente la mejor noticia que China sea la nueva superpotencia, a la luz de lo ocurrido por ejemplo en Shenzen, su tercera urbe por habitantes, que en tiempos del Gran Salto Adelante tenía 1 dólar de renta per cápita, y hoy ronda los 25.000. No obstante, el antiguo Occidente le hizo muchas perrerías a este pueblo proverbialmente no expansionista, y está por ver si persevera en la actitud adoptada por Singapur y Japón, o su formidable poderío le mueve a ensayar algo distinto. Lo único evidente es que pasó de la miseria a la afluencia legalizando los negocios, lo cual significa dejar de pensar que el interés público pudiera estar reñido con el privado, salvo cuando incurre en delito.