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'La casa del dragón', el porqué de mis peinados

«La verdad es que sólo nos queda aplaudir el éxito completo de la lobotomización: la calidad de una obra es equivalente a sus buenas intenciones»

‘La casa del dragón’, el porqué de mis peinados

Escena de la serie 'La casa del dragón'. | HBO

Nunca en la historia de la Humanidad pasaron doscientos años sin que evolucionaran los peinados. Sin embargo, en Juego de Tronos no evolucionaron. Tampoco la ropa, los muebles, la arquitectura o el arte de la forja cambiaron un ápice respecto a cómo eran doscientos años ficticios antes. Es lo que podemos comprobar viendo al fin La casa del dragón, serie situada justamente cuando faltaban dos siglos para que HBO supiera hacer series. La casa del dragón, como relato, tiene la gracia de proponer que todo ha sido inventado después, y, como negocio, tiene el encanto de que copiar al futuro dé dinero. Por lo demás, un fiasco.

Parece que la gente, y también esa parte de la gente a la que dejan escribir en los periódicos, ha disfrutado mucho del primer episodio de La casa del dragón. Es lógico. Nunca antes habíamos oído hablar de que las mujeres no heredaban reinos. Es una idea muy original. También es la única idea que han tenido en HBO para este spin-off de Juego de Tronos. Las mujeres no heredan tronos si hay un hombre que pueda heredarlos, aunque sea de menor edad o de sangre más lejana.

A la gente le ha apasionado este argumento. Seguramente no recuerdan sus libros de Historia de segundo de BUP. Seguramente lo ven, ese argumento, muy actual. No en vano Marta Ortega ha heredado Inditex hace cosa de un año y Patricia Botín es la hija del anterior presidente del Banco de Santander. No puede ser más apasionante esto de que las mujeres, en la Edad Media, y no digamos en una Edad Media paralela, no puedan reinar y tal.

En los comentarios y escolios a la serie, con el primer episodio, no se ha dicho otra cosa que esa: que denuncia el machismo y el heteropatriarcado. Por tanto, la serie es muy buena.

Catorce horas trabajando y uno llega a casa con unas ganas locas de ponerse una serie nueva que denuncia el machismo en la Edad Media. Son cosas que no se pueden evitar.

A mí, seguramente sólo por darme aires, por molestar y por falta de corazón, este hilo argumental me ha parecido poca cosa. Me ha parecido de risa.

O sea, tienes a cuatro o cinco conglomerados mediáticos moviendo millones en busca de grandes ideas que hagan saltar la banca del negocio de las plataformas de streaming; tienes a miles de talentos buscando historias en los periódicos, en las novelas y en los trasteros de su imaginación. Conoces los referentes de Breaking Bad, donde un profesor diagnosticado de cáncer se inicia en la producción y venta de metanfetaminas; de Los Soprano, donde un gángster acude a una psicoanalista; o de Perdidos, donde un avión se estrella en una isla y empiezan a suceder cosas inexplicables. Y vas, en fin, y haces una serie donde las mujeres no pueden reinar por ser mujeres y consigues que a la gente eso le parezca una peripecia extraordinaria. La verdad es que sólo nos queda aplaudir el éxito completo de la lobotomización: la calidad de una obra es equivalente a sus buenas intenciones.

La serie, por seguir dándome aires, va a fracasar. Quizá, después de diez, de doce horas de trabajo, al llegar a casa, quieras finalmente ver algo entretenido, original o artísticamente bello. Contemplar una dramatización de hechos históricos superados y consabidos quizá, ya digo, quizá, no sea tan fascinante.

Como es obvio, La casa del dragón cuenta con una ventaja de partida, que es su serie matriz, Juego de Tronos. Queremos más juegos de tronos y no nos importa si están un poco trucados. En este primer capítulo, suena la musiquita de Juego de Tronos, de hecho, así como abocetada, y además se nombra el largo invierno (winter is coming forma ya parte de nuestra conciencia) y va de aquí para allá una daga que sabemos que resuelve los mayúsculos problemas venideros de los siete reinos. Todo ello, la verdad, le hace a uno pensar que La casa del dragón es una serie sobre cómo a unos tipos se les fue ocurriendo una serie buena de verdad, que aquí iban dando palos de ciego, encontrando ideas estupendas, pero aún no desarrolladas por culpa de todas esas ideas aburridísimas que también se les iban ocurriendo.

La casa del dragón no sólo es un bluf porque nos haga creer que mujeres sin corona sea algo que nos interesa, así sea diagonalmente y como metáfora de toda proscripción del éxito femenino en nuestros días; también es un bluf porque su estructura molecular es el cliché, y no el espectáculo, es decir, la sorpresa.

Juego de tronos fue una gran serie por sus escenas de sexo (que no eran simplemente desnudos aleatorios en cada capítulo, sino coreografías de la excitación extraordinariamente bien diseñadas) y por sus impactantes giros narrativos. Había momentos en los que cualquiera podía morir o hacer una barbaridad. No es mala idea cerrar este párrafo recordándoles que Juego de Tronos, como La casa del dragón, son ficciones. Se pueden hacer barbaridades.

Pero La casa del dragón, ya con sus cuatro alambres del comienzo, y sus pequeñas cositas penosas, nos deja claro que no podemos esperar que maten bebés, violen niños de cuatro años o dejen sin café a una minoría étnica en Rocadragón. Es todo plano, predecible, reticulado de miramientos.

Así, supongo que la amiga de la princesa Rhaenyra, llamada Alicent, se liará con ella; supongo que el consejero negro nunca protagonizará actos crueles y reprochables. No habrá sexo celebrativo, sino disciplinante. La primera escena de sexo de esta serie sirve para mostrar que el malo malísimo (que lo es ya sin duda ni esperanzas de que desborde las líneas infantiles de su dibujo) lo es, malo malísimo, porque sufre un gatillazo; o hemos de entender que sufrir un gatillazo te hace mal hombre, o que siendo malo no puedes tener buen sexo. Es todo de una simpleza como de escribir en la revista de tu parroquia los crucigramas.

Un detalle me llamó la atención. En la mesa de los consejeros áulicos debaten el futuro del reino, y la princesa sirve vino. Cuando llega al consejero negro -único de su raza ahí presente-, éste hace un gesto para indicar que se abstiene. Vaya, es un hombre comedido, sensato, que se controla, debemos inferir, no como el del gatillazo. ¿Creen que este personaje va a tirar a un niño por una ventana? No, no lo creen. Por eso esta serie es mala, porque ustedes ya saben lo que no va a pasar. El único actor negro protagonista de la serie no va a tirar a un niño por la ventana.

«Que la ficción aproveche que es ficción. Que el gris del día a día se abra a lo salvaje»

En El País se han apresurado a explicarnos por qué esta serie va a ser muy mala: porque la mitad de los guionistas son mujeres. Es lo que yo he entendido leyendo a Natalia Marcos. Parece que esa brutalidad desteñida que muestra La casa del dragón se la debemos a (ojo) «el punto de vista femenino» que han aportado las guionistas. «Hay una sala de guionistas en la que las mujeres están representadas de misma forma (sic?) que los hombres. Y, sorpresa, se nota», leemos alborozados, aunque morfológicamente confusos.

Imaginen a las chicas guionistas de la serie en esa sala con el único cometido de poner coto a las locuras de sus colegas varones. Es bastante triste. Una mujer guionista lucha por firmar guiones inolvidables y escalofriantes y al final acaba de policía de guardia de los derrapes de sus compañeros hombres, velando por que no se les vaya la mano con las violaciones ficticias y las putas. Imaginen simplemente que tu «punto de vista» como creadora se dé por hecho. E imaginen, por el amor de Dios, a Patricia Highsmith siendo invitada a formar parte de un equipo de guionistas sólo para que aporte «punto de vista femenino». O a Lillian Hellman.

El deber de todos estos guionistas era estar ideando las más enloquecedoras barbaridades, como las expuestas en Juego de Tronos, porque además las costumbres de los reinos no pueden reblandecerse hacia el pasado; no te vuelves menos bruto dos siglos antes. Recuerden que el primer episodio de Juego de Tronos acababa con el coito de dos hermanos, y con un niño arrojado desde una ventana. Eso pide uno al volver a casa, por supuesto.

Que la ficción aproveche que es ficción. Que el gris del día a día se abra a lo salvaje.

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