Isabel
Divulgando que es Historia
Divulgando que es Historia
Vaya por delante que está lejos de mi intención hacer un exhaustivo estudio sobre tan insigne personaje como es el de Isabel de Castilla, «Reina de las Españas y de las islas de la mar», que escribiera un tal Cristóbal Colón. Grandes historiadores ya lo han hecho y mucho más documentadamente que lo pueda hacer yo en la brevedad de espacio que supone este artículo. Pretendo, tan solo, dar unas breves notas en pos de la realidad desvirtuada hoy, a mi entender, por los ataques furibundos y exacerbados de la progresía patria, que ya quedaron bien escocidos por el éxito televisivo de la serie sobre este personaje. ¡Que qué magnífico trabajo el de los hermanos Olivares y qué pena que no haya apenas cundido el ejemplo!
Aunque lo malo de las series con pretensiones históricas (excepto, quizás, y cada vez menos, las británicas), es que se empeñan en mostrarnos a los personajes con criterios de hoy en día, desposeyéndolos, y a la serie de paso, del entorno socio-cultural-político-religioso del momento histórico de que se trate. Cuando no directamente desvirtúan también aquél en función de ideologías, también actuales, en pos de un adoctrinamiento más o menos velado.
A Isabel, llamada por la historia «La Católica», el anterior régimen político de este país (he dicho «Franco»: ¡chupito!) la hizo un flaco favor haciéndola depositaria y representante de ancestrales virtudes, más que patrias, universales.
Toda acción excesiva produce una reacción igualmente excesiva. Y hoy, Isabel I es denostada hasta la saciedad por todo aquel que se las dé de progre o revisionista posmo. Ahí van algunas lindezas: que era hija de Álvaro de Luna (es de suponer que de eso, al menos, no se la responsabilice), asesina, envenenadora, adúltera con Ignacio de Loyola con el que llega a tener un hijo, fundamentalista religiosa (expulsión de judíos incluida)… y un largo etc.
Y como es de rigor (¡o en ausencia de!), ni lo uno franquista ni lo otro progre-revisionista. Y en ambos casos, las afirmaciones-acusaciones se hacen fuera del contexto histórico-social-cultural-religioso de la época.
Decía Malraux aquello de «he aprendido que una vida no vale nada, pero también que nada vale una vida». Pues bien, en los tiempos en los que nace, vive y muere Isabel I, el pensamiento malrauxiano se quedaba en la primera parte de la expresión. Cuando menos, no tenía el mismo valor con el que hoy contemplamos el derecho a la vida humana. Y eso era aplicable a todos: reyes y gobernantes, señores y vasallos, religiosos y herejes. Por lo tanto, como primera providencia, no se pueden juzgar con nuestro prisma actual, actos políticos de entonces. Piénsese, por otra parte, que poco tiempo después de la muerte de Isabel, un italiano publicó una obra que hoy en día se sigue estudiando en las facultades de Derecho y de Ciencias Políticas: Nicolás Maquiavelo y su El Príncipe, donde viene a decir, como todo el mundo sabe (aunque literalmente no lo escribe) que «el fin justifica los medios». Y es seguro que el esposo de Isabel I, don Fernando II de Aragón, conoció la obra… si es que no estuvo inspirada en él.
En segundo lugar: de una conjetura, de una suposición, por muy histórica y bien traída que esté, no se pueden sacar conclusiones que nos lleven a afirmaciones y acusaciones taxativas. ¿Realmente hay pruebas de esas acusaciones? Hace uno años salió a la luz un estudio realizado por un investigador sobre los restos de Juan II y Enrique IV, al que Isabel, en su lucha por el poder, lo había calificado de monstruo (físicamente). El estudio, al parecer, demuestra que Enrique IV no tenía las deformidades faciales que Isabel decía, sino que las mismas eran, en realidad, poseídas por Juan II. No sé si se podrán llegar a conclusiones tales después de quinientos años pero, al menos, se ha hecho un estudio serio al respecto. No he podido encontrar el mismo estudio sobre los supuestos envenenamientos que se le atribuyen a la reina. Y éstos son de primera fila. Veamos:
El primero en caer es don Pedro Girón, maestre de Calatrava (que como tal debía permanecer célibe y tuvo cuatro hijos con Dª Inés de las Casas. Cosas también de la época), al que fue prometida por pacto de su hermanastro Enrique IV. El segundo, su propio hermano, el infante Don Alfonso, heredero del trono, y que fallece inesperadamente tras cenar unas truchas. El colofón: el propio Enrique IV, rex, que fallece repentinamente en Madrid.
Estamos de acuerdo en que todos ellos eran piedras en el camino hacia al trono de Isabel, pero dada la mortandad en la época por un quíteme allá esas pajas, y dada la precariedad médica imperante, de ahí a acusarla de envenenadora múltiple va un trecho. ¿Que las muertes de estos personajes pudiera ser debida al veneno? Es posible. Incluso probable. Pero no es seguro que la autora del envenenamiento fuera la pretendienta al trono, aunque lo hubiese podido hacer, que redaños no le faltaban . Es tan solo un «se non è vero, è ben trovato».
En cuanto al fundamentalismo religioso, la expulsión de los judíos y ¡cómo no!, la Inquisición. En aquellos entonces los reyes eran vicarios de Dios y gobernaban por su gracia y providencia. Este era el argumento supremo en que Isabel legitimaba su poder, y así lo expresa Pulgar (don Hernando –o Fernando- y de, no «del»). Se creía en el principio «cuius regio, eius religio», frase latina que literalmente viene a significar «de quien rija, la religión». Es decir, que la confesión religiosa del monarca se aplicaba a todos los ciudadanos del territorio (y, por si acaso, el principio en sí fue acuñado en la Universidad de Greifswald por un tal Joachim Stephani años más tarde de la muerte de Isabel, lo que no empece para que la filosofía del mismo se aplicase). Por lo tanto, los judíos, miembros de otra confesión y no muy populares, constituían un problema de Estado. Y los Reyes (ambos, Isabel y Fernando), lo solucionan mediante el Edicto de Granada en marzo de 1492, decretando la expulsión de los mismos caso de no convertirse.
¿Por qué se critica precisamente esta expulsión? Lo digo porque la primer gran expulsión de la Edad Media fue la decretada por Eduardo I de Inglaterra en 1290; después vinieron las de Francia: 1306 (Felipe IV), 1321, 1322 y 1394; y luego la del Archiducado de Austria, en 1421, previa pira de 270 judíos, confiscación de bienes y conversión forzosa de los niños. Todas existieron, de ellas no se habla, pero ninguna de ellas fue considerada por la Europa de entonces como un signo de modernidad y obtuvo una carta de felicitación de la prestigiosa Universidad de La Sorbona lutecina.
No hay espacio ni tiempo para más, pero era interesante estos apuntes sobre la reina más importante de nuestra Historia, y seguramente de la universal. Y es que como ven, nada es, ni tan bonito como nos contaron en TVE (de hecho más quisiera la pobre Isabel I parecerse a la protagonista de la citada serie), ni tan idílico como nos dijeron a los Boomers en la escuela de antaño. Pero de ningún modo tan aberrante como nos quieren hacer tragar ahora, los revisionistas de la progresía, tanto patria como foránea. ¡Qué daño está haciendo tanto posmo suelto a la Historia de España!