‘La red infinita’, las memorias de la artista Yayoi Kusama, escritas desde un psiquiátrico
Kusama publica a sus 93 años un repaso por toda su carrera: los miedos y obsesiones que le acompañaron siempre y su tesón para convertirlos en arte
La historia de Yayoi Kusama es un viaje iniciático sin retorno pues, tras su salida de Japón hacia el Nuevo Mundo, la artista asiática nunca volvió a ser la misma. La red infinita (Ediciones B, colección Sine Qua Non, 2022) relata setenta fascinantes años de la vida de esta artista al frente de la vanguardia mundial. Pero vayamos al principio.
Ya desde muy joven empezó a pintar, y su intención siempre fue la misma: tratar de que sus manos capturaran las veloces imágenes que fabricaba su mente antes de que estas se desvanecieran. Con ese arte prolífico e inevitable, Kusama aterrizó en Nueva York en 1957 sin tener ni papa de inglés, algo que no la arredró porque, como ella declara en su obra, deseaba con todas sus fuerzas «escapar de las cadenas» que sentía que la retenían en Japón. EEUU era, en su breve imaginario, la vasta tierra que la acogería con sus campos de cereales, «más de los que nadie podría comerse jamás». Y tenía un plan: si no lograba ganarse la vida como pintora, sería granjera y pintaría en sus ratos libres.
Al principio las cosas le marcharon bien: a solo un mes de su llegada, en la Dusanne Gallery de Seattle -su estado de acogida- se inauguró su primera exposición en solitario en los Estados Unidos. Pero Kusama no iba a quedarse allí, su destino soñado era Nueva York, y en Nueva York aterrizó y vivió hasta quedarse en la más completa miseria pasados solo unos meses.
«Me sentía como si me hubiese plantado en el umbral de toda la ambición mundana, donde en verdad cualquier cosa era posible»
Yayoi Kusama en La red infinita
«Era una dificultad tras otra: conseguir algo de comer para llegar al final de cada día, juntar la calderilla suficiente para comprar lienzos y pinturas, problemas con Inmigración por mi visado…». Pero ella siguió soñando fuerte con el sueño americano, trepando a lo más alto del Empire State en sus días más duros: «Me sentía como si me hubiese plantado en el umbral de toda la ambición mundana, donde en verdad cualquier cosa era posible».
Pintó y pintó sin descanso y, de pronto, su pintura empezó a llenarse de redes: «empezaban a expandirse hasta el infinito. Me envolvían, y yo me olvidaba de mí misma, se me adherían a los brazos, a las piernas, a la ropa, y llenaban la habitación entera». Aquello fue el primer despertar de sus recurrentes episodios de neurosis, que ya nunca la abandonaron: «Una mañana me desperté y me encontré con las redes que había pintado el día anterior (…) fui a tocarlas, y las redes comenzaron a reptar y se me metieron por la piel de las manos».
Un artista es aquel que suma a su talento la certeza de que lo tiene, al menos la suficiente para no tirar por la borda por su obra: «Estaba convencida de que producir aquel arte tan único que surgía de mi interior era lo más importante que podía hacer para construir mi vida como artista», escribe Yayoi en otro de los pasajes. Y fue esa constancia la que le trajo el éxito con su primera exposición en solitario en Nueva York, en 1959. Fueron una serie de cuadros de estas redes infinitas en blanco sobre negro los que le valieron las mayores alabanzas por parte de algunos de los críticos más duros del momento como Dore Ashton (New York Times) o Donald Judd (Art News). A partir de aquel hito, la artista recibió cartas de felicitación de medio mundo e invitaciones a promocionar su trabajo por doquier.
Despega el éxito internacional de Yayoi Kusama
Obtenida la consolidación, en torno a Yayoi se crearon las más diversas concepciones y prejuicios. Una de ellas, que ella misma desmiente en esta biografía, es que estuviera «enloquecida con el sexo». Dice que comenzó a hacer esculturas fálicas, de penes, para tratar de curar su arraigado «sentimiento de asco hacia el sexo». «Mi aversión al sexo tiene su origen en el entorno y las experiencias de mi niñez y de mis años de formación. Odiaba la forma del órgano sexual masculino, y también me daba repulsión el órgano femenino. Ambos me resultaban horrorosos. Como ya he dicho anteriormente, mi arte psicosomático consiste en crear un nuevo yo, en superar aquello que odio, que encuentro repulsivo o que temo a base de hacerlo una, otra y otra vez».
Es por eso que la artista realizó también incontables happenings en los que instaba a hombres y mujeres a quitarse la ropa para que ella les pintara la piel. Esos eventos volvieron a convertirla en la manzana de la discordia: admirada por unos y vilipendiada por otros, esos custodios de la moral que llegaron a cerrarle el chiringuito en numerosas ocasiones antes incluso de que empezara la función. «Representamos el mismo tipo de happenings nudistas en Bélgica y en Alemania, pero el resultado en cada caso fue un tira y afloja entre los espectadores que nos instaban a continuar y la policía que nos daba orden de parar». Hasta que en Nueva York terminaron por arrestarla (aunque pasó una única noche en el calabozo y bien atendida, pues uno de los guardias llegó a llevarle un trozo de tarta y café cuando Kusama le dijo, de madrugada, que tenía hambre. Tal era ya su fama).
Los fantasmas de Kusama atan sus cadenas, como normalmente sucede, en el pasado, en su niñez: «Todos los recuerdos de la infancia que guardo de mi madre son de las incesantes reprimendas y azotainas a las que me sometía, o la manera que tenía de humillarme incluso delante de las criadas y del servicio diciendo cosas como: ‘Cuando tienes cuatro hijos, siempre cabe la posibilidad de que uno de ellos te salga como una absoluta bazofia’». Su madre jamás aceptó que Yayoi fuera pintora, y le insistía una y otra vez en que contrajera matrimonio con alguien «de familia pudiente», llegándole incluso a mostrar fotos de pretendientes para que eligiera.
«Estas erupciones de trastornos mentales y nerviosos, exprimidos de las cicatrices que me dejó en el corazón la contumaz oscuridad de mi adolescencia, son fundamentalmente lo que me hacía seguir creando arte»
Yayoi Kusama en La red infinita
Las alucinaciones visuales y auditivas que Kusama plasmó en su obra fueron el tormento que la acompañó toda su vida: «Estas erupciones de trastornos mentales y nerviosos, exprimidos de las cicatrices que me dejó en el corazón la contumaz oscuridad de mi adolescencia, son fundamentalmente lo que me hacía seguir creando arte». El tesón nacido del sufrimiento. Y el arte como única alternativa al que Yayoi afirma hubiera sido un seguro suicidio: «Si no hubiese hallado esa senda, estoy segura de que me habría suicidado bien pronto».
Sin embargo, las redes de Kusama la sujetaron y la impulsaron a crear, además, una serie de compañías comerciales que se ocupaban de la planificación y la producción de sus happenings y de otra sección centrada en ropa y moda. Bloomingdale’s, el mítico almacén de Nueva York, llegó a montar un «Kusama Corner» con toda la moda diseñada por la autora.
Trece años después de su aventura americana, Kusama regresó de visita a Japón, adonde su fama lógicamente había llegado, pero no en los términos deseados. «Los medios japoneses malinterpretaban y distorsionaban mi movimiento con el único interés aparente de explotarme, y su cobertura no hacía más que mancillar mi imagen». Desde luego, no fue profeta en su tierra, ni tampoco bien recibida en su familia: «Mi padre, chapado a la antigua, me escribió una lastimera carta en la que me preguntaba: ‘¿De verdad has caído tan bajo?’».
«El sexo libre es una confirmación del amor humano y de la igualdad. En el placer sexual no hay blancos ni negros ni amarillos»
Yayoi Kusama en La red infinita
El rechazo por parte de los suyos siempre atravesó a Kusama. Le hubiera gustado que comprendieran la revolución sexual que proponía, consistente en formar «una conexión por medio del más humano de los comportamientos (…). El sexo libre es una confirmación del amor humano y de la igualdad. En el placer sexual no hay blancos ni negros ni amarillos».
A principios de la década de los 70, tras la vertiginosa vida estadounidense, Yayoi regresó definitivamente a Japón y decidió ingresar, de forma totalmente voluntaria, en el hospital psiquiátrico donde ha permanecido desde entonces y desde donde escribe estas memorias. Allí, con una rutina marcial, sigue pintando mañana y tarde. A sus 93 años. Y lidiando con sus perturbaciones. Dice que, por más que lleve «pintando, esculpiendo y escribiendo desde allá donde la memoria le alcanza», no siente que aún haya llegado el día en que pueda afirmar «haberlo conseguido».
«Todas mis obras son pasos en mi camino, una afanosa lucha en pos de la verdad que he librado con la pluma, el lienzo y demás materiales. En lo alto hay una estrella radiante y lejana, y cuanto más me estiro para alcanzarla, más lejos se retira ella». De seguro, el resto de sus días los pasará estirando su ya menguado cuerpo para seguir persiguiéndola.