THE OBJECTIVE
Cultura

Jorge Freire: «Hay que salvar la filosofía de las garras de la academia»

El filósofo y colaborador de THE OBJECTIVE habla con David Mejía sobre su vida, su vocación y su obra

Jorge Freire (Madrid, 1985) es filósofo, profesor y articulista. Sus dos últimos ensayos, Agitación. Sobre el mal de la impaciencia (Páginas de Espuma, 2020) y Hazte quien eres (Deusto, 2022), tratan sobre cómo afrontar con estoicismo algunos males de nuestro tiempo. Es columnista de THE OBJECTIVE y colaborador frecuente de medios como El País, El Mundo o Letras Libres.  

P. ¿Tienes buena relación con el verano?

R. Sí, en buena medida, porque es el momento en el que conecto. En verano todo el mundo trata de desconectar y yo siempre, en la medida de lo posible, trato de conectar a las fuentes de corriente alterna. Aprovecho para leer, aprovecho para comer, aprovecho para dormir. Creo que es muy importante reivindicar precisamente la conexión y no la desconexión.

P. ¿Hay algún verano de la infancia que recuerdes como el verano prodigio?

R. No, porque me resultan un poco indistinguibles; veranos eternos, en los que el tiempo se difumina. Empiezan a tener entidad en la adolescencia, que es cuando empiezan a pasar cosas. Dicho lo cual, te diré que no soy un gran apologista del verano porque soy muy caluroso, no me llevo muy bien con el calor. Soy un ser diurno, soy un ser de sol, pero el calor no me hace ningún bien.

P. ¿De esos veranos adolescentes donde dices que «pasan cosas» guardas un buen recuerdo?

R. Sí, eran veranos de ir con chaquetita, porque los veranos los pasaba en Ferrol, donde podías estar a principios de agosto con lluvia y a 14 grados. Recuerdo absolutas trapisondas y barrabasadas en Ferrol. Y la verdad es que me doy cuenta de que cuando hablamos sobre qué es lo importante, qué es lo que te ha enseñado la vida, uno siempre tiende a pensar lo que ha aprendido entre las paredes del aula y realmente lo que uno vive en los momentos de ocio o en los momentos de desparrame son experiencias formativas, y yo tengo unos recuerdos maravillosos de esos veranos en Galicia.

P. Como profesor de secundaria, ¿te planteas qué conocimiento puede transmitirse en el aula y cuál es necesario aprender por uno mismo?

R. Hay cosas que se pueden vivir por persona interpuesta y yo defiendo algo tan importante como escarmentar en cabeza ajena. Creo que está mal ser un cotilla, pero está bien ser curioso, y está bien tener ejemplos a seguir y ejemplos a evitar. Con lo cual, se pueden vivir ciertas cosas a través de otros, pero hay cosas que efectivamente, por mucho que te cuenten, tienes que vivirlas; eso es algo que en la formación se suele olvidar. Pero no comparto esta teoría vivencial según la cual uno no puede opinar de un tema que no haya experimentado en sus carnes. Lo que siempre se dice de que Julio Verne, que no necesitó pisar las antípodas, ni hollar la luna, para poder escribir sus novelas. En efecto, no hace falta tener una experiencia de primera mano de ciertas cosas, pero generalmente es recomendable.

P. ¿Fuiste un niño lector o es una afición que te llegó más tarde?

R. Fui un gran lector de tebeos. A mí no me pasaba lo que le pasa a los hijos de algunos amigos, que les hacen fotos leyendo Moby Dick con cinco años y cosas de esas. En absoluto. Yo tengo una deuda de gratitud insalvable con Francisco Ibáñez. Pero no sólo por haber pasado horas y horas de exuberancia, alegría y de felicidad, sino sobre todo por haber aprendido muchísimo castellano. Desde los cinco o seis años y a lo largo de toda mi adolescencia, y todavía ahora, disfruté leyendo tebeos. Tengo una colección de más de cinco mil tebeos y todavía sigo completándola, aunque más a cuentagotas. Y la afición por la literatura de mayores, por así decirlo, me vino de adolescente. Uno de los primeros fue El retrato de Dorian Gray. Yo creo que ese libro es sacramento que imprime carácter cuando tienes 14 o 15 años, porque te hace entrar en otro mundo, porque es un libro muy esteticista, porque es un libro que además interpela al adolescente por una serie de cuestiones temáticas, y que yo recomiendo vivamente para un chaval que se quiera introducir en la literatura. Pero esto de pretender conminar constantemente a los chicos a que lean realmente me parece contraproducente. Es un error en el que caen padres y profesores, porque el verdadero aprendizaje siempre es imitativo. De esto hablaba mucho la psiquiatra Judith Rich Harris, que escribió dos libros de enorme polémica: No hay dos iguales y El mito de la educación. Lo importante no es decirle al niño «no fumes», sino que su hermano mayor o su mejor amigo no fumen. Hay una serie de cosas que tanto los padres como los docentes pueden hacer por sus catecúmenos o por sus hijos, que es predicar con el ejemplo. Si un niño te ve leyendo, termina leyendo, pero tratar de meterle en la cabeza constantemente la necesidad de que lea es contraproducente.

P. ¿Cómo ves el eterno debate sobre la reforma educativa en España, y esa discusión que enfrenta la enseñanza memorística con la enseñanza de aptitudes?

R. Creo que es un debate falaz; en el fondo es una dicotomía en la que uno nunca puede situarse en uno de los dos lados, porque generalmente se tiende al hombre de paja. Si estás, por así decirlo, con el contenidismo, como se dice habitualmente, entonces estás a favor de un modelo nacional católico memorístico. Y no es así. Puedes defender la importancia de los contenidos, la importancia de la memoria, y reconocer el hecho obvio de que no todo está en la red, sin por ello estar cerrando filas con un modelo educativo caduco. Y de igual forma, es muy importante el desarrollo de capacidades, pero no es algo que se baste por sí mismo. Entonces, a mí realmente me deja perplejo cuando veo a alguien que cierra filas con uno de esos dos bandos, porque no termino de entender el argumento, más allá de aquellos que encuentran su oficio en ser apologistas de una serie de reformas educativas que nunca concitan un gran consenso y que al final tienen que hacer ciertas virguerías para defenderlas. Hay un aforismo que me gusta mucho de Gregorio Luri que dice: «Querido pedagogo, recuerda que el estudiante no es un experimento». Efectivamente, la educación no es el lugar para hacer experimentos constantes.

P. Desde tu experiencia como docente, ¿cómo explicarías que España tenga unas tasas de fracaso escolar tan altas?

R. La verdad es que hay una cosa que clama al cielo, más allá de las tasas de abandono escolar y demás, y es el abandono flagrante y consciente de la FP. No puede ser que solo el mejor estudiante de bachillerato pueda entrar a un curso superior de FP. No tiene ningún sentido que quien quiera hacer una FP de cocina necesite una media en bachillerato de 9,8. Por otro lado, quizá tampoco tenga sentido que aquellos estudiantes que no han nacido para estudiar tengan que estar estabulados en una clase hasta los 16 años. Tiendo a pensar que quizá el problema no es algo tan reciente, sino más bien de larga data. Nuestro modelo educativo viene de una visión industrial donde la escuela era una fábrica de trabajadores. Y sí, efectivamente, el caso español es un caso especialmente sangrante y no parece que tenga visos de mejorar.

P. ¿Estamos produciendo personas frustradas por encima de nuestras posibilidades?

R. Sí, seguramente sí, pero no sólo por el abandono escolar, sino también por la dichosa titulitis: esta necesidad de acabar con una carrera universitaria y dos masters para luego no encontrar un acomodo en el mercado laboral. De todos los tópicos que tanto se enarbolan hoy, el que más me ofende es el de «la generación más preparada de la historia». Desde una perspectiva lógica, tú estás preparado para algo. No puedes estar preparado en términos absolutos. Y alguien está preparado cuando tiene oficio y beneficio. Tú no puedes estar preparado, aunque tengas cinco carreras, si luego el mercado laboral no te ofrece un acomodo. Es una de esas engañifas que nos hemos ido encontrando y que es la fuente de ese resentimiento generacional que estamos viendo.

P. ¿Consideras que la asignatura de Filosofía debería ser obligatoria en Secundaria y Bachillerato?

R. Si pensamos que durante los últimos años la educación se ha ido reduciendo, por medio de los planes de estudios, a una suerte de adiestramiento de los chavales, difícilmente -salvo por una cuestión de gremialismo- vamos a poder defender que entre la filosofía. Cuando se pregunta por su función, siempre recuerdo aquello que decía Deleuze: la filosofía es una lucha contra la idiotez. Porque si usted no quiere ser un imbécil, tiene que filosofar. Pero para filosofar perfectamente no hace falta estudiar filosofía. Para filosofar no hace falta saber quién es Platón. Uno puede ser un labriego analfabeto y estar filosofando, y de hecho, puede ser perfectamente un sabio. Creo que el progresivo orillamiento de la filosofía tiene mucho que ver con la idea de que, en el fondo, lo que buscamos son estudiantes que sepan hacer un balance, una declaración de la renta, pagar impuestos, pero que no se ocupen de ciertas cosas. Dicho lo cual, cuando te digo lo del gremialismo, a mí no me gusta esta defensa de la filosofía desde el victimismo: «¡La filosofía está muriendo, languidece poco a poco y tenemos que defenderla!» Eso no es mi visión de la filosofía. Mi visión de la filosofía es que se defiende de forma agresiva. La forma de defender la filosofía es comprar libros de filosofía. Es, por ejemplo, introducir la filosofía en la prensa. Yo, en la medida de mis posibilidades, trato cuando hago artículos de prensa, de filosofar. Lo que pasa es que no es esa filosofía plúmbea, de jerga académica, que en ocasiones llega a las librerías. Hace poco, precisamente en esta casa, hice un artículo de filosofía del humor, ¿por qué no vas a filosofar sobre el humor? ¿Por qué la filosofía tiene que ser siempre los grandes sistemas filosóficos? Platón decía que la filosofía era el único saber que tiene alas y realmente buena parte de los libros que se publican son coñazos insoportables.

P. ¿Por qué das tanta importancia al estilo literario en los textos de filosofía?

R. Yo creo que la filosofía es una rama de la literatura, con lo cual nunca puede dejar de lado la cuestión del estilo. En España ha habido algunos filósofos que lo han hecho, pero han sido minoría. Savater, en los 70 y 80, era un grandísimo escritor. Hoy, por ejemplo, tenemos a Gomá. Antes estaba Ortega. Es decir, ha habido grandes ensayistas, con una grandísima voluntad de estilo y que hacían buenos textos de filosofía. Yo prefiero definirme como escritor más que como filósofo, o como escritor de prosa filosófica. Es decir, escribo sobre cuestiones filosóficas, pero soy ante todo escritor. Y creo que la literatura siempre precede cada uno de los géneros, y la filosofía no es más que un género literario.

P. Los autores que has nombrado (Ortega, Savater, Gomá) buscan tener una penetración en el mundo real, en la vida de las personas. ¿Valoras la filosofía accesible y centrada en las personas por encima de la filosofía de los grandes sistemas y la dimensión, digamos, metafísica?

R. Yo lo que combato en realidad es la filosofía académica. La academia debería ser una especie de almácigo, un semillero de nuevas vocaciones, y lo que termina siendo es un lugar en el que las vocaciones quedan fuera del surco y se agostan. Yo creo que hay que salvar la filosofía de las garras del homo academicus y volver a diseminarla entre la gente que lee, pero sin renunciar a ponerse metas altas. Fíjate, creo que Ortega, que suele pasar en ocasiones como una especie de periodista con buen estilo, tiene textos realmente ambiciosos. Y creo que, sin ir más lejos, la Tetralogía de la ejemplaridad de Gomá es en conjunto una obra filosófica de enorme ambición.

P. ¿Ya en el bachillerato sabías que querías estudiar filosofía?

R. La filosofía fue muy importante para mí en bachillerato y por eso también la defiendo, en buena medida por la experiencia que yo tuve. Y eso creo que fue lo que me dio el aldabonazo definitivo para que me dedicara a la docencia. Fue importante porque el bachillerato es un momento en el que los profesores dejan de tratarte como un niño y empiezan a tratarte, dentro de lo que cabe, como a un adulto. La adolescencia es una época de cambio, de profunda crisis, por eso las cuestiones existenciales interpelan tanto a los adolescentes.

P. Como profesor frente a los adolescentes, ¿sientes la vocación de ejercer una suerte de guía espiritual sobre ellos?

R. Es una tentación que siempre está ahí, y yo creo que hay que refrenarla. De hecho, se ve mucho en los profesores de Humanidades y de Filosofía, sobre todo cuando se defiende eso del pensamiento crítico. El pensamiento crítico no es más que el eufemismo con el que defendemos aquellos tópicos ideológicos que se ajustan a nuestra forma de ver las cosas desde una perspectiva política. Entonces estamos habituados al profesor de Filosofía que es un turras, y que prácticamente le dice a los alumnos lo que tienen que votar. Hay que tener cuidado con esas cosas. En la medida de lo posible, hay que intentar no moralizar, no ser catequético y no decir a los chicos lo que tienen que hacer. Hay gente que se sorprende, pero yo me defino como un moralista; el moralista es aquel que reflexiona acerca de las costumbres, eso no significa en ningún momento moralizar. Hay que intentar evitar cruzar esa línea.

P. Publicaste Agitación cuando comenzaba el confinamiento. ¿Cómo crees que afectó el contexto a la recepción del libro?

R. Creo que el confinamiento llevó en andas al libro. Lo propio es que hubiera sido barrido por todas las novedades y, sobre todo, por esos hechos luctuosos que hicieron que tantos buenos libros quedaran en agua de borrajas. Pero resultó que a la gente le decía mucho aquello de que la fuente de nuestros males viene de nuestra incapacidad de estar a solas y tranquilitos en una habitación cerrada, como decía Pascal. ¿Quién me iba a decir a mí, cuando escribí el libro año y medio antes, que se iba a poner de triste actualidad? Realmente, cuando uno escribe un libro nunca tiene que pensar ni en cuestiones de actualidad, ni en lo que van a pensar los lectores, porque en el fondo lo que piensan los lectores da igual. Uno tiene que escribir para sí mismo. A mí me gusta mucho una frase de Nietzsche que es mihi ipsi scripsi: escribo para mí mismo. Si uno trata de escribir para sus lectores, al final va a estar siempre errando el tiro. A los lectores no hay que halagarlos, hay que recibirlos desde las almenas y lanzarles aceite hirviendo. Uno tiene que hacer el libro que le satisfaga. Después, como dicen los latinos, Habent sua fata libelli, cada libro tiene su suerte, y esto tuvo mucha suerte porque la idea básica resultaba sugerente, sobre todo en el momento del confinamiento. Y luego, hablando del estilo, mucha gente me ha comentado que era un libro refrescante, que no parecía escrito por un filósofo y eso me lo tomo como un halago.

P. Hace unos meses publicaste otro ensayo, Hazte quien eres es, que has definido como el contra-libro de Agitación.

R. En un famoso cuento, Borges apuntaba que los metafísicos de Tlon decían que todo libro tiene incorporado su contra-libro. Y cuando publiqué Agitación me quedé con el remordimiento de que era un libro de crítica, y yo no quería hacer un libro crítico, agresivo, acibarado. Y recordé una metáfora de Burke que dice que cualquiera puede abrir un reloj y esparcir sus piezas, pero a ver quién es el guapo que consigue recomponerlo para que vuelva a funcionar. Cualquiera puede hacer una crítica destructiva, pero hacer una crítica constructiva y ofrecer un ideal propositivo es mucho más complicado. Y este libro trata de hacer ese contra-libro propositivo de Agitación.

«En un tiempo de exhibicionismo moral, la empatía es algo a desterrar»

P. En Hazte quien eres propones una serie de costumbres personales que se leen como una lista de consejos. ¿Cuál es el consejo que más sorpresa provocó entre los lectores?

R. El que más llama la atención es uno que se titula «No tengas empatía», porque la gente me dice que no tener empatía supone necesariamente ser un psicópata, desoyendo algo que vemos constantemente en las noticias, que es que uno puede ser un psicópata y tener empatía. Tener empatía es sencillamente estar dotado de una facultad cognitiva que te permite ponerte en el lugar del otro. El seductor de Tinder, que engañó a no sé cuántas mujeres, tenía empatía. Sabía dónde estaba el talón de Aquiles de estas mujeres para aprovecharse de ellas y llevarse el dinero. La empatía, en realidad, tal y como yo lo defiendo, es originalmente lo mismo que la compasión. Etimológicamente, em-pathos y com-pathos significa lo mismo, pero hoy, merced a su uso reciente, es lo contrario. La compasión se alberga y la empatía se muestra. Entonces, yo creo que la empatía en un tiempo de exhibicionismo moral es algo a desterrar, porque la empatía no es ayudar a otra persona, sino hacerte un selfie mientras ayudas a esa otra persona.

P. ¿Pero consideras que las emociones se tienen que contener?

R. No, pero antes las emociones se reprimían y ahora se exprimen. Y se cree que solo por la expresión de las emociones uno termina exonerado. Cuento en el libro que el comandante de Auschwitz Rudolf Hoss utilizó a los cautivos en el campo de exterminio para representar una obra y dicen que derramó unas lagrimitas porque estaba realmente conmovido, y eso quizás le sirvió de válvula de escape de cara a su propia conciencia. Tendemos a pensar que mostrarse muy conmovido en público es una especie de sustitutivo de la acción moral. Y no lo es. Precisamente ahora estoy preparando un libro que tiene como telón de fondo ese exhibicionismo moral y ese sustituto de la moral por exposición pública.

P. ¿Qué relación tiene el exhibicionismo moral con el narcisismo?

R. Bueno, quizá es el rasgo distintivo del ciudadano publicista de sí mismo, que necesita constantemente exhibir una conducta para ser gratificado instantáneamente por esa conducta, y recibirá la aprobación de una muchedumbre sorda que lo está fiscalizando, que son las redes sociales. Yo no creo que las redes sociales sean esas zahurdas pestilentes que algunos dicen, no creo que sean tan malas. Las redes sociales son muy útiles y tienen una función, pero creo que para algunas personas han tenido unas consecuencias morales realmente deletéreas.

P. ¿Por qué el narcisismo es un problema?

R. Una de las primeras cosas que hago en Hazte quien eres son unas preguntas directas al lector: «¿Crees que te bastas y te sobras? ¿Crees que eres el único artífice de tu ventura? ¿Crees que eres el único responsable de tu destino?» Efectivamente, no somos los únicos responsables de nuestro destino. Hay algo peor que estar mirándose el ombligo constantemente y es estar tapándoselo. Con lo cual, yo recomiendo que dejemos de taparnos el ombligo y que rompamos con ese narcisismo individualista que, entre otras cosas, nos lleva a ese horrendo culto a la identidad que define nuestro tiempo.

P. Pero el culto es tanto a las identidades individuales como colectivas.

R. En el fondo, una cosa lleva a la otra. Es lo que Freud llamaba el narcisismo de la pequeña diferencia. En un momento de homogeneización brutal, en el que prácticamente todo el mundo comparte una única cultura, es precisamente cuando proliferan esas identidades que se diferencian en pequeños tintes folcloristas y que es sencillamente una tentativa de soslayar esa homologación a gran escala que se produce en todo el mundo.

P. ¿Te gusta escribir de política?

R. Cuando digo esto, la gente se piensa que lo digo de broma, pero es que yo detesto la política. Lo que pasa es que a veces escribo de política por no perder comba, por no estar hablando de las nubes y porque en ocasiones necesito un asidero. Entonces, se puede hacer filosofía de un hecho prosaico de política para mostrar una serie de ideas, pero sería incapaz de hablar sólo de política. No soporto la sobrepolitización que cunde hoy por doquier. Me cuesta mucho que todas las conversaciones tengan que llevar necesariamente a la política. Y sobre todo, cuando se te dice que te posiciones, muchas veces no se te está pidiendo que aportes ideas nuevas. Lo que se te pide es que te sitúes en una parte del tablero para que la gente vaya haciendo más o menos una especie de escrutinio y sepa dónde situarte.

P. ¿De dónde te viene ese amor por la etimología?

R. Me gustan mucho las palabras. Cuando me preguntan qué libro me llevaría a una isla desierta, yo siempre respondo que me llevaría un diccionario. Nada me divierte más que un diccionario. Me pasaría la vida leyendo diccionarios. Y me gusta mucho la etimología porque es una forma de conocer nuestra lengua. Yo no he estudiado latín, ni griego, y la etimología me interesa porque me interesa mucho el castellano. No puedes ser escritor sin haber leído, pero tampoco sin dominar el lenguaje. Entonces, claro, al final te encuentras algunos libros en los que el contenido estaría bien si no fuera porque lingüísticamente son terribles. Y es precisamente por eso, porque no se domina el único capital que tiene el escritor, que es la lengua.

P. ¿Crees que la conversación es un arte necesario para el escritor?

R. Sí, la conversación es importante, pero creo que uno de los grandes mitos filosóficos es que la razón pasa a través de ella: dia-logos, volvemos a las etimologías. Esta idea de que cuando dos personas dialogan, la razón pasa a través de ellos: una defiende A, otra defiende B, y finalmente convienen en que es C; eso realmente no es así. Hay un libro que a mí me gusta mucho, que no está publicado en español, que se llama The enigma of reason, que defiende que cuando nosotros discutimos con alguien realmente no buscamos la verdad, sino imponer a nuestro interlocutor ideas prerracionales, intuiciones que no hemos verificado de forma empírica. Entonces, muchas veces, cuando pensamos que el diálogo es una tentativa de llegar a la verdad, nos estamos equivocando. Sí creo que la conversación en su justa medida puede ser importante, pero entendiéndola bien. Me gusta mucho el dictum de Cioran que dice «en ocasiones, toda palabra es una palabra de más».

P. Además de la conversación, ¿qué otras virtudes consideras que están sobrevaloradas?

R. Hay muchas pseudo virtudes de nuestro tiempo que pasan por virtudes sin serlo. Y una de ellas, por definirla de alguna forma, podría ser la molicie, la blandura. La idea de que, como estamos en un mundo mercurial, de constante cambio, tenemos que ser también seres mercuriales, cambiantes, que tienen que estar dejándose oscilar por la corriente sin rumbo fijo. Creo que es una idiotez y creo que precisamente lo que hay que hacer es cincelar muy bien el carácter para tener algo a lo que agarrarnos en caso de necesitar una tabla de salvación.

P. ¿Y qué virtud dirías que está infravalorada?

R. Una virtud que está infravalorada, cuando no directamente menospreciada, es lo que Platón llamaba el Thymós. Es difícil de traducir, porque hay mucha querella entre filólogos, pero es la gran virtud de los guerreros: la valentía, la gallardía, el coraje. Yo creo que esa sería la gran virtud a reivindicar en un momento en el que es anatema. No se puede defender el coraje, porque el coraje se relaciona con la violencia, cuando no debería ser así. Se relaciona con una interpretación errónea del honor: la gente se piensa que el honor es una cosa que ha de defenderse activamente y de puertas para afuera, por ejemplo, los crímenes de honor de Pakistán. No, el honor es una cosa que te hace responder ante tu conciencia. Es una cosa siempre interior. Por ejemplo, me hizo mucha gracia que Will Smith, tras darle el bofetón a Chris Rock, decía que estaba defendiendo el honor de su mujer. No, precisamente, creo que el honor no se defiende de esta forma exterior, sino que el honor es algo que te hace comparecer ante ti mismo y ante tu conciencia y saber si has estado a la altura de las circunstancias. Eso es el honor, y por eso yo creo que el thymos, llamándolo «arrojo» o «coraje», hay que recuperarlo.

P. Para terminar, ¿a quién te gustaría que invitáramos a Vidas cruzadas?

R. Pues, os recomiendo que invitéis a Juan Laborda Barceló, gran escritor, gran historiador y un cinéfilo empedernido, que acaba de publicar un libro sobre la cineasta Alice Guy, una pionera del cine.

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