Domingo Villar, el amigo total
«Si la vida consiste en algo parecido a intentar dejar huella en los demás, hay que decir que Mincho cumplió con creces»
Lo conocí en un bar de Moncloa. Yo tenía 19 años y él 20 recién cumplidos. Convocaba Beatriz, su incipiente novia en la época y que acabaría siendo la mujer de su vida. ¿El objetivo? Presentarnos a un nuevo «amigo» que, aparentemente, le hacía cierto tilín.
Acudimos a la cita con curiosidad. Conociendo a Bea, que ya en la época, al igual que ahora, era la sensibilidad y distinción hechas persona, nuestras expectativas eran máximas. Pensamos, «seguro, que ha encontrado un tipo estupendo». Pero lo que no estábamos era preparados para lo que vendría después.
Inma y yo llegamos tarde al bar. No sé la razón, pero lo que sí recuerdo es que a nuestra pregunta de dónde estaba el supuesto galán, la respuesta fue «bueno, pues está ahí». Y «ahí» lo que había era un tipo absolutamente frito dormitando a las tantas entre unos abrigos. Servidor no movió un músculo. Puse cara imperturbable de socio de club inglés y cambié de tema. Pero para mis adentros pensé -como pensamos todos- «pues menudo pieza que se ha buscado Bea».
Y, efectivamente, se llevó un pieza. Pero un pieza absolutamente genial capaz de llevar el concepto de amistad a su máxima expresión. Caballeroso, educado, agudo, empático hasta la enésima potencia; si hubiera tenido cien suegras, con las cien se hubiera llevado bien. Un tipo que fue el mejor amigo al que uno pueda aspirar; el amigo total. Un sujeto entrañable al cual era imposible conocer y no considerar un hermano. Y alguien, además, que tuvo el coraje de agarrar la vida por las solapas y luchar por cumplir sus sueños.
Hijo de un empresario notable de Vigo, la fortuna (infortuna para él) hizo que tuviera que asumir desde muy joven la responsabilidad de la fábrica de plásticos familiar. Ante una coyuntura ciertamente adversa y existiendo la posibilidad de optar por el camino fácil -permuta de terrenos por oxígeno financiero- se empeñó en mantener actividad y empleo. El día que se despidió, los operarios pararon máquinas para dedicarle una ovación. Alguna lagrimita tuvo que correr por ahí. Malos tiempos para Marx y su lucha de clases.
Después se vino a Madrid. Tocó muchos palos y todos los hizo bien. Pero lo que realmente le apasionaba era escribir: guiones, teatro, lo que fuera. Si alguien dijo «que la vida me perdone por las veces que no la viví», Mincho hizo exactamente lo contrario: logró disfrutarla intensamente y además conseguir su vieja ilusión, vivir de la literatura.
Desprendido hasta el asombro, ayudó a todo el que se le cruzó. Cumplidor a su aire de los preceptos bíblicos, su mano izquierda nunca supo lo que acontecía en la derecha. De esplendidez bilbaína siendo de Vigo, todo aquel que entró en su perímetro vital fue testigo de su generosidad: desde pintores o electricistas con su cajita de vinos, hasta gentes de toda índole que no tuvieron tanta suerte en la vida, nadie se fue de vacío.
Esa generosidad la llevó hasta el final donando todos sus órganos. En esa maravillosa pedrea anatómica que cambiaría la existencia de tantos, Inma, mi mujer, susurró una frase de las de arañar el alma: «¿Te imaginas la fortuna del que le toque su corazón?». Imposible tener más suerte en la vida.
«¿Te imaginas la fortuna del que le toque su corazón?». Imposible tener más suerte en la vida.
Atesoraba facetas múltiples y una importante era saber escuchar. En la España de todólogos y falsos expertos de plató, tenía la rarísima virtud de responder con esa cara tan suya de duda a lo que desconocía con un «pues no lo sé». Y levantaba ligeramente los hombros arrastrando la «e». Como diría el maestro Ignacio Camacho, su amplitud mental le llevaba a escuchar corrientes varias de opinión para poder luego «juzgar en estéreo».
Sustancioso en lo intelectual, cachondísimo en la distancia corta, gustaba disfrutar de la amistad de gente mayor que él con los que le encantaba compartir su tiempo. Las charlas con su admirados Carlitos Baonza o Mario Tascón, o los paseos kilométricos con Pedro Cuartango son buenos testigos de su interés transversal. Si algo había que aprender, ahí estaba su mente privilegiada para absorberlo todo.
Gourmand reconocido y cocinero de altura ejerciente en casa, disfrutaba muchísimo del hecho gastronómico, vino incluido. Su mencionado padre -por el que sintió devoción- fue el dueño de Pazo San Mauro, que no en vano da nombre a su queridísimo hijo mediano. Y en ese pazo se casó en una boda que acabaría pasando a la leyenda porque jamás vio España novia más bella que Bea aquel día, agarrada del brazo de su orgullosísimo abuelo.
Recorrió medio país buscando los mejores restaurantes y compartiéndolos, como se deben hacer estas cosas, con los que más disfrutaba: hermanos y amigos. Una espinita que seguro le quedó clavada es no haber podido finalmente conocer Aponiente, reserva que tenía justo para el sábado víspera del accidente y que decidió anular para poder estar junto a Rita, su querida madre. Confiemos en que Ángel León se estire enviando al cielo chacinitas marinas varias.
Tenía un sentido de la amistad absolutamente integrador, actuando siempre como elemento aglutinante. Logró una cosa sorprendente y es conseguir unir durante agosto a gentes que, en lo político, no podíamos ser más diferentes. Frente al «Quirosno» se acababa concentrando una fauna ciertamente variopinta: sus fieles Toledo, Domínguez, Gazulla, García, Escribano, Pérez, Cuartango, Pascual, Alfonso y Clara con sus respectivos, Chumi, Xosé, Cuchi, hijos, hermanos, y tantos otros que se dejaban caer sabedores que allí lo encontrarían repartiendo juego.
Y en su epicentro vital, Bea, su anclaje en esta vida. Su contrafuerte emocional y la mujer que le hizo, si cabe, todavía más grande. La madre de nuestros queridísimos Tomás (que es igual que ella), Mauro y Antón. La receptora de la dedicatoria de su primer libro, unas de las palabras más bellas que jamás se escribieron en gallego: «A Beatriz, meu amor, que me achega ao mar nos seus ollos».
De esos veraneos en Playa América nos quedan estampas imborrables, pero quizá destacaría dos. La primera, en la barbacoa que sus íntimos Willy e Isa convocaban todos los años, y en la que padres e hijos acabábamos realizando una foto de familia legendaria, con salto estrambótico incluido. Y, la segunda, con su hermano del alma Alfonso, los dos mirando al mar con las manos entrelazadas a la espalda en posición de jubilado feliz. Neorrealismo italiano versión Nigrán. Imposible no sonreírse al ver chapotear tan peculiar pareja.
En lo literario era puntilloso hasta el extremo. Decía Alejo Stivel, el mejor productor que jamás haya tenido Sabina, que cuando hicieron «19 días y 500 noches» la experiencia fue una auténtica pesadilla. ¿La razón? El genio de Úbeda, al que Mincho tanto admiraba, no acababa una canción jamás; había que arrancárselas. En su visión un verso es siempre mejorable y la perfección no existe: la autoexigencia estilística llevada al extremo. Pues Mincho era igual, no había forma de que finiquitara un texto.
«Ante el espanto general se nos ha ido el mejor de todos absurdamente pronto»
En eso, Ofelia, su querida editora en Siruela, demostró auténtica paciencia franciscana a la hora de gestionar las dudas del artista y sus plazos elásticos. Recuerdo como si fuera ayer el día en que entregó «El último barco». Entró por la verja de los Escribano con su sombrero de paja carcomido, me miró con una sonrisa de oreja a oreja y dijo «Edu, ya está. Se lo acabo de enviar a Ofelia». Su cara lo decía todo. Mi hija mayor, Amalia, todavía guarda un video de esa tarde que conservo como oro en paño. En él, aparecemos Mincho y yo bien «alegres» arrancándonos por Mecano. Aquel, después de tantos años de trabajo, fue un día muy importante para él.
Mantuvimos mucha conversación absurda respecto a cómo serían nuestros entierros y epitafios. En perspectiva, y visto lo visto, quizá no fueran tan absurdas. Yo, como «tintinólogo» confeso le decía que lo que quería para mi lápida era que pusiera «Rodrigo Tortilla, tú me has matado». Y se partía con esa risa semi-apagada tan marca de la casa a lo Risitas de Pierre Nodoyuna. Él, más melómano meridional, siempre insistió en que le haría ilusión que sonase ‘Azzurro’ cuando el destino le llamase a cotas más altas.
Así que sus deseos fueron órdenes. El día del fallecimiento, Poldo y Tania, los dueños del «Eligio», cuartel general de Mincho en Vigo y escenario recurrente en sus novelas, tuvieron la inmensa generosidad de cerrar la taberna e invitar a sus íntimos a la última copa. Se comió, se bebió, y, sobre todo, se lloró. Pero lo más importante es que se cantó ‘Azzurro’, liderados por Andrés, el hermano menor de Mincho, otro absoluto genio con patas y personaje él mismo de auténtica novela. En lo musical, entramos todos en evidente fuera de tono; en lo espiritual, fue un momento de esos que te llevas contigo.
Pero el destino le tenía reservada una carta maldita en la bocamanga. De forma totalmente surreal el domingo todo se torció. Ante el espanto general se nos ha ido el mejor de todos absurdamente pronto. Detrás deja un cerro de amigos y un reguero de simpatía repartido entre Madrid, Teruel y su queridísimo Vigo. Se nos escapa un gigante; una anomalía estadística de esa gente que se cruzará en algún momento por tu vida y que hace que nuestro paso por el mundo pueda ser tan especial. El boquete anímico que deja es irrellenable.
La última vez que hablé con él fue el viernes previo a la tragedia. Subía por la cuesta que lleva a nuestro colegio y a lo lejos vi su inconfundible tonsura incipiente. Yo iba acompañando a mi hija pequeña, 10 añitos, que me pidió que repasáramos algunos temas de geometría. Así que al llegar a su altura le dije «Eugenia, vamos a tomarle el pelo a Mincho y a preguntarle a ver si se sabe alguna fórmula», preguntándole por la del triángulo. Y con esa media sonrisa de cachondeo en fase emergente la miró y respondió, «pues claro, Eugenita, el área es base por altura partido por dos». Esa fue la última frase que le escuché con vida: «Base por altura partido por dos». Jamás lo podré olvidar.
«Si la vida consiste en algo parecido a intentar dejar huella en los demás, hay que decir que Mincho cumplió con creces»
Si la vida consiste en algo parecido a intentar dejar huella en los demás, hay que decir que Mincho cumplió con creces. Existen determinadas personas que se cruzan en tu existencia y que conocerlas supone un absoluto privilegio para todos los demás. Benditos sean los que tienen la oportunidad de compartir destino.
Se nos quedan miles de planes por rematar: los carnavales de Cádiz, ir a San Pablo, volver a Sicilia, poder ver a nuestro idolatrado Willy de embajador algún día, la cena con los Mourullo, tu viaje tanzano con tus queridísimos Emilio y Agus. Tantas y tantas botellas por descorchar y charlas por mantener. Imposible remontar tanta tristeza.
Pero, Minch, una cosa te debe quedar muy clara. Por aquí todo estará en orden. Las cosas seguirán su curso y, no tengas duda de que tanto tu familia como tu legión de amigos cuidaremos de los tuyos. Bea y los niños van a estar más que amparados, arropados por tu tribu. Y cuando crezca el pequeño Antón, aquí estaremos los que tanto te quisimos para explicarle a tu mini-clon el padre tan extraordinario que tuvo la suerte de tener y todos nosotros poder compartir.
Descansa en paz, amigo del alma.
Nos vemos en el camino.