Sylvia Aguilar Zéleny, del dolor de la ausencia y los desechos
Si en ‘El libro de Aisha’ la escritora narra su obsesión por encontrar a su hermana, desaparecida tras convertirse al islam, en ‘Basura’ cuenta la historia de tres mujeres que ‘habitan’ un vertedero en Ciudad Juárez
Cuando Sylvia Aguilar Zéleny era pequeña su hermana mayor desapareció. Sin más. Patricia ya no estaba. En su lugar apareció Aisha, una joven que hablaba turco, renegaba de su antigua identidad, se había casado y se había convertido al islam. Del relato de aquella ausencia, de la búsqueda de respuestas y de reponerse a un vacío, surgió El libro de Aisha (Literatura Random House), una novela autobiográfica en la que la escritora, a partir de testimonios, cartas y conversaciones, entabla un diálogo consigo misma.
«Por mucho tiempo pensé que a mí no me correspondía escribir esta historia porque no era mía –confiesa hoy–. Tal vez por eso en una primera versión el texto era más una ‘novela de señor decimonónico con narrador omnisciente’. Y lo más complicado fue decidir que estuviera narrada desde el yo, asumir mi vulnerabilidad y, eventualmente, darme cuenta de que, al escribir de mi hermana, en realidad estaba escribiendo de mí, o bien de mí y de mi familia, o bien del dolor de su ausencia y de cómo vivimos o habitamos esa ausencia».
«Yo no sé si se puede hacer mala o buena literatura, creo que se hace literatura desde la complejidad del ser humano»
Quizás porque, como reconoce, le pesaba una frase de Ricardo Piglia. Aquella que dice que nunca nadie hizo jamás buena literatura con una historia familiar. «Esa cita me acompañó y me arrebató mucha valentía en los diferentes procesos del libro –asegura–. Es una novela que me tomó muchísimos años y que estuvo guardada por mucho tiempo. Pero creo que la cita de Piglia me recuerda que sí, que en efecto no se puede hacer buena literatura con historias familiares. Pero, para empezar, ¿qué es la buena literatura? Aún así no vamos a dejar de hacerlo. Tenemos esa necesidad llanamente humana de contar historias y de apelar a la memoria familiar –defiende–. Yo no sé si se puede hacer mala o buena literatura, creo que se hace literatura desde la complejidad del ser humano», zanja.
Presente en España para asistir a la Feria del Libro de Madrid, donde ha participado firmando ejemplares, es de la opinión de que, al menos en su caso, la literatura no sirve para limar la dureza de la realidad. «Más bien la hace más aguda. A lo que apelo en El libro de Aisha es a que se lleve a cabo esa lección del feminismo de que lo personal es político, por lo que mi libro es un intento de sacarle punta a las cosas, de decirlas tal cual, no exagerar, pero recrear momentos en los que no estuve, incluso que no conozco, para poder contar la historia que quería contar».
La fragilidad de la identidad
Y en la historia que narra, su hermana va perdiendo la identidad hasta convertirse en una persona completamente nueva, la identidad se transforma en algo volátil, algo que se puede cambiar en un momento. «Somos un constructo a fin de cuentas –reflexiona al respecto–. En el caso de Patricia, Aisha es un ejemplo de ello. Me salgo un poco de la novela para contarte que mi hermana, como ocurre en el libro, vestía minifalda, bailaba, fumaba, tenía una vida social muy intensa. Esa rebeldía también era algo que construyó como una manera de liberarse, de ser y de descubrirse. Y es curioso cómo en el islam también encontró algo de sí misma. Aquí, en realidad, no fue obligada. Fue ella quien fue encontrando pedacitos de aquí y de allá para ir construyendo esa identidad».
A la fuerza o no, lo cierto es que en El libro de Aisha la imagen de Patricia se va tornando borrosa hasta que acaba completamente anulada después de contraer matrimonio. «Una se anula sin darse cuenta –analiza su autora desde el presente–. Y eso es lo más fuerte. Pensar que no hay un acto consciente. Lo más terrible acá es que hay atisbos de una exigencia de ser de tal o cual manera por parte de los padres de Patricia y de Sylvia y, más adelante, esa exigencia se impone en sí misma y se llega al punto de cambiar de nombre. Por eso el libro se llama así. Aunque no es el nombre musulmán de mi hermana, el de ella se lo guardé. Pero lo más fuerte es pensar que la personalidad se va anulando sin que ella se dé cuenta y creo que hasta la fecha hay una negociación que no se ha podido hacer acerca de lo que ocurrió en todos esos años».
También está la cuestión de la religión. Patricia, como señala la escritora, se hace musulmana de forma voluntaria. «El islam no es necesariamente el problema de fondo, la clave está en la familia y en los constructos sociales –mantiene–. Algo que dijo mi padre durante mucho tiempo es que si lo que ella quería era un hombre así, pudo haberlo encontrado en México, y seguro que en España o Colombia. Sin el islam o con otra religión, una mujer se puede topar con una relación que la anule, que la destruya y que le impida vivir sanamente».
Un final ¿feliz?
Hoy, Aguilar Zéleny bromea con su hermana sobre su libro. «A mí me da un poco de risa cuando hablo con ella, ahora que ya ha vuelto a nuestras vidas. Me dice cosas como que escriba la segunda parte. ‘Háblales de mí –me dice–. Háblales de que yo estoy muy bien ahora’. Y cuando me lo dice yo le pregunto que a quiénes, ¿a sus fans? », se burla fraternalmente.
Sin embargo, para el final del libro, la escritora imaginó otra escena. «En su primera versión para mí era importante iniciar la novela con un avión y cerrar con la llegada de otro –afirma– y, en algún momento, sí era ella la que llegaba. Ahí apelaba completamente a la ficción. Ella llegaba y había un final feliz. Muchas amigas me han reclamado ese cierre. Pero no podía cerrar de otra manera. No podía inventarme algo que no era. Me parecía que era importante que ella no llegara como nunca llegó».
A fin de cuentas, añade, es cierto que su hermana no volvió a México. «Yo ahora la veo cuando la visito en Canadá cada tantos años, pero para ella es impensable volver allí o a Turquía. Yo no sé si en el mundo hay cabida para los finales felices, pero creo que hay cabida para las esperanzas, como esos momentos que encontramos en el otro lado. Está la ausencia de la madre, pero está también la presencia de los nietos. Se reconfigura la familia y las ausencias no son ausencias de todo, son parte de la historia de esta familia».
Las vidas del vertedero
De la pérdida a los desechos, la llegada de El libro de Aisha a España coincide con la publicación de otro de los títulos de la escritora. Ambientada en los barrios periféricos de Ciudad Juárez, en Basura (Tránsito), Aguilar Zéleny se traslada a un vertedero para indagar en la vida de tres personajes femeninos muy distintos. Cuenta la autora que, de hecho, lo escribió al mismo tiempo que terminaba la última versión de Aisha. No es de extrañar que, de alguna manera remota, se establezca una conversación entre ambas novelas. Coinciden, explica, en que las dos hay una predilección por las anécdotas personales, y en la manera en que vivimos la ausencia o el desecho.
«En un vertedero, más que literatura, hay muchísimas historias personales que tendríamos que estar contando –defiende sobre ese basurero en el que se detiene su escritura–. A veces con mis alumnas de la Universidad de Texas me planteo para qué estamos escribiendo ficción si tenemos tanto en el álbum familiar, en los cajones, en la ciudad en la que vivimos, en la basura que está en estos botes. Ahí están todas las historias».
Historias como la de Reyna que regenta un prostíbulo como si ahí pudiera construirse un hogar. O la de Alicia, una niña que, tras ser abandonada dos veces por su familia, asume que su futuro es vivir de los desechos. O, quizás, la de la doctora Gris, una médica que investiga el vertedero municipal mientras afronta la pérdida de memoria de su tía. Tres voces muy distintas que dan forma a esta novela, donde prevalece, de fondo, la necesidad de sobrevivir y de aguantar. «Curiosamente, la que más se lo plantea es la que tiene la mejor vida –señala la escritora–. Pero tanto Reyna como Alicia saben que esto es lo que hay y en ellas hay una manera muy particular de resistir».
«Aunque Gertrude Stein dice que una no debe prestarle tanta atención a la gramática y darle más atención a las palabras, yo sí presto atención a la sintaxis»
Tres primeras personas que la escritora diferencia muy bien no solo en la esencia, también en la forma. «Aunque Gertrude Stein dice que una no debe prestarle tanta atención a la gramática y darle más atención a las palabras, yo sí presto atención a la sintaxis y lo que hice, en un primer borrador de la novela, fue asegurarme de que, por la personalidad de Alicia, ella hablara con oraciones simples, muy breves, casi como pequeños balazos. Gris, como es una mujer de conocimiento, utiliza oraciones coordinadas y subordinadas. Y Reyna habla en bloques». Lo suyo parece más bien un monólogo interior, pero no lo es, asevera. «Hay alguien ahí pero a quien oímos es a ella. Para mí ella fue muy sencilla. Los mejores momentos del día, cuando trabajaba en esa novela, eran ser Reyna. Una vez que empezaba con ella era muy difícil soltarla. Así como sale, en bloque, así se escribió».
Narrar la realidad sin victimización
No hizo falta, eso sí, ir a los vertederos de Ciudad Juárez. «Me lo prohibieron por todos los lados –confirma–, y hace como dos o tres años se movió mucho más fuera de la ciudad y ya ni si quiera sé dónde está». Pero sí que fue a la periferia y a las colonias más complicadas de la ciudad. «Es muy llamativo pensar que la ciudad más peligrosa de Latinoamérica, al menos así se la llamaba hace unos años, era al mismo tiempo la ciudad más amable. La gente de allí es especialmente buena, amable, solidaria», describe.
«Estoy muy peleada con la literatura del narco y con este asunto de plantear como un carnaval lo que ocurre en un basurero y en las calles de las fronteras entre México y Estados Unidos»
Sin desligarse de la denuncia social que se sustrae del libro, Aguilar Zéleny mantiene que no era su intención retratar otras realidades. «Estoy muy peleada con la literatura del narco y con este asunto de plantear como un carnaval lo que ocurre en un basurero y en las calles de las fronteras entre México y Estados Unidos. Así que me interesaba acercarme de otra manera. Quería verlas fuera de la carnavalización y de la victimización. Encontrar en cada uno de estos personajes unos espacios de brillo, inteligencia y resistencia. No estoy pintando otra realidad, más bien estoy tratando de acercarme a la realidad desde otro lugar», matiza.
De fondo, su interés por las relaciones familiares, la violencia doméstica y la ausencia de los padres. Aguilar Zéleny pone el acento además en la educación y cómo la oportunidad o que eso nos da forma parte del desarrollo de una persona. «Cómo nos afecta, cómo nos va construyendo y nos lleva a negociar nuestro lugar en el mundo –explica–. Es un tema que no he soltado del todo. Tengo una novela anterior sobre una chica de Ciudad Juárez –Todo eso soy yo–, esta de Basura y hay una tercera que tiene que ver con ese transitar entre la frontera y cómo se habita, ese espacio que está entre la violencia y la aparente tranquilidad de Estados Unidos. Creo que no he terminado de decir lo que quiero decir sobre el lugar que observo».