Pearl Harbor, la alarma ignorada
El embajador de Perú en Japón advirtió a los americanos del ataque a Pearl Harbor, del que ahora se cumplen 80 años
«Roosevelt sabía que los japoneses iban a atacar y no hizo nada, quería una excusa para entrar en la guerra», antes de que existiera el conspiracionismo de las redes sociales, existía la calumnia política, y los enemigos de Roosevelt no dejaron de calumniarlo durante sus cuatro mandatos. Le dijeron de todo, pero lo peor fue acusarlo de sacrificar 2.500 vidas para que los americanos pidieran venganza y el Congreso declarase la guerra a Japón.
No hay ninguna prueba de semejante perversidad, pero lo que sí es cierto es que hubo señales, incluso avisos concretos, del ataque japonés a Pearl Harbor, y no se atendieron. En esa época el alto mando norteamericano recibía «miles de telegramas, toneladas de información», según afirma un historiador experto en relaciones nipo-americanas, el profesor Davidann de la Hawaii Pacific University. Pero hay una señal de alarma que nos llama la atención por lo exacta y por el alto rango de la fuente: la advertencia del embajador de Perú en Tokio.
Don Ricardo Rivera Schreiber, nombrado representante del Perú en Japón en 1939, era un diplomático de carrera, pero no uno del montón, sino de los más brillantes de Hispanoamérica. Abogado de formación, ingresó en la carrera diplomática en 1917, y cuando llevaba sólo cuatro años en el cuerpo, antes de cumplir los 30, fue encargado de negocios de Perú en Londres, y recibió el título de «Sir» del rey Jorge V. Desempeñó embajadas importantes en China, Inglaterra, Italia y España, se graduó en Derecho Internacional en La Haya, participó en la creación de la ONU y fue ministro de Exteriores de Perú en los años 50.
A tal señor, tal criado. Rivera tenía un valet llamado Felipe Akakawa, uno de esos peruanos de origen japonés -como el futuro presidente Fujimori- que mantuvieron estrechos lazos con la patria de su familia. Entre esos lazos estaba un primo, Yasukisu Suganuma, que trabajaba de intérprete para la embajada, y que pertenecía al Dragón Negro, una sociedad secreta ultra-nacionalista. El Dragón Negro apoyaba el expansionismo japonés y era famosa su escuela de espías, que formaba agentes para conspirar en los países vecinos. Pero en este caso, en vez de conseguir información el Dragón Negro la proporcionaba, pues el primo Suganuma no hacía más que pavonearse ante Felipe, contándole secretos procedentes del Ministerio de la Guerra. Y Felipe se los repetía a su señor.
«Yo no busqué la información, carecía de medios para ello. Vino a mí directamente de la manera más casual -confesaría el embajador Rivera al diario peruano El Comercio en 1949- Mi valet me contó muchas veces vaticinios (de Suganuma) sobre diversos sucesos de política internacional que siempre se cumplían».
En enero de 1941 las confidencias del primo Suganuma subieron muchos decibelios y Felipe Akakawa acudió alarmado al embajador: «Japón va a la guerra y destruirá a la escuadra americana». El embajador Rivera no se lo creyó, era demasiado tremendo. Pero diez días después el valet Felipe insistió «muy nervioso» con el mismo oráculo: Japón proyectaba destruir la flota americana del Pacífico. ¿Acaso va a atacar San Diego? preguntó incrédulo Rivera, refiriéndose a la principal base naval norteamericana, que está en California. «No, el ataque será en el centro del Pacífico», es decir, en Hawai, donde la flota americana tenía su base avanzada en la bahía de Pearl Harbor.
El embajador seguía escéptico, aunque lo de un ataque a Pearl Harbor tenía más sentido. Y en esas le llegó la confirmación del extremo opuesto del arco político japonés, de un intelectual pacifista.
La confirmación
No todos los japoneses eran ultra-nacionalistas y belicistas, no todos estaban dispuestos a atropellar a los pueblos de Asia y el Pacifico para construir un Imperio. El más importante político liberal y antimilitarista fue el primer ministro Inukai Tsuyoshi, pero en 1932 un golpe de estado del ejército japonés lo asesinó e implantó una dictadura militar, que llevaría al país a la guerra. Entre los que consideraban que esto sería una catástrofe estaba el profesor Furukido Yoshuda, catedrático de literatura de la Universidad de Tokio y buen amigo del embajador Rivera. Dado su conocimiento de lenguas extranjeras, el profesor Yoshuda era consultor del Ministerio de la Guerra.
«El profesor Yoshuda vino a la embajada presa de gran excitación –contaría Rivera- Su país estaba «al borde de una gran desgracia, que le traería la ruina para siempre. El almirante Yamamoto ha trazado el plan para atacar la escuadra americana en Pearl Harbor». Dijo que estaban haciendo un simulacro en una de las islas al sur de Japón». Esta vez el embajador peruano sí se tomó en serio la confidencia, y decidió contárselo a su colega norteamericano, el embajador Grew.
Joseph Clark Grew llevaba casi diez años como embajador de Estados Unidos en Tokio, un periodo demasiado largo para los usos diplomáticos. Los diplomáticos no están normalmente más de cuatro o cinco años en un puesto por el temor a que se «contaminen», es decir, que establezcan relaciones y simpatías con ese país que le hagan perder la objetividad. Grew y su esposa habían hecho muchos amigos en Tokio y se habían integrado perfectamente en la sociedad japonesa, era un caso claro de contaminación, y no se creyó que Japón planease un ataque a traición contra Estados Unidos. No podía ignorar la seria advertencia que le había hecho Rivera, pero redactó un telegrama para Washington (que reporducimos en estas páginas) en el que le quitaba hierro al asunto:
«Mi colega peruano ha contado a un miembro de mi personal [ocultaba que había hablado directamente con él] que ha oído de muchas fuentes, incluidas fuentes japonesas, que las fuerzas armadas japonesas planean, en caso de conflicto con Estados Unidos, intentar un ataque sorpresa a Pearl Harbor empleando todos sus recursos militares. Añadió [el colega peruano] que aunque el proyecto parece inviable, el hecho de escucharlo en varias fuentes le ha empujado a pasarme la información».
Ese mensaje, que lleva fecha de 27 de enero de 1941, devaluaba la advertencia de Rivera. Fue comunicado a los departamento de Guerra y Marina, y llegó hasta el alto mando norteamericano del Pacífico, pero fue clasificado como un rumor más. Algunas fuentes sostienen que el embajador peruano comunicó directamente al secretario de estado norteamericano sus temores, pero en todo caso tampoco tuvo efecto. El 7 de diciembre de ese año de 1941, la aviación naval japonesa lanzó su ataque a traición sobre la confiada Pearl Harbor, y la Segunda Guerra Mundial cambió de rumbo.
Tiempo después, en una carta a un amigo, Ricardo Rivera reflexionaría con sinceridad: «Advertí con anticipación del estallido de la guerra y de cuánto ha sucedido, con una previsión tal que yo mismo me quedo asombrado».