El detalle histórico clave en el relato de la resurrección de Cristo
En cuanto el apóstol Juan se asomó al sepulcro «vio y creyó», pero ¿qué le llevó a convencerse tan rápidamente de que Jesús estaba vivo?
Creer en que alguien ha resucitado de entre los muertos parece contravenir cualquier lógica humana, da igual que hablemos del ser humano del siglo XXI o del de los tiempos de Jesucristo. Por eso, no es de extrañar que los evangelios recojan numerosos testimonios de personas, algunas de ellas muy cercanas a Cristo, que en un primer momento no creyeron en que aquel a quien habían visto clavado en una cruz hubiera salido indemne del sepulcro.
Es el caso, por ejemplo, de los discípulos de Emaús, que comentaban entre ellos el testimonio que María Magdalena y otras mujeres habían dado sobre la resurrección. Lo hablaban, eso sí, en tono de incredulidad: «Algunas mujeres de las que están con nosotros nos han sobresaltado, porque fueron al sepulcro de madrugada y, como no encontraron su cuerpo, vinieron diciendo que habían tenido una visión de ángeles, que les dijeron que [Jesús] está vivo».
Incluso uno de los doce apóstoles, Tomás, se negó a creer en la resurrección a pesar del testimonio unánime de sus compañeros: «Si no le veo en las manos la marca de los clavos, y no me meto mi dedo en esa marca de los clavos y meto mi mano en el costado, no creeré».
Juan «vio y creyó»
Es por eso que sorprende el contundente testimonio de otro apóstol, Juan, el mismo día de la resurrección. El Evangelio narra que Pedro y Juan corrieron al sepulcro alertados por aquellas mujeres que habían ido al sepulcro temprano y lo habían encontrado vacío. «Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo [Juan] corrió más aprisa que Pedro y llegó antes al sepulcro. Se inclinó y vio allí los lienzos plegados, pero no entró».
Un poco más tarde, llegó Pedro, que sí entró en la tumba y, detrás de él, Juan. El Evangelio, entonces, dice que Juan «vio y creyó».
Pero, ¿qué llevó a este apóstol a convencerse tan rápidamente de que Jesús estaba vivo? Lo cierto es que la fe de Juan no se puede hacer descansar sobre un único factor. Para empezar, Jesús mismo había anunciado que resucitaría, aunque los apóstoles probablemente no entendieran entonces el sentido de sus palabras. Pero todo lo que Cristo había profetizado sobre su futuro, especialmente sobre su Pasión y muerte, se había cumplido al pie de la letra. No parecía descabellado, por tanto, seguir fiándose de lo que había dicho Jesús.
Sin embargo, alguien podría haber robado el cuerpo para hacer creer que Cristo había resucitado. De hecho, esta fue la gran acusación de los líderes judíos en los primeros tiempos de la Iglesia para negar que Jesús hubiera vuelto de entre los muertos.
Los lienzos y el sudario de Cristo
La respuesta a esta objeción figura en un detalle que menciona el Evangelio. Cuando Pedro y Juan llegan al sepulcro, se encuentran «los lienzos plegados». ¿Qué ladrón de cadáveres pierde tiempo en ponerse a doblar lienzos?
Pero este asunto de la mortaja de Cristo entraña una curiosidad tanto o más decisiva que justifica por qué el Evangelio se detiene a informarnos de un asunto aparentemente menor como es la posición de los lienzos.
El texto bíblico no solo especifica que los lienzos estaban «plegados», sino que el sudario con que se había cubierto la cabeza de Jesús no estaba junto al resto de vendas, «sino aparte, todavía enrollado, en otro sitio».
Pues bien, esto es importante en relación a una costumbre judía de los tiempos de Cristo. Los rabís o maestros de aquella época solían estar acompañados de un grupo más o menos numeroso de discípulos con quienes compartía toda su vida. El maestro se pasaba el día enseñándoles la ley, y muchas veces aprovechaba el momento de compartir la comida en torno a la mesa para instruir a sus alumnos.
Esas comidas-clases llegaban a prolongarse durante largas horas, de tal manera que había cierto trasiego en la sala donde se compartía la mesa. Por eso, cuando el rabí se levantaba, indicaba al resto si la comida debía continuar porque solo iba a ausentarse temporalmente (por ejemplo, para ir al baño) o si, por el contrario, estaba dando fin al encuentro.
¿Cómo señalaban esto los maestros de Israel? Con su forma de disponer de la servilleta. Si iban a volver a la mesa, la dejaban doblada de una forma concreta al lado de su puesto. En cambio, si querían poner punto y final a la comida, hacía un nudo con la servilleta y la lanzaban al centro de la mesa.
Por tanto, cuando Juan se asoma al sepulcro y ve el sudario doblado aparte, reconoce el signo de todo maestro de Israel cuando informa a sus discípulos de que volverá. Por eso «vio y creyó».