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Así se tapan los escándalos reales en Inglaterra

El príncipe Andrés, hijo de Isabel II, va a pagar por las culpas de toda una estirpe

Así se tapan los escándalos reales en Inglaterra

Retrato del príncipe Felipe, marido de Isabel II, pintado por Stephen Ward, el proxeneta de la alta sociedad.

El príncipe Andrés de Inglaterra va camino de convertirse en un paria. Su incombustible madre, la reina Isabel II, le ha retirado el apoyo de la Familia (hay que escribirla con mayúscula, por su poderío). Tendrá que hacer frente en solitario a la acusación de abusar sexualmente de una menor proporcionada por su amigo y «procurador de chicas», Jeffrey Epstein, que se suicidó en la prisión.

Hasta hace muy poco, las personas de la realeza tenían una especie de bonus para sus desahogos eróticos. La norma de matrimonios por interés de estado (a Carlos de Inglaterra no le dejaron casarse con Camilla Parker Bowles en los 80; a Felipe de España no le dejaron casarse con Isabel Sartorius en los 90) se suavizaba con la permisividad de aventuras extramatrimoniales. Las instituciones y la prensa tapaban estos desahogos.

El Reino Unido tiene una arraigada tradición de escándalos reales sofocados por el interés de estado. El rey Jorge IV era bígamo. En 1785 se casó en secreto con Ana María Fitzherbet, una mujer católica –lo que según la ley le incapacitaba para reinar, por cierto- y luego contrajo matrimonio oficial con la princesa Carolina de Brunswick, a la que quería tan poco que no le dejó asistir a su coronación, aunque la reina estuvo aporreando la puerta de la Abadía de Westminster durante toda la ceremonia.

La reina Victoria de Inglaterra tuvo antes de casarse un sonado romance con su primer ministro, Lord Melbourne. Cuando llegaba a un teatro, el selecto público le gritaba: «¡Señora Melbourne!». Y después de enviudar mantuvo otra notoria relación con su criado John Brown, y volvieron a llamarla «Señora Brown». Sin embargo se logró mantener la imagen de una reina paradigma de la virtud puritana, hasta el punto que se habla de la «moral victoriana».

Eduardo VII, que por la longevidad de su madre, la reina Victoria, fue durante casi toda su vida príncipe de Gales, tuvo 55 amantes, pese a lo cual la Historia oficial inglesa no lo llama «el Don Juan» sino «el Bueno». A la última y más importante de sus queridas, Alice Keppel, se le toleró estar junto a Eduardo en su lecho de muerte. Por cierto, Alice tuvo una niña que se decía que era hija de Eduardo VII, y que fue la abuela de Camilla Parker Bowles. Al final todo queda en familia.

El primogénito de Eduardo VII, Alberto Víctor, al que llamaban Cuff &Collars (Cuellos y Puños) por su afición a las puntillas, frecuentaba el famoso prostíbulo masculino para caballeros gays de Cleveland Street. Pero cuando iba allí compraba tabaco en el estanco de al lado, e inesperadamente se enamoró de la estanquera, Annie Crook. Cuff & Collars reprodujo entonces la historia de su antecesor, Jorge IV, porque se casó en secreto con la chica, que era católica. La diferencia es que este príncipe no llegó a reinar, pues murió con sólo 28 años. Annie Crook estuvo recluida en un manicomio durante 22 años, hasta su muerte en 1920. Nadie denunció el caso.

Otro Eduardo, Eduardo VIII, se empeñó también, después de haber tenido varias amantes, en contraer un «matrimonio desigual», como se decía en la época. Lo malo es que no se conformaba con un matrimonio secreto, como sus antepasados, y que ya había subido al trono. Aunque esto sucedió en los años 30 del siglo pasado, la prensa inglesa mantuvo un imponente silencio sobre los amoríos de Eduardo VIII con Wallis Simpson, una aventurera americana que a la vez era amante del embajador nazi en Londres, Von Ribbentrop. Únicamente las personas que tenían acceso a periódicos norteamericanos podían seguir el culebrón, que era de primera página en Estados Unidos. Al final Eduardo VIII tuvo que renunciar al trono para poder casarse y se convirtió en el exilado duque de Windsor.

Felipe de Edimburgo

Y así llegamos al padre del príncipe Andrés, Felipe de Edimburgo, el consorte de Isabel II fallecido hace un año. Con esa tendencia a repetir las situaciones que tiene la Familia Real británica, del mismo modo que se permitió a la última amante de Eduardo VII acudir a su lecho de muerte, al funeral del príncipe Felipe fue invitada su última amante, y eso que por el covid solamente asistieron 30 parientes cercanos. En la intimidad de la capilla familiar de Windsor había dos viudas, ambas elegantes en su luto riguroso, ambas igual de contenidas en su dolor. La viuda vieja era la reina Isabel II, la viuda joven –tenía 33 años menos que Felipe, era casi adolescente cuando se hicieron amantes- era Lady Penelope Brabourne, Penny Romsey para los amigos, condesa de Mountbatten por su matrimonio con el sobrino-ahijado del príncipe Felipe.

Penny puso la guinda a la larga historia de adulterios de Felipe de Edimburgo, cuidadosamente silenciados durante décadas. Desde el principio de su matrimonio Felipe se desquitó de la frustración que le producía su papel secundario con repetidas juergas. Su compañero de crápula era Michael Parker, camarada de armas en la Marina Real al que nombró equerry (escudero, un cargo de la Corte británica). Iban por cabarets y lugares de mala nota y montaban orgías con artistas de revista y chicas de alterne.

En los años 60, Isabel II, tras expulsar de palacio a Michael Parker, exigió a su marido mayor compostura, y llegaron a un acuerdo. Él podría tener queridas siempre que no fuesen chicas de la farándula, sino damas bien educadas, así se podría mantener la discreción.  En su larga nómina de relaciones estuvieron la actriz de cine Merle Oberon, la famosa novelista Daphne du Maurier, o la aristócrata Susana Barrantes ¡suegra de su hijo Andrés!

Hubo sin embargo un escándalo que le rozó, y que podría considerarse el antecedente del que ahora  provoca el ostracismo del príncipe Andrés, el caso Christine Keller. A principios de los 60 Felipe de Edimburgo comenzó a ir a la consulta de Stephen Ward, «el osteópata de la alta sociedad», según decían los periódicos. Además de fisioterapeuta, Ward era un proxeneta de alto nivel, que proporcionaba bellísimas adolescentes a los caballeros de alta cuna. Todo era de muy buen gusto, ellas no eran prostitutas sino modelos, y las fiestas tenían lugar en Cliveden, la mansión campestre del vizconde Astor, lugar histórico donde fueron invitados Gandhi, el presidente Roosevelt, Lawrence de Arabia, o los Premios Nobel Bernard Shaw y Kipling.

El sexo con una de las pupilas de Ward, Christine Keller, le costó la carrera al ministro de Defensa John Profumo, designado por el Partido Conservador para ser el siguiente primer ministro, pero no hay evidencia de que el príncipe Felipe acudiese a los escarceos en Cliveden, solamente la fotografía de un hombre de espaldas que «podría» ser Felipe. En todo caso, la prensa era discreta en aquella época cuando se trataba de los pecadillos de la realeza, y sobre todo no había redes sociales. Hoy día en cambio, para el príncipe Andrés, el abismo se abre a sus pies.

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