Enrique Vila-Matas: «Me gusta hablar de literatura como se charla de fútbol»
Dos mujeres clave en la vida de Enrique Vila-Matas marcan ‘Montevideo’, una novela con claves para que los jóvenes consigan «una habitación propia»
Habla bajito Enrique Vila-Matas, casi en susurros. Lo que contribuye notablemente a una cierta imagen de fragilidad, alimentada por su convalecencia tras un trasplante de riñón. Circunstancia que lo mantuvo lejos de la escritura, algo inverosímil en su caso. «Algunos creyeron que me había muerto», dice con una sonrisa divertida. Pero no. Vive y viaja en la gira de presentación de su nueva novela, Montevideo, en la que uno de sus característicos narradores-avatares descubre en una habitación mágica, heredera de la de Virginia Wolf, otra forma de viajar por ciudades hechas de literatura y vida.
Conjunción marca de la casa, la de vida y literatura, que adquiere en esta ocasión una especial densidad emotiva desde antes, incluso, de que arranque la narración. Montevideo está dedicado, como todos los libros de Vila-Matas, a su esposa, Paula Massot, profesora de Literatura (no podía ser de otra forma), transmutada en Paula de Parma para tales efectos. Pero, esta vez, la frase escogida debía soportar un agradecimiento más vital que nunca: ella es la donante del riñón que le permite a su marido seguir escribiendo, entre otras cosas. «Desde la primera entrevista decidimos hacerlo público, para evitar confusiones con la crisis renal que tuve en 2006 y para ayudar a la campaña publicitaria de Clinic de Barcelona que intenta normalizar la relación de la gente con algo todavía bastante de ciencia ficción», dice Vila-Matas.
«Tiembla mi alma enamorada». La dedicatoria es una adaptación de un verso de Dante a su amada Beatrice. «Consensuada: si le ponía una frivolidad después de darme un riñón, se iba a enfadar». El autor confirma que tiene que ver con su trasplante, quizás la operación quirúrgica más poética del subtexto sanitario, pero no quiere dar más detalles: «La gente que me conoce sabe que tiene ese sentido y se emociona».
Aunque su dolencia no aparece explícitamente en la novela, Vila-Matas reconoce que se sintió identificado con una de las últimas escenas, en la que el narrador, obsesionado con lograr una «biografía del estilo» y otras circunstancias literarias, ve a través de una puerta entornada a uno de los heridos en el atentado de la sala Bataclan de París, que «trabajaba para vivir». «Había visto el vídeo de cómo se levantaba de su cama de hospital, y me recordó a cómo yo me elevé de la mía tras 15 días en los que necesité ayuda para moverme. Pero ese ‘elevarse’ aparece en cursiva en el texto porque el verbo trasciende hasta la epifanía».
No vamos a destripar aquí la última frase de la novela, absolutamente genial. Baste decir que la madre del narrador le descifra el «gran misterio del universo»… para que se calle de una vez. La novela adquiere una circularidad telúrica con dos mujeres que dan vida y revelan su misterio. Sobre las raíces autobiográficas de la anécdota final, Vila-Matas ni confirma ni desmiente: «Podría serlo, sí», susurra, «porque sucede en el centro del Paseo de San Juan de Barcelona…».
La fuerza de este final tiene que ver con la forma tan espontánea, tan poco ‘literaria’ y tan… de madre con la que se despliega. «De pequeño yo preguntaba mucho. De ahí ese ‘Te lo digo por última vez…’». Tras 300 páginas repletas de citas y disquisiciones literarias, metaliterarias y más que literarias, la paradoja (herramienta preferida del autor) no puede ser más significativa. Y «sí, está pensado así, quería ponerle emoción y que se leyera de esa forma».
Porque ojo, Vila-Matas, autor de culto por antonomasia, no se pone estupendo al hablar de literatura. Al contrario: «La literatura es maravillosa, pero hay que perderle el respeto. Yo lo hago precisamente por lo que la quiero: creo que hay que tratarla de todas las maneras, incluso negándola. Cuanto más la niegas, mejor para ella, porque pierde esta respetabilidad, esa pomposidad… Siempre he querido hablar de literatura con otros escritores como si charláramos de fútbol. Antes en las librerías reinaba un silencio enorme, y la gente no compraba libros porque no se atrevía a entrar en semejantes templos. Eso ha cambiado, por suerte. Montevideo la concebí como una novela que pudiera llegar a todo el mundo. No será así, supongo, pero sí alcanzará más proximidad con los lectores que no han entrado antes en lo que hago. Está escrita de forma muy libre, sin ataduras, en esa vertiente desatada de la literatura que se decía del Quijote».
Esa cercanía de un libro tan cargado de referencias al mundillo literario debe mucho al legendario sentido del humor del autor, cuyas raíces este descubrió más profundas de lo que creía. Niño tímido y frágil, en una reunión, ya en la madurez, con sus antiguos compañeros de clase, estos se congratularon de que conservara una ironía de la que él no era consciente: «Me recordaron un caso de bullying en el patio. Un pedazo de idiota me tenía agarrado en el suelo y, por lo visto, le dije desde allí abajo: ‘Si me sueltas, yo luego no te haré nada’. Ahora que lo pienso, tiene un aire como de humor inglés». ¿Funcionó? «Bueno, supongo que lo desconcertaría», se ríe.
Esa naturalidad se respira en toda la peripecia del protagonista y narrador de Montevideo, atrapado en lo que el autor denomina la «ambigüedad» del mundo, acelerada en los últimos tiempos. «Antes sabíamos qué era Francia, qué era Inglaterra… Después todo se ha ido complicando. Recuerdo que mi padre, ya con 90 años, decía: ‘Hay demasiada gente’. No es que quisiera eliminar a nadie, sino que ponía la televisión y veía a tanta gente hablando al mismo tiempo…».
El narrador de la novela se salva creando «circuitos mentales» que restauran la conexión perdida. Lo consigue viajando a Montevideo para alojarse en la misma habitación de hotel de un relato de Julio Cortázar sobre una misteriosa puerta condenada, bibliofilia que desencadena una surrealista peripecia por diferentes ciudades y libros que terminan revelándole unas «habitaciones contiguas conectadas que permiten a cada una de las ciudades continuar la anterior» e, incluso, en el momento culminante, «que todas se solapen en el mismo punto de vista» de una escena magistral, de magnífica densidad formal.
¿La literatura como salvación? «Sería fantástico que los jóvenes descubrieran que con la literatura pueden crear un mundo paralelo, propio, con el que desarrollar una personalidad concreta a través de lo que van escribiendo. Porque el joven quiere independizarse, y esta es una forma muy inteligente de hacerlo. Poco a poco, eso sí, porque no se crea de un día para otro, pero termina proporcionando pertenencia, por ejemplo, cuando hoy tanta gente que sufre por no pertenecer a nada acaba perteneciendo a cualquier tontería».
Pero cuando el riesgo culteranista más acecha, aparece la naturalidad de un Vila-Matas consciente de las limitaciones de las torres de marfil. «Antes hay que conseguir que la gente tenga acceso a una habitación propia literalmente. Recuerdo que en México me llevaron a visitar un colegio de un poblado indígena casi analfabeto. Empecé a hablarles a los alumnos de esto de la habitación propia hasta que una niña intervino para preguntarme qué había que hacer para conseguirla… y me di cuenta de que probablemente viviera en una casa muy pequeña con una familia muy numerosa. Virginia Woolf no tenía ese problema».
Una actitud parecida desarrolla el protagonista de su novela, que intenta escribir «una biografía del estilo», pero «descubre que no puede abarcar tanto y se dedica a narrar lo que le ha pasado en los tres años de silencio, sin darse cuenta de que con ello logra contar la historia de una transformación de su estilo y elevarse». Entonces llega la madre que, como tal, le revela el sentido del universo. Nada menos.