El sable incorrupto de San Simón Bolívar
Salen: Gustavo Petro, Simón Bolívar, Saint-Simon, Felipe de Borbón, Rubén Blades, El Cid, Carlomagno, Franco, Alejandro Magno, Salman Rushdie, Daoiz y Velarde, Horacio, Guy Debord et al.
Ha habido ruido de sables y voy a echar mi cuarto a espadas. Gustavo Petro, presidente de Colombia, ese hermoso país desmesurado y titánico, ha sacado a pasear el sable de Bolívar, mayormente para tocar los guayabos y dar la nota. «Qué buena la nota que dio ese trompeta», cantaba Rubén Blades en la divertidísima Ligia Elena.
Lo de sacar el sable me ha recordado a cuando Franco sacaba el brazo incorrupto de Santa Teresa. Franco tenía a Santa Teresa y Petro tiene a San Simón (no a Saint-Simon, que se dedicó a la «fisiología social», aunque Petro puede que también). Los comunistas ―que son como el dinosaurio del cuentecito― y los teologoliberadores de venas abiertas que aún quedan se han emocionado mucho con el paseíllo del sable de Simón, y en concreto a muchos de Podemos le ha entrado un baile de San Vito que aconseja tila.
Hay mucho símbolo en las espadas y de ellas están llenas la historia, las leyendas y la literatura.
También hay literatura en muchas manifestaciones políticas, pero por lo general es mala, folletinesca.
Espadas, sables, cimitarras, bracamartes, falcatas, mandobles, katanas, alfanjes (floretes no, los floretes carecen de épica).
La Tizona y la Colada eran las espadas del Cid. La Tizona, en concreto, era del moro Búcar y Rodrigo se la ganó en Valencia. (No sabemos si el puñal con el que Hadi Matar ―Matar se llama― ha acuchillado a Salman Rushdie tiene nombre; si no, sus correligionarios deberían ponérselo enseguida. Por cierto, qué amarga ironía: al descomponer el apellido del acuchillado nos sale un «apresúrate, muere» en inglés).
No puede hacerse un artículo sobre espadas sin hablar de Excálibur, probablemente la espada más célebre. El rey Arturo la sacó de la piedra en la que estaba hincada y con su poder unió su país y expulsó a los invasores. Después organizó su gabinete en torno a una mesa redonda.
«Todo el mundo tiene derecho a sus símbolos, e incluso a inventárselos. En España podríamos sacar los sables de Daoiz y Velarde cuando nos visita un mandatario francés»
No sabemos aún si el sable de Simón también refulgía hasta cegar a sus enemigos, pero no cabe descartarlo. Deberían formar un comité de científicos cubanos para estudiar el sable. En cualquier caso, y puestos a dar espectáculo, el sable de marras se lo debían haber presentado a Felipe VI clavado en una piedra (el sable, no Felipe); Petro, entonces, lo habría intimado: «A ver si lo sacas, Borbón».
Todo el mundo tiene derecho a sus símbolos, e incluso a inventárselos. En España podríamos sacar los sables de Daoiz y Velarde cuando nos visita un mandatario francés, la Tizona del Cid cuando lo hace un jefe árabe o el espadín del celtíbero Caro de Segeda cuando venga el alcalde de Roma, pero hemos madurado y ya no lo consideramos necesario. El presidente Petro aún no ha llegado a eso y hay que darle tiempo.
Aquí ya no hay más remedio que mencionar a Guy Debord, el comunista-situacionista que teorizó, con mucha astucia, sobre la sociedad del espectáculo. Yo creo que este Petro es un situacionista del siglo XXI y que se ha leído al maestro (aunque quizás embarulladamente y con poco provecho), porque esta ceremonia que se ha sacado de la manga olía un poco a «situación construida», una de las técnicas revolucionarias que recomendaba Debord y que definía como la confrontación entre un escenario (la ceremonia) y un comportamiento (el del rey Felipe: «¿eso qué es? ¿me levanto o no me levanto?»).
Bueno, más espadas. Una muy notable, aunque se la recuerde menos, es la Joyeuse de Carlomagno. Su importancia es histórica, pues ante ella se han coronado los reyes de Francia durante muchos siglos.
Las espadas, como se ve, acaban siendo símbolo del poder, del Estado, del Leviatán.
Con espadas se arman caballeros; con espadas se cortan nudos gordianos, desde que Alejandro Magno (otro Magno) cortara así el que anudó el campesino Gordias, cuando lo nombraron rey, sin otro mérito que haber sido el primero en pasar, ignaro, bajo la Puerta del Este. También con la espada se corta por lo sano, aunque suela ser preferible el bisturí.
Bajo la de Damocles, colgada sobre nuestras cabezas, vivimos agobiados por oscuras amenazas, como lo cantó Horacio en sus Odas:
«A aquél sobre cuya impía cabeza
pende una desenvainada espada
ni los manjares de Sicilia le proporcionarán un sabor agradable
ni el canto de las aves ni de la cítara
le harán conciliar el sueño;»
Destrictus ensis, escribió Horacio. «Espada desenvainada». Aunque no he podido ver ―en realidad no me ha interesado― si el sable que se sacó Petro iba desenvainado, la intención era la que denunciaba el poeta romano: amenaza. Amenaza y, por añadidura, jaquetonería y desplante.
Grandilocuente gesto. Lástima que del todo innecesario y anacrónico.