‘El cisne en el ocaso’, la obra autobiográfica en la que Rosamond Lehmann plasmó su gran duelo
Aclamada y controversial autora de ficción hacia el ocaso de su vida Rosamond Lehmann narró en esta obra autobiográfica todos los hitos de su vida
Rosamond Lehmann se granjeó el aplauso desde su primera novela, Vana respuesta (Errata Naturae, 2018), y revalidó los laureles con sus posteriores obras de ficción, entre las que destacaron Invitación al baile y A la intemperie, publicadas también en castellano por la misma editorial. Fue una de las escritoras británicas más consolidadas, y también controvertidas, del siglo XX y solo hacia el final de su carrera se permitió escribir una desgarradora obra autobiográfica, El cisne en el ocaso, que este año edita también Errata Naturae (con una estupenda edición, todo sea dicho, de papel ecológico y responsable con las emisiones de CO2).
Aventurarse por las páginas de El cisne en el ocaso supone comprar un billete para el viaje intimista que Lehmann propone, e irse sumiendo, lentamente, en la atmósfera revisionista con que la autora desgrana los hitos de sus distintas edades. Admira, por ejemplo, el detalle con el que recuerda algunos de los episodios infantiles que más la marcaron. ¿Y qué nos marca cuando somos niños? Muchas veces, el primer precipicio de lo que nos asusta, como una operación de amígdalas: «(…) gente de blanco a mi alrededor habla entre murmullos bajos y rápidos, diferentes a lo que he oído hasta entonces. Cuando pregunto quiénes eran, me dicen que lo he soñado. ¿Dónde están mis amígdalas? El tío Ethel las ha tirado. ¿Por la ventana? ¿Y si vuelven a metérseme en la garganta? Durante mucho tiempo lo temo de veras…».
Alcanzada la madurez narrativa, Lehmann no escatimó en recursos a la hora de tejer estas páginas, plagadas de algunas de las más logradas figuras de la literatura moderna, como esta larga y esmerada personificación: «Adoro los trenes, su lenguaje me hace compañía, es familiar, está preñado de interés y sorpresas, triunfantes crescendos viriles, diminuendos delicados y lastimeros, risas socarronas y guturales, ululatos indignos, resoplidos y estallidos desenfrenados, agotados suspiros y resuellos».
Es desde esa atalaya de madurez creativa desde la que Rosamond arremete sin tapujos sobre la manía lectora de saber si lo narrado es real (o si, al menos, tiene un sustrato real): «El clamor de los ‘examinadores’ de huellas o hechos -amigos, no amigos, críticos, conocidos y perfectos desconocidos- es sin duda una dura prueba para escritores de ficción (…). En mi caso, supongo que porque buena parte de lo que he escrito aborda el amor romántico y sexual desde un ángulo subjetivo, camparon a sus anchas las cuadrillas detectivescas, también los que se sentían retratados; también quienes en teoría manejaban información sobre mi vida privada, más maliciosos que fieles a la realidad».
«…porque buena parte de lo que he escrito aborda el amor romántico y sexual desde un ángulo subjetivo, camparon a sus anchas las cuadrillas detectivescas, también los que se sentían retratados; también quienes en teoría manejaban información sobre mi vida privada, más maliciosos que fieles a la realidad»
Rosamond Lehmann en El cisne en el ocaso
Hacia la mitad casi exacta del libro, este se pone crudo y arranca el desgarro: aquel provocado por la pérdida de su hija Sally a causa de la poliomielitis, cuando solo tenía 24 años. Lehmann entonces inicia una narración profusa de sus experiencias místicas al respecto, que comparte para aliviar el dolor, dice, de aquellos que atraviesen el mismo trance. Así, relata cómo al poco de morir su hija la «llamó a gritos» y ella pudo oírla con claridad en mitad de la oscuridad nocturna, y así pudo «sufrir su muerte con ella, del mismo modo turbulento, torpe (por mi parte), redoblado y sobrecogedor en que sufrimos juntas su nacimiento».
En otro pasaje, tras hablar del infierno que atravesó durante los primeros días de duelo, escribe: «(…) la tercera noche que pasé en vela, ¿cómo describirlo?… Me elevé: me elevé con unas alas inmensas y salí de mi mazmorra mortal, o tal vez sería mejor describirlo como un Gran Hálito que me impulsó hacia arriba, ¡un bramido gigantesco! Sally me agarraba de la mano y juntas dábamos un gran salto. Otra noche, me pareció que alguien invisible la traía y la colocaba con cuidado a mi lado, en mi cama. No lo soñé. No la vi, ni le hablé, pero una sensación general de contacto me revelaba que estuvo tumbada junto a mí durante un rato».
Por momentos, su lectura evoca otra de misma temática, el grito en prosa de Francisco Umbral en Mortal y Rosa cuando decía aquello de «solo encontré una verdad en la vida, hijo, y eras tú. Solo encontré una verdad en la vida y la he perdido. Vivo de llorarte en la noche con lágrimas que queman en la oscuridad». Lehmann también se lame el dolor de la herida recordando la autenticidad de su Sally, loando las bondades que exhibió en vida: «Nunca he conocido y nunca conoceré a una persona menos capacitada para el esnobismo en cualquiera de sus formas (…) mi hija era mucho más caritativa que casi todos nosotros, mucho más proclive que la mayoría a una compasión genuina, de suerte que las etiquetas caían y las categorías se disolvían cuando Sally estaba presente, y de ellas emergían personas de lo más agradables, desarmadas por su jovial confianza, no exenta de acerbidad».
El duelo por la pérdida se le hace más hondo a Lehmann cuanto más consciente es de que ni siquiera había sospechado que algo así pudiera sucederle, «¿por qué imaginaba que mi hija estaba inmunizada contra el peligro? Qué arrogancia, me digo ahora», y la generalización de la vacuna contra la poliomielitis, al poco de perderla, se le clava en el costado. Muchas veces la vida y la muerte son una cuestión de meses, y eso lo saben también bien todos los que aún lloran a los familiares que perdieron a causa del Coronavirus, cuando aún no existían las vacunas.
La última parte del libro se la dedica Rosamond a su nieta Anna, reconociendo que El cisne en el ocaso no es, desde luego, un libro para niños, pero tratando de compensar afirmando que es una historia real. «Te prometo que lo es», remarca. Anna fue la sobrina de Sally, y a ella le agradece la autora con devoción que no haya perdido su «corazón temprano», gracias al cual pudieron las dos hablar de «la muerte, de las tumbas y del cielo» con una naturalidad arrebatadora. «La gente tiende a pensar que una quiere depositar a sus muertos en un estante y cerrar con llave la puerta del aparador (…). Contigo podía hablar de una Sally viva, no extinguida». Finalmente, le hace la mayor promesa de amor a su nieta, engarzada con un encargo: «Sally no te olvida, ni a ti ni a ninguno de nosotros. Te corresponde a ti descubrir cómo puede ella ayudarte a colocarte la armadura para la vida que se despliega ante ti».