'Pinocho': el hermoso relato de la imperfección
La obra de Guillermo del Toro y Mark Gustafson es una verdadera joya. Una reflexión muy importante en estos tiempos sobre el amor
¿Por qué queremos cambiar a nuestros hijos en vez de quererlos tal como son? La pregunta no es nueva, por supuesto. Pero sí el contexto que Guillermo del Toro usa para introducirla. Pinocho, ese clásico que creíamos demasiado visto como para generar algún tipo de entusiasmo, en manos del director mexicano se eleva de tal manera que marca un antes y después en el cine.
El Pinocho de Guillermo es un clásico instantáneo, un ejemplo de cómo se pueden contar historias de manera que trasciendan la moraleja, sobre todo ahora que los chicos pasan de las fábulas de Esopo y los cuentos de Hans Christian Andersen les resultan demasiado aburridos en comparación con las aventuras en Minecraft. Pero sobre todas las cosas, la película que también dirige el genial Mark Gustafson (Los PJ, Bride of Resistor y Mr. Resistor) es una importante reflexión sobre la imperfección.
Como se ironiza en la propia cinta, este Pinocho no está acabado. «Y a mi parecer te falta una oreja», le dicen al niño de madera. En efecto, es así, pues fue concebido durante una gran borrachera de Geppetto. Es interesante cómo vamos aceptando que esta marioneta, tallada en una noche de dolor, no va a recorrer el camino tradicional del personaje. Le abrimos completamente nuestros corazones precisamente por este nuevo recorrido.
Estamos ante un niño que no necesita cambiar y al mismo tiempo, cambia a todos. El viaje de aceptación, a través del amor, enciende la llama de todos los compañeros de Pinocho y, a la vez, interpela al espectador. ¿Cuántos niños son corregidos por «afeminados», desordenados, enérgicos o ensimismados? ¿Cuántas veces los cargamos con nuestros deseos y frustraciones? Queremos que sean «normales», ¿pero qué es ser normal? Las preguntas, en los tiempos que vivimos, son más que pertinentes.
Al mismo tiempo, el guion del mexicano y Patrick McHale, indaga sobre conceptos que por alguna razón solemos esconder en el clóset cuando se trata de hablar con niños: la muerte y el duelo, por ejemplo. No debería sorprendernos, ciertamente. McHale fue guionista de una de las series infantiles más profundas y divertidas que han existido en la televisión: Hora de aventuras.
En Hora de aventuras, el personaje humano, Finn, es regularmente usado por un padre irresponsable que le abandonó. No solo eso: Jake, el perro y gran amigo del protagonista, debe aprender a vivir con el dolor de perder a su amada esposa. A pesar de que al leerlo pareciera una creación demasiado existencialista -que lo es- todo se maneja desde una gran maestría narrativa. No se juzgan las acciones de los personajes y abunda el humor. El Rey Helado, el villano por antonomasia de la serie, solo quiere ser amado aunque no tiene las herramientas para conseguirlo. Aun así, en algunos capítulos termina ganándose el cariño de sus enemigos.
«A veces los padres dicen cosas que creen en el momento que son verdad, pero no lo son«, dice un muy maduro Pinocho a su compañerito, y en principio enemigo, Candlewick. Esta criatura de madera de 7 u 8 años es mucho más madura que cualquier tuitero promedio y obviamente pasa de los consejos de autoayuda de Instagram. Porque la vida es así. A veces decimos cosas que no queremos decir, sobre todo cuando los niños son una bola de energía atómica. En plena época de «amor propio», abuso de la palabra «empatía» y abundancia de victimismo, Pinocho nos deja un sinfín de reflexiones sobre cómo resolvemos nuestras diferencias.
El chico de madera es capaz de pararse ante un maltratador, aun cuando el maltratado conspiró en su contra. La relación de Pinocho con sus pares, Candlewick y sobre todo, Spazzatura, podría analizarse en una clase de ética y filosofía. De hecho, funcionaría para explicar a cualquier niño las consecuencias del bullying en el crecimiento de cualquier persona mientras muestra las rutas para detener ese ciclo de violencia.
Porque, precisamente, lo más maravilloso de Pinocho es que el protagonista no pasa la película aspirando ser lo que no es. No se compara. Simplemente vive y en el camino, actúa según lo que su puro corazón le dicta. Hay una hermosa reflexión del personaje cuando, al ver a Jesús en la cruz, se pregunta por qué la gente adora a esta figura, pero le teme a él. El niño se refiere a que ambos están hechos de madera. Hay un interesante juego aquí con la idea de que todos fuimos hechos a imagen y semejanza de Dios.
Sin embargo, cuando Pinocho se convierte en una obra sin precedentes es cuando abarca la muerte como parte de la vida. «No es tan malo», dice el protagonista sobre su paso al otro lado del charco. Incluso cuando dos de los principales personajes deben recorrer ese camino, reina la naturalidad. A fin de cuentas, los seres humanos y los insectos tienen un ciclo finito.
Dice Guillermo del Toro que todas sus películas tratan sobre él y su padre. Pinocho probablemente sea la que dé más luces sobre esta relación y la manera en la que el director entiende el amor, con sus altas y bajas. Es imposible detener las lágrimas cuando Geppetto cae en cuenta del lugar que ocupaba la idea de crear un remplazo del hijo fallecido y el lugar que ocupa el niño al final de la cinta. Creo que eso nos pasa a todos los padres. Al menos a los que siguen el crecimiento de sus hijos. Son ellos los que nos terminan cambiando, con suerte, para mejor.