Salman Rushdie y el cuchillo
«Lo que consigues atacando a la literatura es generar más literatura»
Hay mucho fracaso en las cuchilladas que le han dado a Salman Rushdie durante un evento literario en un pueblo de Nueva York. Un fracaso inmediato y feliz es que no han acabado con su vida. Otro, que llegan muy tarde. Y otro fracaso más, derivado del anterior, viene a decirnos que la venganza, tan fría, ni es venganza ni es nada. Es hacer el mal inútilmente.
Cuando vi la noticia, creí que la agresión era por cualquier cosa. Las celebridades y los locos se rondan, se atraen, se entremezclan. Al cabo, en efecto, media entre ellos apenas el filo de un cuchillo, el azar de las calles y una obsesión propiciatoria. Ser famoso sale a cuenta por el dinero, y algunos ligues, pero en el libro contable de la celebridad hay toda una columna para el disgusto y el miedo, porque la gente sabe quién eres y nadie sabe quiénes son ellos, e insultándote, acuchillándote o acosándote se ponen a un paso de ser algo, un titular, una nota al pie, un preso del que hará Netflix una serie cuando salga.
Costó, al menos unos minutos, quizá horas, acordarse de que Salman Rushdie vivía amenazado por un libro que escribió hace más de treinta años. Es decir, el agresor de Rushdie no había nacido cuando se publicó la novela Los versos satánicos, y su vida tiene que haber sido muy triste y muy vacía para encontrar sentido a asesinar por noticias del periódico de ayer. La fatua que pesaba sobre el escritor nunca supo uno cómo tomársela. Bien es cierto que, de inmediato, en aquellos días, fue asesinado un traductor japonés de la obra, lo que llevaba a pensar que la cosa iba muy en serio. Pero, al mismo tiempo, la condena a muerte de Rushdie tenía algo de simbólico, de postureo maligno, y ahí había cierta elegancia e inteligencia, en saber que una amenaza nunca concretada puede resultar insoportable, al tiempo que nadie se mancha las manos haciendo una barbaridad.
Rushdie, además, después de los primeros terrores, se mudó a Nueva York y allí socializaba mucho, no estaba metido debajo del puente de Brooklyn, comiendo atún de lata. Así, diríamos que ha habido cientos de oportunidades para atacar al escritor, con tartas, cuchillos, bombas, huevos, dardos envenenados y otras imaginaciones. Llegados a este punto, a este siglo, al año 22, nadie se acordaba de que Rushdie era un autor amenazado, sino que ejercía sin más como autor de éxito, que había abandonado las novelas más o menos orientales y hacía cada año la Gran Novela Americana que cualquiera que viva en Estados Unidos, y escriba, está obligado a hacer. Furia (2001), por ejemplo; La decadencia de Nerón Golden (2017), también; libros nada satánicos o, quizá, más satánicos que ninguno.
Además, estaba entretenido, Rushdie, divorciándose. Cuatro divorcios jalonan estos años de persecución islamista, y tres matrimonios, uno de ellos con una supermodelo. Salía, por esto mismo, mucho en el couché, bastante feliz, seguramente con guardaespaldas detrás de las cortinas, pero sin demasiado miedo a la punta del cuchillo, el hombre que le mira o el correo de por la mañana.
«De estar vivos, los promotores de la condena a muerte de Rushdie deben de ser los primeros sorprendidos de que un tipo se lo haya tomado en serio»
Treinta y tres años sin que consten ataques quería decir que los instigadores de la fatua, que además deben de estar todos muertos ahora mismo (el emisor oficial, Jomeini, falleció a los pocos meses, de hecho), o metidos en residencias de ancianos rencorosos, no disponían de un sistema internacional de respuesta y ejecución, en plan Mossad y demás servicios de inteligencia, sino que condenaban a muerte y luego se iban a ver pelis de Disney, a la espera de si alguien por ahí, aburrido, les tomaba la palabra y hacía algo en consecuencia. De estar vivos, los promotores de la condena a muerte de Rushdie deben de ser los primeros sorprendidos de que un tipo se lo haya tomado en serio, y crea además que le van a pagar. No le van a pagar.
En Joseph Anton (2012), sus memorias de perseguido, excelente libro lleno de humor, Rushdie resumía varios años de medidas de seguridad y aventura. Amén de los divorcios, los matrimonios y no pocas novelas bastante gordas, Rushdie pudo escribir quizá su mejor libro gracias a que la gente no lee, no sabe leer o cree que lo que lee no debe ser escrito. Joseph Anton es lo que te pasa cuando te metes con un escritor, que lo mejoras.
Ahora, apuñalado de gravedad, Rushdie no está pensando en que hizo algo mal, por supuesto. Tampoco está preocupado por si este ataque al que ha sobrevivido (recemos) va a ser el primero de varios, y tendrá entonces que volver a los coches de cristales tintados, los pseudónimos y las charlas con los agentes que le protegen, debajo de una escalera. Rushdie está pensando en el libro que va a hacer después de vivir esta experiencia escalofriante, no lo duden.
Porque un escritor no está para tener miedo a la vida, sino para tener miedo a dejar de escribir, a lo que ayuda mucho que no te pase nada en la vida, desde luego. Así, lo que ha conseguido el jovencito con el cuchillo atacando a la literatura es generar más literatura, y seguramente muy buena, algo que no podemos exactamente celebrar, pero sí -es nuestra venganza- disfrutar.