ETA en el cine: la 'batalla cultural' que ganaron los terroristas
Víctor Pérez Velasco cifra en un 40% la hispanofobia y el sesgo favorable a los terroristas en las películas sobre la banda entre 1976 y 2017
Cuando ETA iba tocando a su fin, emergió el término ‘relato’ como piedra dovela del futuro. Desaparecidas las pistolas, la batalla pasó a ser cultural. Una contienda no menos cruda: aquí la sangre no cuaja, pero no significa que no manche; la perspectiva es la trinchera y desde ella se tira a matar de una forma más elegante. En un artículo en 2016, titulado «El olvido que ya fuimos» y publicado en el diario El País, Fernando Aramburu analizaba la guerra fría del ‘relato’:
«La porfía por el control del relato ya se daba antes de que ETA, vencida y diezmada, se viera constreñida en octubre de 2011 a poner fin (¿para siempre?) a la actividad que le daba su razón de ser: atacar la estructura de un Estado democrático por la vía de liquidar individuos. La traducción de acontecimientos en testimonios no empezó en dicha fecha, sino que ya venía de largos años atrás, con notable participación del periodismo, el reportaje, las entrevistas con los afectados y los estudios de carácter histórico y sociológico. El cine, con sus habituales inconvenientes de financiación, ha hecho asimismo aportaciones meritorias».
Para Víctor M. Pérez Velasco, autor de ETA en el cine (Última Línea), en lo que concierne al séptimo arte, nacionalistas, terroristas o sus valedores y cómplices no solo han ganado la batalla a título retrospectivo, sino que ya venían ganando el partido desde el pitido inicial.
Al año siguiente de la muerte del dictador, se estrena el primer largometraje que trata directamente el terrorismo etarra: Comando Txikia. Muerte de un presidente (José Luis Madrid, 1976). Como haría tres años después Gillo Pontecorvo en Operación Ogro, desmenuzaba el espectacular asesinato de Carrero Blanco. De ahí a 2018, se han filmado hasta 160 películas sobre el asunto, «una ratio nada despreciable» en opinión de Pérez Velasco. De ellas, el autor de ETA en el cine ha analizado 35 cintas repartidas en cinco décadas. Su conclusión es que buena parte de estas obras contienen «inaceptables rasgos de adoctrinamiento político para la sensibilidad de una sociedad democrática, enmascarados en los objetivos doctrinales del nacionalismo vasco en cualquiera de sus versiones». El autor da cifras: un 42,9% de las cintas tienen presencia de hispanofobia; un 40%, espíritu adoctrinador; un 37%, orientación ideológica pro-nacionalista. Fuera de esos porcentajes, reina la neutralidad, más que un balance parejo de orientación hacia las víctimas.
El documental, según el autor, es el rey del adoctrinamiento y de lo que llama el FOD (Falsa Objetividad Documental). «Es una cosa peligrosísima, porque dice la verdad del entrevistado o del documento, pero tiende a la unilateralidad, no hay contrapunto o, si lo hay, se devalúa sutilmente», señala Pérez Velasco. Testimonios como El proceso de Burgos (1978), Euskadi hors d’État (1983), Proceso a ETA (1988), La pelota vasca (2003) o Haizea eta sustraiak (2007), señala, son ejemplo de ello. «Las potencialidades del cine para las medias verdades son magníficas», prosigue el autor.
Esta tendencia es más acusada en los comienzos de la democracia y repunta, según este estudio, en los años del fin de la lucha armada, a consecuencia de la nueva batalla por el ‘relato’. La primera tiene una lógica de evidencia histórica: la complicidad o la benevolencia con la que buena parte de la sociedad miraba hacia los terroristas, azote de guardias civiles y otras fuerzas de seguridad a las que se veían como supervivientes del franquismo, así como el interés y hasta la fascinación romántica por aquel fenómeno aún reciente de la lucha armada en una década de especial convulsión política en todo el mundo. No son pocos los intelectuales de este país que han reconocido a posteriori la satisfacción macabra del tiro en la nuca en aquellos tiempos en que ETA se vendía como agente libertador del franquismo.
Era sencillo caer rendido a ETA, más aún si se era joven y vasco: el propio Aramburu reconoce que estuvo «expuesto a su influencia», algo que por otra parte narra en Patria por vía interpuesta, y un cineasta poco sospechoso de condescender con los terroristas, Iñaki Arteta, me confesó en una entrevista (La Razón, 8-IV-2017): «A finales de los 80 empecé a darme cuenta de lo estúpido que había sido, de cómo podía estar en medio de actos públicos en los que se jaleaba la muerte de Carrero Blanco o en manifestaciones pro-amnistía. Yo no era radical, pero estaba cerca de todo eso, íbamos todos a esos sitios y yo era el más nacionalista de mis amigos por cuestión familiar».
La venda fue cayendo en los años de plomo y el último tirón fue en el 97, con el asesinato de Miguel Ángel Blanco. De matar ‘picoletos’, ETA pasó a masacrar a cualquiera que pasara por ahí; España era una democracia, pero la banda seguía a lo suyo, que no era evidentemente acabar con Franco y aquí paz y después gloria. Santiago de Pablo, catedrático de Historia Contemporánea de la UPV, ha dedicado muchas horas de estudio al reflejo del conflicto en el cine: en Creadores de sombra (Tecnos, 2017) analizó esta relación minuciosamente.
«El cine no ha evolucionado de manera distinta a la sociedad, que en los años 80 se olvidaba de las víctimas. Se ha pasado de un cine un poco condescendiente con ETA, donde se los veía como un grupo antifranquista y se presentaba como víctima a los etarras, a otro, ya hacia finales de los 90, en el que aparecen películas valientes, con una visión distinta. En los últimos años no creo que se pueda decir que adoctrine a favor de ETA». Sea por militancia, por fascinación romántica o por el contexto socio-político, muchos creadores comenzaron poniendo el foco en los etarras. Algunos persistieron y otros se retractaron. Un ejemplo muy gráfico de esta evolución lo representa Imanol Uribe, desde El proceso de Burgos y La fuga de Segovia en los 80 hasta Lejos del mar (2015).
Los últimos años han traído nuevas tendencias: la irrupción del humor en el conflicto y el auge de la perspectiva narrativa de las víctimas. Fe de etarras (Borja Cobeaga, 2017) es emblema de la primera. Pérez Velasco, que señala un sesgo «moderado» hacia los terroristas, lamenta el «insultante blanqueamiento» a través de la risa. No opina lo mismo De Pablo, para quien, mediante el humor, «si se hace bien», puede constatarse «lo absurdo del terrorismo y deslegitimarlo». En el segundo caso, la serie Patria (2020), a rebufo del bestseller de Aramburu, ha abierto una espita hacia obras que constatan la experiencia de las víctimas. Muchas de ellas, con la reconciliación de fondo. Es el caso de la reciente Maixabel.
El documental, mientras, sigue siendo un terreno de disputa para el ‘relato’. Han ganado peso, una vez desaparecida la amenaza amordazante de las balas, los testimonios de las víctimas, que centran toda la obra de Iñaki Arteta, entre otros, pero, según advierte De Pablo, «hay filmes que vuelven a poner el acento en la visión de la izquierda abertzale, y presentan un conflicto de igual a igual en el que se reconoce que ETA no debe matar pero se habla de presos y de etarras exiliados». Es el caso de Euskal Herria eta Askatasuna, de Thomas Lacoste, que se emitió en ETB1. Pérez Velasco incide en la gran presencia de sesgo ideológico en las obras producidas por la televisión pública vasca, donde se exacerba el odio a lo español y se llega al caso de distribuir cintas en euskera sin subtítulos en castellano, aunque sí se haga en inglés.
Para este analista, que dedicó un estudio similar al cine sobre la Guerra Civil, la tendencia histórica desde inicios de la democracia en el tratamiento es el mismo en el caso del terrorismo que en el del conflicto fratricida: el sesgo cae mayoritariamente del lado republicano; el resto, neutralidad. Pero ese es otro ‘relato’.