'The Staircase': el caso del escritor asesino. O no
Un juicio son dos bandos compitiendo para contar la mejor historia. Después 12 personas deciden cuál es la historia ganadora que se convertirá en justicia
Queda fuera de toda duda que Kathleen Peterson murió en las escaleras de su casa, un lujoso chalet de las afueras de Durham, Carolina del Norte. Lo que no está claro, ni lo estará nunca, es si fue asesinada por su marido, por un búho en celo –sí, por una de esas rapaces nocturnas- o, simplemente, cayó borracha y anestesiada por el Valium. Su viudo y supuesto asesino, Michael Peterson, es uno de esos escritores más célebres por su vida que por su obra. Escribió un par de libros sobre la guerra de Vietnam que consiguieron un éxito razonable, pero cuando mató –o no- a su mujer llevaba años de capa caída.
Kathleen Peterson murió el 9 de diciembre de 2001 en un país conmocionado por el 11-S, pero su supuesto asesinato no pasó desapercibido. La onda expansiva continúa 20 años después y seguirá 20 años más si los hijos, o algún productor avispado, quiere aprovecharlo. ¿Qué otra historia ha merecido un documental de decenas de horas, dirigido por un intelectual francés ganador del Óscar, y toda una serie de la HBO, protagonizada por Colin Firth, Toni Colette y Juliette Binoche? Así ocurre porque la tragedia de Kathleen, Michael y su familia cosida a retales contiene sangre a raudales, glamour, misterio y sofisticación intelectual. Es, al mismo tiempo, un true crime y un puzzle existencial.
Nada gusta más al público que un crimen en una familia disfuncional con glamour. Las familias disfuncionales pobres no le interesan a nadie. Este caso es un paradigma y, además, una de las piedras fundadoras del true crime moderno. La mezcla de crimen y cotilleo triunfa porque mientras más nos adentramos en las ruinas ajenas más relativizamos las nuestras. Y en este caso hay más ruinas que toda Italia: el asesinato de Kathleen expuso al público todas las miserias de su familia, que fueron devoradas por la prensa y la acusación. Y lo que vieron fue a una familia extraña y esa rareza –más según el documental que la serie- fue castigada por el moralismo estadounidense.
En la mansión convivían en aparente felicidad los hijos de Michael y su primera esposa, la hija del primer matrimonio de Kathleen y, redoble de tambores, las hijas adoptadas de una pareja amiga. Su padre biológico era militar y murió en servicio. Su madre, doble redoble de tambores, también cayó por las escaleras y también tenía terribles heridas en la cabeza. Ocurrió en 1985, en Alemania, y Michael era su vecino. También se desveló la bisexualidad de Michael, que guardaba fotos de militares desnudos en su ordenador, un tanto naífs para nuestra época, pero escandalosas para la Carolina del Norte de los primeros 2000. La bisexualidad de Peterson no era solo platónica, también tenía un componente práctico. Se había acostado con al menos siete hombres distintos. Solo sexo, sin cariño, insistía. Además se supo que no fue un héroe de Vietnam, como siempre había afirmado, y que nunca ganó el famoso Corazón Púrpura, una de las mayores condecoraciones al valor.
Sin embargo, ¿indicaba todo eso que mató a su mujer? ¿Ser mentiroso, infiel, incluso una persona deleznable le convierte a uno en un asesino? No, pero sí porque sirve para cimentar la historia, para dar solvencia a la narración que le conduce a la cárcel. Recordemos las frases iniciales, pronunciadas por la montadora francesa Sophie Brunet en un ataque de lucidez: «Un juicio son dos bandos compitiendo para contar la mejor historia».
A tal acumulación de rarezas hay que añadir que Michael es un intelectual –bicho raro para la mayoría de los estadounidenses- con fuertes inquietudes políticas. El espectador se encuentra en una ciudad llena de callejones sin salida. Por supuesto lo que impulsa las tramas del documental y la serie es saber si Michael Peterson mató o no a su esposa, pero alrededor se construye todo un mundo, como ocurre en la gran novela clásica. En esa que, como en la comedia humana de Balzac, muestra, en capas sucesivamente ampliadas, un conflicto, una familia y toda una sociedad.
Por supuesto un caso así interesó a los franceses. Michael Peterson, de hecho, parece más francés que estadounidense. Fascinó, en concreto, a Jean-Xavier de Lestrade, afamado documentalista que acababa de ganar el Óscar. Después de años pegado a la familia, al proceso y a todo el ruido que rodeaba al caso, Lestrade estrenó The Staircase en 2004. La serie documental consiguió un notable éxito de crítica y público y fue distribuida por Netflix.
Para continuar el folletín, su montadora comenzó una relación con Michael Peterson. A los franceses siempre les ha atraído la hibristofilia y Sophie Brunet no puede resistirse a paliar su soledad consolando a un supuesto asesino que, eso sí, tenía copas Rosenthal en su mansión y lloraba escuchando la quinta de Mahler. Su romance acaba como el rosario de la aurora aunque Sophie Brunet se librara por los pelos de otra caída por las escaleras. Otro foco de la serie y el documental es el sistema norteamericano de justicia. Vemos cómo Michael Peterson se gasta casi un millón de euros en abogados, peritos, encuestas. Y al final lo consigue. Le cuesta caro, pero lo consigue. La pregunta de si quienes no disponen de esos medios terminan en el corredor de la muerte con el famoso traje naranja queda en el aire. Sí queda claro que la justicia está corroída por la ambición de sus partícipes. Observamos cómo los fiscales actúan como perros de presa, que solo pretenden el éxito de su historia, ponerse una medalla más que les ayude al ascenso.
El documental y la serie se complementan en una dúplica poco frecuente en la historia de la narración audiovisual. El documental muestra a los personajes reales, a las personas de carne y hueso, pero la ficción nos enseña la realidad que había alrededor del documental, incluso su propio rodaje. Es decir, la ficción pretende mostrar la auténtica verdad, se sitúa detrás del documental en un giro prodigioso. La mezcla de realidad, ficción y metaficción y la profunda oscuridad de los personajes –no solo de Michael Peterson- vinculan a la dúplica con el Haneke más social e incómodo. Esa estilización también tiene su parte negativa porque en el plano final, un primer plano de Michael obviamente inventado, la serie no puede evitar mostrar su opinión, entrar en la manipulación directa del espectador.
El retrato de Michael Peterson es desasosegante, tanto en el documental como en la serie. El espectador intenta comprenderle, pero todos sus intentos fracasan, se encuentran con la mentira. Él mismo cierra los caminos con sus continuos choques con la verdad, aunque ¿puede el carácter llevar a la condena? ¿Es la justicia, como dice Sophie Brunet en las palabras que abren este artículo, la elección entre dos historias? Paradójicamente, el personaje de Peterson representa a un escritor. ¿Estará disfrutando de la gran novela de su vida, de ese reconocimiento público que no consiguió su obra?
Michael Peterson, tras esta doble representación, aspira a convertirse en uno de los grandes malvados de la historia, mucho más matizado y real que el Hannibal de Hopkins porque Hannibal Lecter no existe y Michael Peterson sí. Puede ser tu vecino, escaleras arriba.