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Cultura

'Entrevías': Luis Zahera y diez más

Entrevías, en fin, sólo puede estar contento, como barrio, vecindario y trocito de Madrid, de la visibilidad y atención que ha obtenido

Está muy bien esta serie emitida primero por Telecinco y ahora disponible en Netflix. Entrevías es todo lo que podemos hacer por ahora en España en esto de las series de televisión: copiar bien. Luego hay que añadir diálogos naturales y un paisaje patrio a todo eso que hemos copiado bien, y listo. Parece fácil. Es muy difícil.

La serie de David Bermejo ha elegido un barrio con mala fama en Madrid para enmarcar su propuesta. Se trata, claro, de Entrevías, en Puente de Vallecas. Que Entrevías en concreto encabece una serie donde se dice que Entrevías es un lugar espantoso sólo debería alegrar a sus vecinos. Sigues siendo un lugar espantoso, pero por lo menos sales en la tele.

Ya más en serio debemos valorar la contradictoria gratificación que ofrece salir en la tele, incluso malamente. Baltimore, después de The Wire, no ha empeorado, su situación social y criminal será la que toque, pero ahora, gracias a David Simon, esta ciudad coquetea con el mito, nos suena, la queremos, está en el mapa bonito de la ficción. Entrevías, en fin, sólo puede estar contento, como barrio, vecindario y trocito de Madrid, de la visibilidad y atención que ha obtenido sirviendo de escenario a una pura fabulación audiovisual.

La serie, de veras, es estupenda. La cosa se explica así: David Simon trabajó de periodista de sucesos en Baltimore durante diez años, y con ese material hizo The Wire. David Bermejo ha visto The Wire, y con ese material ha hecho Entrevías. Ese, muy claramente, es el escalón, bastante grande, que media entre el audiovisual español y el estadounidense. Necesitamos alguien que viva la vida real de un barrio y, luego, casualmente, además tenga talento para hacer una serie o una película. Mientras esto llega, Entrevías es un más que digno producto televisivo.

Empieza la historia con José Coronado haciendo de excombatiente en Bosnia que ahora regenta una ferretería y odia a los inmigrantes, a los jóvenes y a sus propios hijos. El primer mérito de Entrevías es atreverse a narrar lo que hay, o sea, a asumir que se puede contar una historia con personajes protagonistas basados en personas reales sumamente antipáticas y hasta no poco racistas y prejuiciosas. Una buena historia no va de una buena persona, sino de una persona cuya peripecia nos interesa, cuyas contradicciones nos apelan y cuyo carácter verosímil nos resulta reconocible. En este caso, Coronado hace de «cabronazo» (etiqueta del propio título del primer capítulo de la serie).

Entrevías, en fin, toma tramas y personajes que casi podemos rastrear hasta la misma puerta de un estudio en Los Ángeles. Ahí está el fachilla tipo Charles Bronson o Clint Eastwood, el narco violento y su club de alterne visto mil veces en mil películas, el policía corrupto que es «dueño» del barrio, los yonkis, las adolescentes alocadas…; así como las escuchas, los robos a traficantes, la necesidad de imponer respeto en la calle (Atrapado por su pasado, 1995, Brian de Palma), el dinero a espuertas o la droga escondida en sitios curiosos.

Pero todo esto lo sumerge Entrevías en una españolidad vivísima, gracias a los diálogos y una exploración excelente de las posibilidades fílmicas del barrio donde se escenifica la acción. Da gusto, de verdad, ver un bar de barrio de verdad, como el que regenta el conmilitón del protagonista; ver una ferretería también de verdad, un piso (el de Coronado en la serie) totalmente cierto y físico (me acordaba, viéndolo, de esos interiores con colorines insoportables habituales en las películas de Almodóvar, por ejemplo).

Los parlamentos, por su parte, recurren al taco o la palabrota casi en cada frase. Aunque en algunos momentos quedan forzados, en general fluyen con esa naturalidad tan deliciosa que encontramos en el habla popular. Entrevías, además, recupera la extraordinaria expresividad de una palabra que creo que ahora hace que te cierren la cuenta en Twitter: «subnormal«. Es una palabra que utilizábamos mucho los niños en Segovia en los años 90, y que seguramente es el insulto más entrañable de nuestro idioma. Más que gilipollas, cabrón, maricón, hijo de puta o cabronazo; subnormal.

Pronto en la serie sucede algo habitual: que un personaje en principio secundario acaba superando escena a escena al propio protagonista. Así, Luis Zahera, como poli corrupto, sabelotodo y maquiavélico, enamora completamente. Su look, muy cuidado, de camisas abiertas y chaquetas vaqueras y pelo largo (nota: hablamos de la primera temporada); su lenguaje corporal, de una chulería cansada absolutamente adictiva; y, sobre todo, su modo de entonar las frases, de hacerlas suyas y cantarlas: todo excelente.

La interpretación de Luis Zahera está, a todas luces, a otro nivel. A otro puto nivel, que diría él.

El otro día, paseando por Carpetana, otro barrio de aúpa en Madrid, oí a una chica de no más de quince años decirle a una amiga por teléfono: «Te juro que te cojo de los putos pelos y te tiro por la puta ventana».

Esa poesía es exactamente la que encontramos en Entrevías.

Salvo el personaje de Nelson (un pandillero novio de la nieta de origen asiático del ferretero excombatiente), todo el elenco resulta creíble y adecuado, Franky Martín como narcotraficante en especial. Sin embargo, algo pasa con la nieta. Algo perfectamente habitual.

Nona Sobo, española de origen tailandés, debuta en esto de la actuación con su papel de Irene. A sus veintipocos años, la actriz despide una apabullante sensualidad. Nona lo hace muy bien, pero capítulo a capítulo, vemos que Entrevías busca cualquier excusa para poner la cámara justo en el lugar en el que, digamos, un tío que quiere apreciar de nuevo el cuerpo de Nona la pondría. La recurrencia a la exhibición del todo gratuita del físico de la actriz acaba siendo un poco lamentable. Planos cenitales con ella en bragas y sujetador tumbada en la cama; minifaldas incluso para salir a comprar el pan. Mucho culo y mucho short y mucho agacharse; la típica escenita de dos novios que corren desnudos a meterse en el mar (por favor, piedad).

Por supuesto, Entrevías no hace nada que no hiciera Juego de Tronos: tratar de fidelizar a la audiencia con una calculada dosis de sexo en cada capítulo. Lo que sucede aquí es que la actuación de Nona Sobo se va diluyendo en escenas sucesivas cuyo único sentido es filmar lo buena que está, y que lo veas. Luego buscas su nombre en Google y lo único que se dice de ella es, precisamente, que está muy buena. Creo que su trabajo en Entrevías merece mucho más reconocimiento que ese.

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