'Borrachos': no hay civilización sin intoxicación
El filósofo norteamericano, Edward Slingerland, defiende en su ágil y divertido ensayo ‘Borrachos’ que el consumo de alcohol está en la base de nuestra cultura
¿Cuántas veces te enfrentas al mejor libro del año, el escritor de una generación, un ensayo insuperable? A final de mes, veo la pila de ladrillos amontonados en la mesilla y me pregunto si habrá alguien que escriba, simple y llanamente, bien. Así, sin florituras. De ahí que, al enfrentarme a este ensayo del filósofo Edward Slingerland, titulado Borrachos: como bebimos, bailamos y tropezamos en nuestro camino hacia la civilización (Deusto), y del que se dice que es «una investigación deslumbrante sobre el vicio más antiguo de la humanidad», «un trabajo titánico de erudición interdisciplinar», se me cerraron las tripas como ante un vídeo de fabricación de rulos de kebab. Allá va, otra hipérbole vendehumos. ¡Otro eslogan con la misma eficacia comprobada que la teletienda! Oh, pero, a veces es oro lo que reluce.
Ataqué el ensayo con la misma emoción que Walker Percy atacó por primera vez La conjura de los necios. Perezoso, incrédulo y con ganas de dejarlo cerca del inodoro ante la posible escasez de papel higiénico. Desde las primeras líneas, sin embargo, no tuve más remedio que arrepentirme de mi cinismo. Página a página, descubrí la ágil, fresca y cómica prosa de Slingerland, que maridaba a las mil maravillas con información contrastada y enriquecedora.
Resulta que sí, es verdad, el suyo es un ensayo deslumbrante, divertido y tridimensional. Embriaga, intoxica, como dice mucho a lo largo de la obra, y lo hace para bien. Seguro que hay quien prefiere los plomazos bíblicos inyectados por infinidad de notas al pie, y referencias tan profusas como las de un ensayo de Derrida, pero yo, humildemente, disfruto riéndome y frivolizando la hormigonada y fría realidad.
«La búsqueda de la experiencia psicoactiva es tan antigua, que ya los sumerios tenían cantos a la cerveza»
La composición de la obra evoca a la deidad más alcohólica, Dionisio, pasando así del segundo capítulo, Una puerta abierta a Dionisio, al quinto El lado oscuro de Dionisio, para rematar en las últimas partes con Vivir con Dionisio. Todo el progreso del ensayo gira entorno a un vórtice de intoxicación en el que, página a página, se nos justifica cada vez más el uso de desinhibidores de la conciencia, principalmente el alcohol, llegando a apostar por un consuetudinario equilibrio. Slingerland nos permite así decidir si queremos apostar por llevar las cosas a su atávico extremo de descontrol etílico, o si, por otro lado, precisamente esa capacidad en la búsqueda de satisfacer los impulsos puede ser la llave que nos abra la puerta a un consumo controlado, ocioso y hasta práctico del etanol.
Borrachos es como una bien cocinada tortilla de patatas. Su base es de sobra conocida, un plato habitual al que en España nos hemos acostumbrado desde la pasmosa erudición de nuestro experto nacional en la intoxicación, Antonio Escohotado. Pero maneja ingredientes menos habituales y bien conjugados. Ideas, o conjeturas, que planean en armonía sobre hechos consumados, tales como que la búsqueda deliberada de la experiencia psicoactiva es tan antigua como los seres humanos modernos, o que ya los sumerios tenían cantos a la cerveza.
El trabajo de investigación de Slingerland es, como poco, admirable (56 de las páginas del ensayo son de bibliografía). Se nota, además, que el tipo se las ha dado de abrazafarolas en más de una ocasión. Trata el alcohol como lo que es; la base de nuestra civilización. Sí, sin miramientos. Como él mismo expone en el ensayo: «La intoxicación química ayuda a resolver una serie de dificultades propias de los seres humanos: potenciar la creatividad, aliviar el estrés, generar confianza y conseguir el milagro de que cooperen con desconocidos. No podríamos haber tenido civilización sin intoxicación».
No obstante, eso no significa que banalice la potencialidad nociva del protagonista de su relato. Sin llegar a saber bien si lo hace por compromiso social, o por verdadera conciencia de ello, el profesor de la Universidad de Columbia Británica alumbra también las sombras del etanol: «La defensa del alcohol suscita una fuerte animosidad de quienes se preocupan, con razón, por los graves costes del consumo de intoxicantes», pero no por ello podemos obviar que «si ha sobrevivido tanto tiempo, ocupando un lugar central en la vida social humana, las ventajas de la intoxicación han debido superar, a lo largo de la humanidad, sus obvias consecuencias negativas». Slingerland remata con una advertencia peliaguda: «Siempre hemos de tener presente el peligro de las voraces ménades que, completamente borrachas, despedazan a quien tenga la desgracia de cruzarse en su camino».
«’Borrachos’ diseña un registro objetivo de los motivos, redentores o condenatorios, que nos invitan a la desinhibición»
Resulta tentador querer encontrar en este ensayo una justificación para verse reflejado en el final de los vasos al ocaso. No es ese, sin embargo, su objetivo. Al igual que no es el de los ensayos sobre los asesinos en serie, esos que presentan cuadros con los que llegamos a empatizar de sus desorbitados motivos de sadismo, invitarnos a recorrer los vicios de la sangre. Borrachos diseña un registro objetivo de los impulsos, de los motivos, sean estos redentores o condenatorios, que nos invitan a la desinhibición. Sin llegar a empujarnos a ser, como decía Escohotado, «disidentes toxicológicos», sí devela secretos antropológicos que no sentarían muy bien en una reunión de Alcohólicos Anónimos. Tesis que pretenden dar respuesta a si el alcohol es un «pirateo a la evolución», o una «resaca evolutiva», debate que aliña todo el ensayo y que se ve resuelto con una amena mezcla entre teoría y empirismo, aunque este sea siempre de fuentes secundarias.
Joseph Roth decía que «la sed del bebedor es la sed del alma», y puede que así sea. Existen ánforas con muchos contenidos diferentes que logran aliviar el pesar devorado de angustia que es soportar nuestra conciencia. Día tras día. Siglo tras siglo. Porque de lo que no duda Slingerland, en ningún momento, es de nuestra capacidad para abstraernos, que se lleva arrastrando milenios y encuentra, a su vez, reflejos en el mundo animal. Abandonar la conciencia es condición sine qua non para poseerla, ya sea empleando los tóxicos líquidos que embotan nuestro juicio, o la efervescencia de la elevada, y sedienta, meditación.
Sea como fuere, uno da por terminado el ensayo y, sin pretenderse a la cogorza, apetece regalarse una copa de buen vino. Vayan avisando a las bodegas, al menos por quienes se deleiten con el libro, seguro que suben sus ventas.